El pasajero del asiento contiguo, un hombre de negocios a quien antes habían advertido que no utilizara su ordenador portátil hasta que el avión despegara, me miró primero sorprendido y luego asustado al ver la sangre. Lo vi pulsar repetidamente el botón para llamar a la azafata, y de pronto, con igual fuerza que si me asestasen un golpe, me obligaron a echar atrás la cabeza. La sangre manó a borbotones de mi nariz y manchó el respaldo del asiento delantero, las manos empezaron a temblarme sin control.
Entonces, cuando tenía la sensación de que iba a estallarme la cabeza a causa del dolor y la presión, oí una voz, la voz de una anciana negra en los pantanos de Louisiana.
– Hijo -dijo la voz-. Hijo, está aquí.
Y después desapareció y mi mundo pasó a ser negro.
Las concavidades de mi cuerpo son, por su
capacidad, como otro infierno.
François Rabelais, Gargant ú a
Se oyó un golpe sordo cuando el insecto chocó contra el parabrisas. Era una libélula enorme, un «caballito del diablo».
– Joder, ese bicho era del tamaño de un pájaro -dijo el conductor, un joven agente del FBI llamado O'Neill Brouchard.
Fuera debíamos de estar a unos treinta y cinco grados, pero con la humedad de Louisiana daba la sensación de que la temperatura era mucho más alta. Notaba la camisa fría y una sensación desagradable allí donde el aire acondicionado la había secado contra mi cuerpo.
Un borrón de sangre y alas quedó en el cristal y el limpiaparabrisas terminó por quitarlo. La sangre hacía juego con las gotas que aún manchaban mi camisa, un recordatorio innecesario de lo que había ocurrido en el avión, ya que aún me dolía la cabeza y, cuando me tocaba el puente de la nariz, también sentía dolor.
Junto a Brouchard, Woolrich guardaba silencio, absorto mientras colocaba un cargador nuevo en su SIG Sauer. El agente especial con rango de subjefe iba vestido con su indumentaria habitual, un traje de color marrón y una corbata arrugada. A mi lado, tirada en el asiento, había una parka oscura con las siglas del FBI.
Había llamado a Woolrich desde el teléfono del avión, pero no había conseguido establecer comunicación. En Moisant Field dejé un número en su buzón de voz y un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo inmediatamente. Luego alquilé un coche y partí hacia Lafayette por la I-10. A las afueras de Baton Rouge sonó el móvil.
– ¿Bird? -dijo Woolrich-. ¿Qué demonios haces aquí?
Advertí preocupación en su voz. De fondo se oía el motor de un coche.
– ¿Has recibido mi mensaje?
– Sí. Escucha, ya vamos de camino. Alguien vio a Florence frente a su casa, con el vestido manchado de sangre y una pistola en la mano. Vamos a reunirnos con la policía local en la salida uno-dos-uno. Espéranos allí.
– Woolrich, puede que sea demasiado tarde…
– Tú espera. Aquí nada de fanfarronadas, Bird. También yo tengo cosas en juego. He de pensar en Florence.
Delante de nosotros veía las luces de posición de otros dos vehículos, coches patrulla de la oficina del sheriff del distrito de St. Martin. Detrás viajaban dos inspectores del pueblo, y los faros de su automóvil iluminaban el interior del Chevrolet del FBI y la sangre del parabrisas. A uno de ellos, John Charles Morphy, lo conocía vagamente, porque lo había visto una vez con Woolrich en el Lafitte's Blacksmith Shop, en Bourbon Street, mientras se mecía en silencio al son de la voz de Miss Lily Hood.
