John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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El mundo de Adelaide Modine estalló en llamas amarillas cuando se prendió la gasolina que la rodeaba. Envuelta por el fuego, echó atrás la cabeza y abrió la boca por un instante. Luego, golpeando débilmente con las manos las llamas que habían prendido en ella, cayó y empezó a rodar hacia la oscuridad. El coche ardía al pie del terraplén y una densa columna de humo negro se elevaba en el aire. Lo contemplé desde la carretera con el calor abrasándome la cara. Abajo, en la boscosa oscuridad, ardía otra pira de menor tamaño.

30

Estaba sentado en la misma sala de interrogatorios, ante la misma mesa de madera y el mismo corazón grabado en la superficie. Llevaba el brazo recién vendado y me había duchado y afeitado por primera vez en más de dos días. Incluso había conseguido dormir unas horas tendido sobre tres sillas. Pese a los denodados esfuerzos del agente Ross, no estaba en una celda. Me habían interrogado exhaustivamente, primero Walter y el subjefe de policía y, al final, Ross y uno de sus agentes, con Walter presente para asegurarse de que no me mataban a golpes por pura frustración.

En un par de ocasiones me pareció ver a Philip Kooper pasearse fuera, como un cadáver que se hubiese exhumado a sí mismo para demandar a la funeraria. Supuse que el perfil público de la fundación estaba a punto de recibir un golpe mortal.

Conté a la policía casi todo. Les hablé de Sciorra, de Hyams, de Adelaide Modine, de Sonny Ferrera. No les conté que me había visto implicado en el caso a instancias de Walter Cole. Dejé que ellos mismos llenaran las restantes lagunas de mi versión. Les dije que, sencillamente, había recurrido a la imaginación para llegar a ciertas conclusiones. En ese punto a Ross casi tuvieron que contenerlo por la fuerza.

Ya sólo quedábamos allí Walter y yo y un par de tazas de café.

– ¿Has estado allí abajo? -pregunté por fin para romper el silencio.

Walter asintió con la cabeza.

– Sólo un momento. No me he quedado.

– ¿Cuántos hay?

– Ocho por ahora, pero siguen excavando.

Y continuarían excavando, no sólo allí sino en diversos lugares del estado y quizás incluso más allá. Adelaide Modine y Connell Hyams habían disfrutado de libertad para matar durante treinta años. El almacén Morelli sólo llevaba alquilado una parte de ese tiempo, lo cual implicaba que probablemente existían otros almacenes, otros sótanos abandonados, garajes viejos y solares que contenían los restos de niños desaparecidos.

– ¿Desde cuándo lo sospechabas? -pregunté.

Al parecer, pensó que le preguntaba por otra cosa, quizás un cadáver en los lavabos de una estación de autobuses, porque se volvió hacia mí y dijo:

– Sospechar ¿qué?

– Que alguien de la familia Barton estaba implicado en la desaparición de Baines.

Casi se relajó. Casi.

– La persona que lo secuestró tenía que conocer los jardines, la casa. -En el supuesto de que el niño no saliera de la casa por su cuenta y lo secuestraran allí.

– En ese supuesto, sí.

– Y me enviaste a mí para que lo averiguara.

– Te envié a ti.

Me sentía culpable por la muerte de Catherine Demeter, y no sólo por haber fracasado al no encontrarla con vida, sino también porque, sin ser consciente de ello, quizás había puesto a Modine y a Hyams sobre su pista.

– Es posible que yo los llevara hasta Catherine Demeter -expliqué a Walter al cabo de un rato-. Dije a la señorita Christie que iba a Virginia para seguir una pista. Tal vez bastara con eso para delatarla.

Walter negó con la cabeza.

– Te contrató a modo de seguro. Modine debió de poner a Hyams sobre aviso en cuanto supo que la habían reconocido. Seguramente él ya estaba prevenido. Si no aparecía por Haven, confiaban en que tú la encontraras. Supongo que os habrían matado a los dos en cuanto dieras con ella.

Me asaltó la visión del cuerpo de Catherine Demeter desmadejado en el sótano de la casa Dane. Su cabeza en medio de un charco de sangre. Y vi a Evan Baines envuelto en plástico, así como el cadáver putrefacto de un niño medio cubierto de tierra y los demás cadáveres que aparecerían en el sótano del almacén Morelli y en otras partes.

