En la verja de la mansión de los Barton brillaron brevemente unas luces de freno y a continuación un coche dobló hacia la carretera. Adelaide Modine cubría su rastro antes de desaparecer otra vez en las tinieblas. La casa ardía y las llamas escapaban del interior para trepar por las fachadas como apasionados amantes en el momento en que salí a la carretera y seguí aquellas luces que se alejaban rápidamente.
Bajó a gran velocidad por la tortuosa Todt Hill Road, y en el silencio de la noche oí los chirridos de sus frenos al tomar las curvas. La alcancé a la altura de Ocean Terrace cuando se dirigía hacia la autovía de Staten Island. A la izquierda había una empinada pendiente densamente poblada de árboles, y al pie de ésta discurría Sussex Avenue. Fui ganando terreno, me metí en el arcén en Ocean y la embestí con violencia hacia la izquierda. El Chevy, con su peso, desplazó poco a poco hacia la cuneta opuesta al BMW, cuyos cristales ahumados me impedían ver el interior. Ante mí, vi cómo Todt Hill Road giraba con brusquedad a la derecha y viré para ceñirme a la curva justo en el momento en que las ruedas delanteras del BMW salían de la carretera y el coche se precipitaba por el terraplén.
El BMW se deslizó sobre basura y rocalla, chocó con dos árboles y se detuvo a media pendiente al topar contra la silueta oscura de un haya joven. El árbol, parcialmente desarraigado, se ladeó y, al final, las ramas fueron a apoyarse en precario equilibrio contra el tronco de otro árbol situado más abajo.
Paré en el arcén, sin apagar los faros, y corrí cuesta abajo, valiéndome del brazo ileso para sujetarme y no resbalar sobre la hierba.
Cuando me aproximaba al BMW, se abrió la puerta del conductor y la mujer que en realidad era Adelaide Modaine salió tambaleándose. Con una enorme brecha en la frente y el rostro manchado de sangre, allí en medio del bosque y las hojas, bajo la cruda luz procedente de los faros, semejaba una criatura misteriosa y salvaje, vestida con una indumentaria poco apropiada de la que se despojaría para volver a su feroz estado natural. Iba un poco encorvada, con la mano en el pecho allí donde se había golpeado con el volante, y se irguió con visible dolor cuando me acerqué.
Pese a ello, la maldad brillaba en los ojos de Isabel Barton. Brotó sangre de su boca cuando la abrió; vi que se palpaba algo con la lengua y a continuación escupió al suelo un diente ensangrentado. Advertí una expresión de astucia en su rostro, como si, incluso en esas circunstancias, buscara una manera de escapar.
Aún quedaba maldad en ella, una depravación que iba más allá de la limitada ferocidad de una bestia acorralada. Creo que estaba lejos de comprender conceptos como justicia, derecho, recompensa. Vivía en un mundo de dolor y violencia donde matar niños, torturarlos y mutilarlos era para ella tan normal como respirar. Sin eso, sin los gritos ahogados y las inútiles contorsiones de la desesperación, la existencia carecía de sentido y llegaría a su fin.
Me miró y casi pareció sonreír.
– Capullo -dijo con desprecio.
Me pregunté cuánto sabía o había sospechado la señorita Christie antes de morir en aquel vestíbulo. No lo suficiente, sin duda.
Estuve tentado de matar a Adelaide Modine allí mismo. Matarla sería erradicar una parte de la siniestra maldad que se había llevado la vida de mi hija junto con las de los niños del sótano, la misma maldad que había engendrado al Viajante, a Johnny Friday y a un millón de individuos como ellos. Yo creía en el demonio y el dolor. Creía en la tortura, la violación y una muerte lenta y cruel. Creía en el suplicio y el padecimiento y en el placer que proporcionaban a aquellos que los infligían, y a todo eso lo llamaba maldad. Y en Adelaide Modine vi prenderse en forma de sanguinaria llama la chispa roja y crepitante de esa maldad.
Amartillé la pistola. Ella no se inmutó. De hecho, soltó una carcajada y al instante hizo una mueca de dolor. Se dobló otra vez y quedó encogida en postura fetal, casi en el suelo. Percibía en el aire el olor de la gasolina que fluía del depósito perforado.
