John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Pero Sonny había arremetido contra mí mediante sus asesinos a sueldo, y éstos habían fracasado. El fracaso obligó a su padre a tomar cartas en el asunto. Si la mujer sobrevivía y prestaba declaración, Sonny se vería acorralado de nuevo. Por tanto envió a Sciorra y la mujer murió.

– Pero ¿por qué mató Sciorra a Hyams?

– ¿Cómo?

– Sciorra mató a un abogado de Virginia, un hombre que intentaba matarme. ¿Por qué?

Ferrera me miró unos instantes con recelo y levantó el arma.

– ¿Lleva un micrófono?

Con expresión de hastío, negué con la cabeza y, dolorido, me abrí de un tirón la camisa. Bajó otra vez la pistola.

– Lo reconoció después de verlo en las cintas. Por eso le encontró a usted en aquella casa vieja. Bobby atravesaba el pueblo en su coche y de pronto se cruzó con ese tipo, que iba en sentido contrario y era el del vídeo, el tipo que… -se interrumpió de nuevo y se pasó la lengua por dentro de la boca, como si intentara producir saliva suficiente para seguir hablando-. Tenían que borrarse todos los rastros, todos.

– Pero ¿sin liquidarme a mí?

– Quizá debería haberlo matado también a usted cuando tuvo la oportunidad, hicieran lo que hiciesen después sus amigos de la policía.

– Debería -afirmé-. Ahora está muerto.

Ferrera parpadeó.

– ¿Lo ha matado usted?

– Sí.

– Bobby era un hombre de peso. ¿Sabe qué significa eso?

– ¿Sabe usted qué hizo su hijo?

Permaneció en silencio por un momento, como si la desproporción del crimen de su hijo lo asaltara una vez más, pero cuando volvió a hablar, aprecié en su voz una furia apenas reprimida y supe que mi tiempo con él se acababa.

– ¿Quién es usted para juzgar a mi hijo? Se cree que porque perdió a su hija es ya el santo patrón de los niños muertos. Váyase a la mierda. He enterrado a dos de mis hijos y ahora…, ahora he matado al único que me quedaba. No me juzgue. No juzgue a mi hijo. -Volvió a levantar la pistola y me apuntó a la cabeza-. Todo ha terminado.

– No. ¿Quién más aparecía en las cintas?

Parpadeó. La sola mención de las cintas era para él como una brutal bofetada.

– Una mujer. Ordené a Bobby que la encontrara y la matara también.

– ¿Y lo hizo?

– Bobby está muerto.

– ¿Tiene las cintas?

– Ya no existen. Ordené quemarlas todas. -Se interrumpió, como si volviera a recordar dónde estaban, como si las preguntas le hubieran apartado momentáneamente de la realidad de lo que había hecho y de la responsabilidad por las acciones de su hijo, por sus crímenes, por su muerte-. Váyase. Si vuelvo a verlo, será hombre muerto.

Nadie se interpuso en mi camino cuando me marché. Mi pistola estaba en una pequeña mesa junto a la puerta de entrada y aún conservaba las llaves del coche de Bobby Sciorra. Mientras me alejaba, observé la casa por el retrovisor; parecía en paz y en silencio, como si nada hubiera ocurrido.

29

Después de la muerte de Jennifer y Susan, cuando me despertaba cada mañana de mis extraños y trastornados sueños, por un momento tenía la sensación de que todavía estaban cerca de mí, mi mujer plácidamente dormida a mi lado, mi hija rodeada de juguetes en su habitación. Durante un instante aún vivían y yo experimentaba sus muertes como una nueva pérdida cada vez que despertaba, de modo que no sabía con certeza si era un hombre saliendo de un sueño de muerte o un soñador entrando en un mundo de pérdida, un hombre soñando con la desdicha o un hombre despertando a un profundo dolor.

Y en medio de todo eso me acompañaba el constante pesar de no haber conocido realmente a Susan hasta que se fue, y de amar a un espectro en la muerte como la había amado en vida.

La mujer y el niño estaban muertos, otra mujer y otro niño en un ciclo de violencia y desintegración que parecía irrompible. Lloraba la muerte de una joven y un muchacho a quienes no había conocido en vida, de quienes apenas sabía nada, y a través de ellos lloraba la muerte de mi esposa y de mi hija.

