John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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En las páginas interiores aparecían las fotografías de dos cadáveres, el de Florence y el de Tee Jean, cuando los trasladaban a las ambulancias a través del puente. El puente había perdido firmeza a causa del tráfico y existía el temor de que se hundiera si las ambulancias intentaban pasar. Por fortuna, no se incluía ninguna foto de Tante Marie mientras la transportaban en una camilla especial, con aquel cuerpo enorme que parecía burlarse de la mortalidad incluso amortajado de negro.

Alcé la vista y vi que Woolrich se acercaba a la mesa. Se había cambiado el traje marrón por otro gris claro de hilo; el tostado había quedado salpicado con la sangre de Florence Aguillard. No se había afeitado y tenía ojeras. Pedí café y algo de bollería para él y permanecí callado mientras comía.

Había cambiado mucho desde que lo conocí, pensé. Tenía la cara más enjuta y, cuando la luz lo iluminaba desde cierto ángulo, sus pómulos parecían filos bajo la piel. Por primera vez me dio la impresión de que quizás estuviera enfermo, pero no se lo dije. Él mismo hablaría de ello cuando lo considerase oportuno.

Mientras comía, recordé la primera vez que lo vi, fue ante el cadáver de Jenny Ohrbach: una bella mujer de unos treinta años, que había mantenido la figura gracias al ejercicio regular y una cuidadosa dieta, y que, como se supo, había vivido rodeada de considerables lujos sin que se le conociera medio de vida alguno.

Yo estaba junto a su cadáver en un apartamento del Upper West Side una fría noche de enero. Las dos grandes contraventanas daban a un pequeño balcón sobre la calle 79 y el río, a dos manzanas de Zabar, la tienda de comida preparada de Broadway. No era nuestro territorio, pero Walter Cole y yo habíamos ido porque el modus operandi inicial parecía coincidir con el de dos allanamientos de morada con agravantes que estábamos investigando, uno de los cuales había provocado la muerte de una joven administrativa, Deborah Moran.

En el apartamento todos los policías iban con abrigo y algunos llevaban bufanda en torno al cuello. El apartamento estaba caldeado y nadie mostraba grandes prisas por volver a salir al frío, y menos todavía Cole y yo, pese a que aquello parecía un homicidio intencionado más que allanamiento de morada con agravantes. Aparentemente no habían tocado nada en el apartamento y, bajo el televisor, en un cajón, se encontró intacta una cartera con tres tarjetas de crédito y más de setecientos dólares en efectivo. Alguien había traído café de Zabar, y estábamos tomándolo en vasos de plástico, rodeándolos con ambas manos y disfrutando de la desacostumbrada sensación de calor en los dedos.

El forense casi había terminado su trabajo y los auxiliares médicos de una ambulancia esperaban para retirar el cadáver cuando entró en el apartamento un personaje desaliñado. Llevaba un abrigo marrón del mismo color que el jugo que desprende la carne asada, y la suela de uno de sus zapatos estaba desprendida en la parte delantera. A través del hueco asomaba un calcetín rojo y, por un agujero que tenía éste, un enorme pulgar. El pantalón marrón estaba tan arrugado como un periódico antiguo y la camisa blanca había renunciado a seguir luchando por mantener su tono natural, conformándose con la malsana palidez amarilla de una víctima de ictericia. Llevaba calado un sombrero de fieltro. Yo no había visto a nadie con un sombrero de fieltro en el escenario de un crimen desde el último ciclo de cine negro en la sala Angelika.

Pero fueron sus ojos lo que más me llamó la atención. Tenía una mirada viva, cínica y risueña, que parecía pasearse de acá para allá como una medusa a través del agua. Pese a su aspecto desarrapado, iba bien afeitado y exhibió unas manos impolutas cuando sacó unos guantes de plástico del bolsillo y se los puso.

– La noche está más fría que el corazón de una puta -comentó mientras se agachaba y, con delicadeza, acercaba un dedo a la barbilla de Jenny Ohrbach-. Fría como la muerte.

Noté que me rozaban en el brazo y, al volverme, vi a Cole a mi lado.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó.