Morphy era descendiente de Paul Charles Morphy, el campeón mundial de ajedrez nacido en Nueva Orleans que se retiró de la competición en 1859 a la avanzada edad de veintidós años. Se decía que era capaz de jugar tres o cuatro partidas simultáneamente con los ojos vendados. Por contraste, John Charles, con su fornido cuerpo de culturista, no me parecía un hombre muy aficionado al ajedrez. A los concursos de levantamiento de pesas quizá, pero al ajedrez no. Según Woolrich era un hombre con un pasado turbio: un ex inspector del Departamento de Policía de Nueva Orleans que abandonó el cuerpo a raíz de una investigación llevada a cabo por la División de Integridad Pública sobre el asesinato de un joven negro llamado Luther Bordelon cerca de Chartres dos años atrás.
Eché un vistazo por encima del hombro y vi que Morphy me miraba. En el interior del Buick resplandecía su cabeza afeitada bajo la luz del techo; avanzaba por el irregular camino a través del pantano sujetando el volante con firmeza. Junto a él, su compañero, Toussaint, sostenía vertical el fusil Winchester modelo 12 entre las piernas. Tenía la culata picada y arañada y el cañón gastado, y supuse que no era el arma reglamentaria, sino propiedad de Toussaint. Había notado un intenso olor a petróleo mientras hablaba con Morphy a través de la ventanilla del coche al encontrarnos en el cruce de la Bayou Courtableau con la I-10.
Los faros del coche iluminaban las ramas de los palmitos, los tupelos y los sauces inclinados, algún que otro ciprés cubierto de musgo español y, de vez en cuando, los tocones de viejos árboles en el pantano más allá de la cuneta. Nos desviamos por un camino oscuro como un túnel, donde las ramas de los cipreses formaban un techo que impedía pasar la luz de las estrellas, y poco más adelante cruzamos ruidosamente el puente que llevaba a la casa de Tante Marie Aguillard.
Delante de nosotros, los dos coches de la oficina del sheriff doblaron en sentidos opuestos y aparcaron en diagonal, uno de ellos enfocó con sus luces la oscura maleza que se extendía hasta las orillas del pantano. Los faros del segundo alumbraron la casa, proyectando sombras sobre los troncos que la elevaban por encima del suelo, las tablas superpuestas de las paredes, y la escalera que subía a la puerta mosquitera, que esta vez estaba abierta hacia fuera y permitía acceder al interior a las criaturas nocturnas.
Woolrich se volvió hacia mí cuando nos detuvimos.
– ¿Estás preparado para esto?
Asentí con la cabeza. Tenía la Smith & Wesson en la mano cuando salimos del coche al aire cálido. Percibí un olor a vegetación descompuesta y un leve rastro de humo. Algo se movió a mi derecha a través del follaje y a continuación chapoteó ligeramente en el agua. Morphy y su compañero se acercaron a nosotros. Oí el ruido de una bala al entrar en la recámara del fusil.
Dos de los ayudantes del sheriff permanecieron vacilantes junto a su coche. Los otros dos, pistola en mano, avanzaron lentamente por el cuidado jardín.
– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Morphy. Medía un metro ochenta y tenía la característica forma de V de un levantador de pesas, ni un solo pelo en la cabeza y la boca circundada por la barba y el bigote.
– Que no entre nadie antes que nosotros -ordenó Woolrich-. Manda a esos dos payasos a la parte trasera, pero diles que esperen fuera de la casa. Los otros dos que se queden en la parte delantera. Vosotros dos, cubridnos. Brouchart, quédate al lado del coche y vigila el puente.
Sorteando con cuidado los juguetes desperdigados por la hierba, cruzamos el jardín. No había luz en la casa, ni indicio de ocupantes. Oía los latidos de la sangre en mi cabeza y me sudaban las manos. Estábamos a tres metros de la escalera del porche cuando oí el chasquido de una pistola y la voz del ayudante del sheriff apostado a nuestra derecha.
– ¡Oh, Dios Santo! -exclamó-. ¡Dios Santo, no es posible!
A unos diez metros de la orilla se alzaba un árbol muerto, poco más que un tronco. Las escasas ramas, unas minúsculas y otras gruesas como el brazo de un hombre, empezaban a un metro del suelo y continuaban hasta una altura de unos tres metros.
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