La verja de la mansión de los Barton estaba abierta; o bien alguien había entrado y planeaba salir enseguida, o bien alguien acababa de salir. No había más coches a la vista cuando aparqué en el camino de grava y me encaminé hacia la casa. Se veía luz a través del montante de cristal de la puerta. Llamé al timbre dos veces, pero nadie atendió, así que me acerqué a una ventana y eché un vistazo.

La puerta del vestíbulo estaba abierta, y por el resquicio vi las piernas de una mujer, un pie descalzo y el otro aún con un zapato negro colgando de los dedos. Tenía las piernas desnudas hasta lo alto de los muslos, donde el extremo de un vestido negro le cubría aún las nalgas. El resto del cuerpo quedaba oculto. Rompí el cristal con la culata de la pistola y esperé a que saltara una alarma, pero no hubo más sonido que el tintineo del cristal al caer al suelo.

Con cuidado, introduje la mano para descorrer el pasador y entré. La habitación estaba iluminada por las lámparas del vestíbulo. Noté que la sangre me palpitaba con fuerza en las venas, pude oírla junto al oído al abrir más la puerta, percibí el cosquilleo en las yemas de los dedos cuando entré y miré el cuerpo de la mujer.

Vi la piel de las piernas veteada de venas azules y la carne de los muslos un poco blanda y salpicada de hoyuelos. Le habían golpeado brutalmente la cara, y mechones de cabello gris se adherían a la carne desgarrada. Tenía los ojos abiertos y la boca oscurecida por la sangre. Dentro le quedaban sólo las raíces de los dientes; apenas podía reconocerse. Sólo el collar de oro con esmeraldas, el esmalte de uñas rojo intenso y el sencillo pero caro vestido de De la Renta indicaban que era el cuerpo de Isobel Barton. Le palpé el cuello; no tenía pulso -tampoco esperaba encontrárselo-, pero aún estaba caliente.

Entré en el despacho donde nos entrevistamos y comparé el fragmento de porcelana que había retirado de la mano de Evan Baines con el perro azul de porcelana de la repisa de la chimenea. El dibujo coincidía. Imaginé que Evan, cuando se descubrió el daño, había sufrido una muerte rápida a manos de Adelaide Modine en un arrebato de cólera por la pérdida de una reliquia familiar.

Desde la cocina, al otro lado del vestíbulo, me llegó una irregular sucesión de chasquidos y un ligero olor a quemado, como si hubieran dejado un cazo al fuego demasiado tiempo. Junto a éste, casi imperceptible hasta el momento, se notaba un leve tufo a gas. No se veía luz en el contorno de la puerta cerrada cuando me acerqué, pero el olor acre se hizo más evidente, más intenso, y el tufo a gas más fuerte. Abrí la puerta con cuidado y me aparté. Apoyé el dedo en el gatillo suavemente, pero mientras notaba la presión, estaba convencido de que el arma era inútil si había una fuga de gas.

Dentro no se produjo el menor movimiento, pero allí el olor era muy penetrante. Los extraños e irregulares chasquidos eran más sonoros, y los acompañaba un grave zumbido. Respiré hondo y me abalancé hacia el interior, intentando fijar la mira de mi inútil pistola en cualquier cosa que se moviera.

La cocina estaba vacía, la única claridad procedía de las ventanas, el pasillo y los tres grandes hornos microondas industriales colocados uno al lado del otro. A través de las puertas de cristal vi su luz azulada bañar diversos objetos de metal en el interior: cazos, cuchillos, tenedores, sartenes, y todos despedían chispas de color azul plateado. La cabeza empezó a darme vueltas a causa del olor a gas a la vez que aumentaba el ritmo de los chasquidos. Eché a correr. Ya había abierto la puerta de entrada cuando se produjo un sordo estampido en la cocina, seguido de una segunda detonación más potente, y de pronto me vi volando por los aires debido a la fuerza de la explosión, que me lanzó hasta el camino de grava. Se oyó ruido de cristales rotos y el jardín se iluminó cuando la casa estalló en llamas a mis espaldas. Tambaleándome en dirección al coche noté el calor del fuego y vi cómo éste se reflejaba en las ventanillas.

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