Me pregunté qué había sentido Catherine Demeter al reconocer a esa mujer en los grandes almacenes DeVrie's. ¿La vio en un espejo, en el cristal de una vitrina? ¿Se volvió sin dar crédito a sus ojos, con un nudo en el estómago, como si un puño se lo estrujase? Y cuando sus miradas se cruzaron, cuando comprendió que ésa era la mujer que había matado a su hermana, ¿sintió odio, ira o simplemente miedo, miedo a que esa mujer la atacase como antes atacó a su hermana? ¿Se había convertido Catherine Demeter otra vez, por un breve instante, en una niña asustada?
Quizás Adelaide Modine no la reconoció de inmediato, pero, en la mirada de la otra mujer, debió de advertir que ésta sí que la había reconocido. Tal vez los dientes ligeramente salidos la delataron, o acaso miró a Catherine Demeter a la cara y en el acto se vio en aquel sótano oscuro de Haven, matando a su hermana.
Y ante la imposibilidad de encontrar a Catherine buscó una solución al problema. Me contrató con un pretexto y ordenó la muerte de su hijastro, no sólo para que no desmintiese su versión, sino como el primer paso de un proceso que culminaría con la muerte de la señorita Christie y la destrucción de su casa a fin de borrar todo rastro de su existencia.
Quizá Stephen Barton era responsable en parte de lo ocurrido, ya que sólo él podía desvelar la conexión entre Sonny Ferrera, Connell Hyams y su madrastra cuando Hyams buscaba un lugar adonde llevar a los niños, propiedad de alguien que no hiciese demasiadas preguntas. Dudo que Barton supiese qué sucedía realmente, y al final fue su propia incomprensión lo que le costó la vida.
Y me pregunté cuándo había conocido Adelaide Modine la muerte de Hyams y había tomado conciencia de que estaba sola, de que había llegado la hora de dar el siguiente paso y dejar a la señorita Christie como señuelo del mismo modo que había dejado a una mujer desconocida para que ardiese en su lugar en Virginia.
Pero ¿cómo demostraría todo eso? Las cintas de vídeo habían desaparecido. Sonny Ferrera estaba muerto, y Pilar sin duda también. Hyams, Sciorra, Granger, Catherine Demeter, todos habían desaparecido. ¿Quién reconocería a Adelaide Modine en la mujer que tenía ante mí? ¿Bastaría con la palabra de Walt Tyler? Había asesinado a la señorita Christie, sí, pero ni siquiera eso podía demostrarse. ¿Se encontrarían en la bodega pruebas forenses suficientes para confirmar su culpabilidad?
Adelaide Modine, hecha un ovillo, se desenrolló como una araña que percibe un movimiento en su tela y saltó hacia mí. Hundió en mi cara las uñas de la mano derecha, buscando los ojos, e intentó, a la vez, con la izquierda, quitarme la pistola. La golpeé en la cara con la palma de la mano y simultáneamente la empujé con la rodilla. Se abalanzó de nuevo sobre mí y disparé. La bala le alcanzó por encima del pecho derecho.
Con la mano en la herida, retrocedió tambaleándose hasta topar con el coche y se apoyó en la puerta abierta.
Sonrió.
– Le conozco -dijo, obligándose a hablar a pesar del dolor-. Sé quién es.
Detrás de ella, el árbol se movió al desprenderse las raíces de la tierra por el peso del BMW. El enorme automóvil se desplazó un poco. Adelaide Modine se balanceó ante mí, con la sangre manando a borbotones de la herida del pecho. Vi en su mirada un extraño brillo y se me encogió el estómago.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Lo sé -repitió, y volvió a sonreír-. Sé quién mató a su mujer y a su hija.
Avancé hacia ella cuando intentó hablar de nuevo, pero el árbol cedió por fin y los chirridos del metal del coche engulleron sus palabras. El BMW se deslizó primero un poco y luego se precipitó pendiente abajo. En los impactos contra árboles y piedras, saltaron chispas del metal desgarrado y el coche se incendió. Y mientras lo observaba, comprendí que aquello no podía acabar de otro modo.
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