John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Siempre llevaba el uniforme recién planchado y la pistola engrasada y limpia. Le encantaba ser policía, o esa impresión daba. Entonces yo no sabía qué lo impulsó a hacer lo que hizo. Quizá Walter Cole tuvo un deslumbre de eso mismo al contemplar los cadáveres de aquellos niños. Puede que yo también lo tenga ahora. Quizá me haya convertido en un hombre como mi padre.

Lo que está claro es que algo murió en su interior y el mundo se le presentó teñido de colores distintos, más oscuros. Había observado las cabezas de la muerte durante demasiado tiempo y se había transformado en un reflejo de lo que veía.

Fue un aviso de rutina: dos adolescentes tonteaban en un coche ya entrada la noche en un descampado urbano, encendiendo las luces y tocando la bocina. Mi padre acudió y se encontró con un muchacho del barrio, un delincuente de poca monta camino de especializarse en delitos mayores, y su novia, una muchacha de clase media que coqueteaba con el peligro y disfrutaba de la carga sexual que éste generaba.

Mi padre no recordaba qué le dijo el chico cuando éste intentaba impresionar a su amiga. Intercambiaron unas palabras, e imagino la voz de mi padre adquiriendo un tono de advertencia cada vez más grave y severo. El chico, en broma, hizo algún que otro ademán de llevarse la mano al interior de la cazadora para divertirse con el creciente nerviosismo de mi padre y envalentonándose con las carcajadas de la muchacha.

De pronto, mi padre desenfundó su pistola y las risas cesaron. Imagino al muchacho levantando las manos, negando con la cabeza, explicando que iba desarmado, que todo era una broma. Y que lo sentía. Mi padre le disparó en la cara, y la sangre salpicó el interior del coche, las ventanillas, el rostro de la chica en el asiento contiguo, boquiabierta por la conmoción. No creo que ella gritara siquiera antes de que mi padre le disparara también. Luego se marchó.

Asuntos Internos fue a buscarlo mientras se cambiaba en el vestuario. Lo detuvieron en presencia de sus compañeros para dar ejemplo. Nadie se interpuso en su camino. Para entonces, ya todos lo sabían, o creían saberlo.

Lo admitió todo pero fue incapaz de explicarlo. Cuando le preguntaron, se limitó a encogerse de hombros. Le quitaron el arma reglamentaria y la placa -la pistola de reserva, la que yo uso ahora, se quedó en su dormitorio-, y luego lo llevaron a casa en aplicación de una norma del Departamento de Policía de Nueva York que prohibía que se interrogara a un policía sobre la posible consumación de un delito hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Cuando regresó parecía aturdido y se negó a hablar con mi madre. Los dos hombres de Asuntos Internos se quedaron enfrente dentro del coche patrulla, fumando, mientras yo los observaba desde la ventana de mi habitación. Creo que sabían qué ocurriría a continuación. Cuando sonó el disparo, no salieron del coche hasta que el eco se apagó en el aire frío de la noche.

Soy hijo de mi padre, con todo lo que eso implica.

Se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Rachel Wolfe. Vestía de manera informal con unos vaqueros, zapatillas de deporte de suela gruesa y un suéter negro de algodón con capucha de Calvin Klein. Llevaba el pelo suelto y le caía sobre las orejas hasta los hombros, tenía pecas en la nariz y en la base del cuello.

Tomó asiento frente a mí y me dirigió una mirada de preocupación y lástima.

– Me he enterado de que Catherine Demeter ha muerto. Lo siento. -Asentí y pensé en Catherine Demeter y el aspecto que presentaba en el sótano de la casa Dane. No eran pensamientos agradables-. ¿Cómo se encuentra? -preguntó. En su voz advertí curiosidad pero también ternura.

– No lo sé.

– ¿Se arrepiente de haber matado a Adelaide Modine?

– Ella se lo buscó. No pude evitarlo.

