John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Apoyado contra el tronco estaba Tee Jean Aguillard, el hijo menor de la anciana, y su cuerpo desnudo brilló a la luz de la linterna. Tenía el brazo izquierdo en torno a una gruesa rama de modo que el antebrazo y la mano descarnada colgaban verticalmente. Su cabeza reposaba en la horquilla de otra rama y sus ojos destrozados semejaban oscuras simas en medio de la carne y entre los tendones expuestos de su rostro desollado.

El brazo derecho de Tee Jean pendía también alrededor de una rama, pero en este caso la mano no había sido descarnada. Entre sus dedos sujetaba un jirón de su propia piel, un jirón que colgaba como un velo abierto y revelaba el interior de su cuerpo desde las costillas hasta el pubis. Le habían extraído el estómago y casi todos los órganos del abdomen, y los habían depositado sobre una piedra junto a su pie izquierdo: un montón de partes del cuerpo blancas, azules y rojas, entre las que los intestinos se enroscaban como serpientes.

A mi lado, oí vomitar a uno de los ayudantes del sheriff. Al volverme, vi que Woolrich lo agarraba del cuello de la camisa y lo llevaba a rastras hasta la orilla, a cierta distancia de allí.

– Aquí no -dijo-. Aquí no.

Dejó al hombre de rodillas junto al agua y regresó hacia la casa.

– Tenemos que encontrar a Florence -dijo, con aspecto pálido y enfermizo a la luz de la linterna-. Tenemos que encontrarla.

Florence Aguillard había sido vista en el puente que conducía a su casa por el dueño de una tienda de artículos de pesca de los alrededores. Estaba cubierta de sangre y empuñaba un revólver Colt Service. Cuando el dueño de la tienda se detuvo, Florence levantó el arma y disparó un único tiro que atravesó la ventanilla del conductor: la bala le pasó a milímetros del cuerpo. El hombre avisó a la policía de St. Martin desde una gasolinera, y la policía avisó a su vez a Woolrich, quien previamente había dado instrucciones para que se le comunicara de inmediato cualquier incidente en relación con Tante Marie.

Woolrich corrió escaleras arriba, casi había llegado a la puerta cuando le alcancé. Apoyé una mano en su hombro y él se dio media vuelta con los ojos desorbitados.

– Tranquilo -dije.

La expresión enloquecida desapareció de sus ojos y asintió lentamente. Me volví hacia Morphy y, con una seña, le pedí que nos siguiera al interior de la casa. Él tomó el Winchester de Toussaint e indicó que se quedaría atrás con el ayudante del sheriff ahora que su compañero estaba indispuesto.

Un largo pasillo central, como el cañón de una escopeta, conducía a una amplia cocina al fondo de la casa. Seis habitaciones irradiaban de la artería central, tres a cada lado. Yo sabía que el cuarto de Tante Marie era el último a la derecha, y estuve tentado de ir derecho allí. No obstante, avanzamos con cautela habitación por habitación, abriendo brechas en la oscuridad con los haces de las linternas, en los que se mecían motas de polvo y mariposas nocturnas.

La primera habitación de la derecha, un dormitorio, estaba vacía. Había dos camas, una hecha y la otra, una cama de niño, deshecha, con la manta medio caída en el suelo. La sala de estar, enfrente, también estaba vacía. Morphy y Woolrich se repartieron las dos habitaciones siguientes cuando pasamos al segundo par de puertas. Eran dos dormitorios, ambos vacíos.

– ¿Dónde están todos los niños, los adultos? -pregunté a Woolrich.

– En la fiesta de una chica que cumple dieciocho años, a tres kilómetros de aquí -contestó-. En principio sólo se quedaban en casa Tee Jean y la anciana. Y Florence.