Vi a mi propia esposa y a mi hija en todos ellos.

– Podrías haber enviado a otro -protesté.

– No, sólo a ti. Si el asesino de Evan Baines estaba allí, sabía que lo averiguarías. Lo sabía porque tú mismo eres un asesino.

La palabra quedó suspendida en el aire por un momento y de pronto se produjo una escisión entre nosotros, como si un cuchillo hubiera separado nuestro pasado en común. Walter se dio la vuelta.

Permaneció en silencio durante un rato y finalmente, como si él no hubiera hablado, comenté:

– Me dijo que sabía quién mató a Jennifer y a Susan.

Casi pareció agradecer que hubiese roto el silencio.

– No podía saberlo. Era una mujer enferma y malvada, y con eso pretendía atormentarte después de muerta.

– No, lo sabía. Sabía quién era yo poco antes de morir, pero creo que no lo sabía cuando me contrató. Habría recelado. No habría corrido el riesgo.

– Te equivocas -dijo-. Olvídalo.

Me callé pero sabía que, de algún modo, los siniestros mundos de Adelaide Modine y el Viajante habían coincidido.

– Estoy planteándome la posibilidad de retirarme -comentó Cole-. No quiero mirar a la muerte nunca más. Estoy leyendo a Sir Thomas Browne. ¿Has leído algo de él?

– No.

– Moral cristiana: «No contempléis las cabezas de la muerte hasta que no las veáis, ni miréis objetos mortificantes hasta que los hayáis pasado por alto». -Estaba de espaldas a mí pero veía su cara reflejada en la ventana y parecía tener la mirada perdida-. He pasado demasiado tiempo mirando a la muerte. No quiero obligarme a mirarla más. -Tomó un sorbo de café-. Deberías marcharte de aquí, hacer algo para dejar atrás tus fantasmas. Ya no eres lo que eras, pero quizás aún puedas volver atrás antes de perderte para siempre.

Una telilla empezaba a formarse sobre mi café intacto. Al ver que no respondía, Walter suspiró y habló con una tristeza en la voz que nunca le había notado.

– Preferiría no tener que volver a verte. Me pondré en contacto con ciertas personas para ver si puedes recurrir a ellas.

Algo había cambiado dentro de mí, eso era cierto, pero dudaba de que Walter lo viera tal como era. Quizá sólo yo podía comprender realmente lo ocurrido, lo que la muerte de Adelaide Modine había desencadenado dentro de mí. Conocer el horror de lo que ella había hecho a lo largo de los años, el dolor y el sufrimiento que había infligido a los más inocentes entre nosotros, era algo que no podía compensarse con nada de este mundo.

Y sin embargo había llegado a su fin. Yo lo había conducido a su fin.

Todo entra en decadencia, todo debe terminar, tanto lo malo como lo bueno. La muerte de Adelaide Modine, tan brutal y tan trágica entre las llamas, me demostraba que eso era verdad. Si había podido encontrar a Adelaide Modine y poner fin a sus atrocidades, podía hacer lo mismo con otros. Podía hacer lo mismo con el Viajante.

Y en alguna parte, en un lugar oscuro, un reloj se puso en marcha e inició la cuenta atrás, marcando las horas, los minutos y los segundos que faltaban para anunciar el fin del Viajante.

Todo entra en decadencia. Todo debe terminar.

Y mientras pensaba en las palabras de Walter, en sus dudas sobre mí, pensé también en mi padre y el legado que me había dejado. Sólo conservo recuerdos fragmentarios de mi padre. Recuerdo a un hombre corpulento y rubicundo llegando a casa con un árbol de Navidad, su aliento condensándose en el aire como las bocanadas de vapor de un tren antiguo. Recuerdo que una tarde entré en la cocina y lo encontré acariciando a mi madre, y las risas avergonzadas de ambos. Recuerdo que me leía por la noche, siguiendo las palabras con sus enormes dedos mientras las pronunciaba para que a mí me resultaran familiares cuando volviera a verlas. Y recuerdo su muerte.

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