No sentía nada por su muerte, ni por el asesinato del abogado, ni por haber visto a Bobby Sciorra erguirse de puntillas cuando la hoja penetró en la base de su cráneo. Me asustaba esa insensibilidad, esa quietud dentro de mí. Creo que podría haberme asustado más aún de no ser porque a la vez experimentaba otro sentimiento: un profundo dolor por los inocentes que se habían perdido, y por aquellos que aún no habían sido encontrados.

– No sabía que visitara a domicilio -dije-. ¿Para qué la han llamado?

– No me han llamado -contestó, sin más.

De pronto me tocó la mano. Fue un gesto extraño y vacilante en el que sentí -¿esperé?- que había algo más que comprensión profesional. Le agarré la mano con fuerza y cerré los ojos. Creo que eso fue una especie de primer paso, un débil intento de restablecer mi lugar en el mundo. Después de todo lo sucedido durante los dos días anteriores, deseaba tocar, aunque fuera por un breve instante, algo positivo, tratar de despertar algo bueno dentro de mí.

– No pude salvar a Catherine Demeter -dije por fin-. Lo intenté y quizá sirvieron de algo mis esfuerzos. Aún sigo convencido de que encontraré al hombre que mató a Susan y Jennifer.

Sosteniéndome la mirada, movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

– Sé que lo encontrará.

Hacía sólo un momento que había salido Rachel cuando sonó el móvil.

– ¿Sí?

– ¿Señor Parker? -Era una voz femenina.

– Sí, soy yo.

– Me llamo Florence Aguillard, señor Parker. Soy hija de Tante Marie Aguillard. Vino usted a vernos.

– Lo recuerdo. ¿En qué puedo ayudarla, Florence? -Sentí un nudo en el estómago, pero esta vez se debió a una súbita expectación, al presentimiento de que Tante Marie quizás hubiera encontrado algo para identificar a la chica que nos obsesionaba a los dos.

De fondo oía música de jazz, un piano, y las risas de hombres y mujeres, densas y sensuales como la melaza.

– Llevo toda la tarde intentando hablar con usted. Mi madre me ha pedido que lo llame. Dice que usted tiene que venir ahora mismo.

Percibí algo raro en su voz, algo que se confabulaba para que se le trabaran las palabras mientras hablaba atropelladamente. Era miedo y flotaba como una bruma distorsionadora en torno a lo que tenía que decir.

– Señor Parker, dice que tiene que venir ahora y que no ha de decirle a nadie que ha venido. A nadie, señor Parker.

– No lo entiendo, Florence. ¿Qué ocurre?

– No lo sé -respondió. Ahora estaba llorando, y se oía su voz entrecortada por los sollozos-. Pero dice que tiene que venir, tiene que venir ahora. -Recobró el control y la oí respirar hondo antes de volver a hablar-. Señor Parker, dice que el Viajante está de camino.

No existen las coincidencias, sino sólo esquemas subyacentes que no vemos. Esa llamada formaba parte de un esquema; estaba relacionada con la muerte de Adelaide Modine, cosa que yo aún no comprendía. No dije nada a nadie sobre la llamada. Abandoné la sala de interrogatorios, recogí mi pistola en el mostrador de la entrada, salí a la calle y regresé a mi apartamento en taxi. Reservé un billete de primera a Moisant Field, el único billete que quedaba en un vuelo a Louisiana esa tarde, me presenté en el mostrador de facturación poco antes de la salida, declaré la pistola y vi cómo desaparecía mi bolsa, engullida por la confusión general. El avión estaba atestado. La mitad de los pasajeros eran turistas incautos que se dirigían al sofocante calor de agosto en Nueva Orleans. Las azafatas sirvieron sándwiches de jamón con patatas fritas y una bolsa de pasas, todo ello metido en esas bolsas marrones de papel que a uno le daban en las excursiones escolares al zoo.

Cuando empecé a notar la presión en la nariz, la oscuridad se extendió bajo nosotros. Me disponía a tomar una servilleta de papel cuando me brotaron las primeras gotas, pero enseguida la presión se convirtió en dolor, un dolor intenso y penetrante que me obligó a recostarme sobre el respaldo.

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