La puerta de la habitación situada frente a la de Tante Marie se hallaba abierta de par en par, y vi un revoltijo de muebles, una caja de ropa y juguetes apilados. Había una ventana abierta y la brisa de la noche agitaba ligeramente las cortinas. Nos plantamos ante la puerta de la habitación de Tante Marie. Estaba entornada, y vi dentro el claro de luna, alterado y distorsionado por las sombras de los árboles. A mis espaldas, Morphy tenía el fusil en alto y Woolrich sujetaba la SIG con las dos manos cerca de su mejilla. Apoyé el dedo en el gatillo de la Smith & Wesson, empujé con el lado del pie la puerta suavemente y, agachado, entré.

En la pared, junto a la puerta, se dibujaba la huella ensangrentada de una mano, y, al otro lado de la ventana, oí los sonidos de las criaturas nocturnas en la oscuridad. El claro de luna proyectaba sombras movedizas sobre un largo aparador, un enorme armario lleno de vestidos con estampados casi idénticos y un arcón oscuro y alargado colocado en el suelo cerca de la puerta. Pero lo que dominaba la habitación era la gigantesca cama adosada a la pared del fondo y su ocupante, Tante Marie Aguillard.

Tante Marie: la anciana que había tendido sus brazos a una chica agonizante mientras la hoja del cuchillo empezaba a desollarle la cara; la anciana que me había llamado con la voz de mi esposa cuando estuve en aquella habitación, ofreciéndome cierto consuelo en mi dolor; la anciana que me había tendido los brazos en su tormento final.

Estaba desnuda, sentada en la cama, una mujer enorme cuya corpulencia no había mermado la muerte. Tenía la cabeza y el torso apoyados contra una montaña de almohadas manchadas de sangre. Su cara era un amasijo rojo y violáceo. Tenía la mandíbula caída y la boca abierta revelaba unos dientes largos y amarillos de tabaco. El haz de la linterna iluminó sus muslos, sus gruesos brazos y sus manos, extendidas hacia el centro del cuerpo.

– Dios Bendito -dijo Morphy.

Tante Marie había sido abierta en canal desde el esternón hasta las ingles y la piel retirada quedaba sujeta a los lados por sus propias manos. Al igual que en el caso de su hijo, la mayor parte de los órganos internos habían sido extraídos y su vientre era una caverna hueca, encuadrada por las costillas, a través de las cuales se veía a la luz el brillo mate de una sección de su columna vertebral. El haz de la linterna de Woolrich descendió hacia la entrepierna. Lo detuve con la mano.

– No -dije-. Ya basta.

De pronto se oyó un sobrecogedor grito fuera, en medio de aquel silencio, y los dos echamos a correr hacia la puerta de la casa.

Florence Aguillard se balanceaba en la hierba frente al cadáver de su hermano. Su boca formaba un arco y tenía el labio inferior vuelto sobre sí mismo en una mueca de dolor. Llevaba el Colt de cañón largo en la mano derecha, apuntando al suelo. La sangre de su madre oscurecía en algunas partes su vestido blanco estampado de flores azules. No emitía sonido alguno, pero gritos inaudibles le sacudían el cuerpo.

Woolrich y yo bajamos lentamente por la escalera; Morphy y el ayudante del sheriff permanecieron en el porche. El otro par de ayudantes había regresado de detrás de la casa y estaba frente a Florence, con Toussaint un poco a la derecha de ellos. A la izquierda de Florence, yo veía la figura de Tee Jean colgada del árbol y, junto a él, a Brouchard con su SIG desenfundada.

– Florence -dijo Woolrich con delicadeza mientras se guardaba la pistola en la funda del hombro-. Florence, baja el arma. -Ella se estremeció y se rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Se inclinó un poco y movió lentamente la cabeza de lado a lado-. Florence -repitió Woolrich-. Soy yo.

Ella volvió la cabeza hacia nosotros. En sus ojos se advertía angustia, angustia y dolor y culpabilidad y rabia, todo ello pugnando por abrirse camino en su mente atormentada.

Alzó el arma despacio y apuntó en dirección a nosotros. Vi que los ayudantes del sheriff levantaban de inmediato las suyas. Toussaint ya había adoptado postura de tirador, con los brazos extendidos al frente y sosteniendo la pistola con pulso firme.

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