– Soy de los buenos -contestó el personaje-. Mejor dicho, soy del FBI, con todo lo que eso implique para ustedes. -Nos enseñó su identificación-. Agente especial Woolrich.

Se levantó, suspiró y se quitó los guantes. A continuación hundió los guantes y las manos en los bolsillos del abrigo.

– ¿Qué lo ha obligado a salir en una noche como ésta? -pregunté-. ¿Ha perdido las llaves de las oficinas federales?

– ¡Vaya, el ingenio del Departamento de Policía de Nueva York! -replicó Woolrich con media sonrisa en los labios-. Menos mal que hay una ambulancia aquí, no sea que me descoyunte de la risa. -Ladeando la cabeza, examinó otra vez el cadáver y preguntó-: ¿Saben quién es?

– Sabemos su nombre, pero nada más -contestó un inspector que yo no conocía.

En ese momento, yo aún desconocía el nombre de la víctima. Sólo sabía que había sido una mujer bonita y ya no lo era. Le habían golpeado la cara y la cabeza con un trozo de cable coaxial que después habían abandonado junto al cuerpo. La alfombra de color crema estaba manchada de un rojo oscuro, y la sangre había salpicado las paredes y los sillones blancos de piel, caros y probablemente incómodos.

– Es la amiga de Tommy Logan -informó Woolrich.

– ¿El tipo de la recogida de basuras? -deduje.

– El mismo.

La compañía de Tommy Logan había conseguido varios contratos importantes de recogida de basuras en la ciudad durante los últimos dos años. Tommy, además, había ampliado el negocio a la limpieza de ventanas. O bien los chicos de Tommy limpiaban las ventanas de tu edificio o bien te quedabas sin ventanas que limpiar y posiblemente sin edificio. Cualquiera con semejante clase de contratos debía de tener buenos contactos.

– ¿Está interesada acaso la Brigada contra el Crimen Organizado en Tommy? -Era Cole quien preguntaba.

– Hay mucha gente interesada en Tommy. Cabe pensar que mucha más que de costumbre, en vista de que su novia yace muerta en la alfombra.

– ¿Cree que alguien, quizás, está mandándole un mensaje? -pregunté.

Woolrich se encogió de hombros.

– Es posible. Aunque quizá no habría estado de más que alguien le hubiera mandado un mensaje para recomendarle que contratara a un decorador que no se hubiera quedado ciego el año en que murió Elvis.

Tenía razón. El apartamento de Jenny Ohrbach era tan retro que no desentonaba con la pata de elefante y la perilla. Aunque eso a Jenny Ohrbach ya no le importaba.

Nunca se averiguó quién la había matado. Tommy Logan pareció sinceramente consternado cuando se le comunicó la muerte de su amante, tan consternado que incluso dejó de preocuparle que su esposa se enterara. Quizá Tommy decidió ser más generoso con sus socios como resultado de la muerte de Jenny Ohrbach, pero si fue así, sus negocios no duraron mucho más. Un año más tarde, Tommy Logan murió, degollado y arrojado por el Borden Bridge de Queens.

No obstante, volví a ver a Woolrich. Nuestros caminos se cruzaron de vez en cuando; fuimos a tomar una copa en un par de ocasiones antes de que yo volviera a casa y él a su apartamento vacío de Tribeca. Consiguió entradas para un partido de los Knicks; vino a casa a cenar; regaló a Jennifer un enorme elefante de peluche por su cumpleaños; me observó sin juzgarme ni entrometerse mientras yo arruinaba mi vida con el alcohol trago a trago.

Lo recuerdo en la fiesta de cumpleaños de Jenny, con un gorro de payaso de cartulina encasquetado y un envase del helado Cherry García de Ben & Jerry en la mano. Se le notaba incómodo allí sentado, con su traje arrugado, en medio de niños de tres y cuatro años y unos padres que los adoraban, pero también extrañamente feliz cuando ayudaba a los pequeños a hinchar un globo o les sacaba monedas de detrás de las orejas. Y les enseñó a sostener cucharillas en equilibrio sobre la nariz. Al marcharse, se advertía tristeza en su mirada. Sospecho que recordaba otros cumpleaños, cuando su hija era el centro de atención, antes de descarriarse.

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