John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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A los federales les encantaba realizar escuchas telefónicas. Ya en 1928, cuando el FBI se llamaba Agencia de Investigación, el Tribunal Supremo autorizó poder intervenir teléfonos casi sin restricciones. En 1940, cuando el fiscal general Andrew Jackson intentó poner fin a las escuchas telefónicas, Roosevelt le ganó la partida y amplió las escuchas a las «actividades subversivas». Según la interpretación de Hoover, las «actividades subversivas» abarcaban desde tener una lavandería china hasta tirarse a la mujer de otro. Hoover era el rey de las escuchas telefónicas.

Ahora los federales ya no tenían que permanecer en cuclillas bajo la lluvia junto a cajas de empalmes intentando proteger sus cuadernos de los elementos. Normalmente basta con una orden judicial, seguida de una llamada a la compañía telefónica para que desvíe la señal. Cuando la persona en cuestión está dispuesta a cooperar, resulta aún más fácil. En mi caso, Brillaud y sus hombres ni siquiera tenían que hacinarse dentro de una furgoneta de vigilancia y olerse el sudor unos a otros.

Con la excusa de que iba a la cocina del edificio principal, me marché durante cinco minutos mientras Brillaud intervenía mi móvil y el teléfono fijo de la habitación. Al salir del Flaisance y cruzar el jardín, atraje la aburrida mirada de uno de los perros acurrucados a la sombra. Me dirigí a un teléfono público que había al lado de una tienda de alimentación a una manzana de allí. Desde allí llamé a Ángel. Me salió el contestador. En un mensaje, le expliqué la situación y le aconsejé que no me telefoneara al móvil.

En rigor, los federales deben reducir al mínimo necesario su intervención durante las escuchas telefónicas y las labores de vigilancia. En teoría, eso significa que los agentes han de pulsar el botón de pausa de la grabadora y quedarse al margen de la conversación, excepto para hacer alguna comprobación ocasional, si resulta obvio que se trata de una llamada privada sin relación con el asunto que los ocupa. En la práctica, sólo un idiota supondría que sus asuntos privados seguirían siendo privados en una línea intervenida, así que me pareció poco sensato mantener conversaciones con un allanador de moradas y un asesino mientras el FBI escuchaba. Después de dejar el mensaje, compré cuatro cafés en la tienda de alimentación, entré de nuevo en el Flaisance y subí a mi habitación, donde Brillaud, visiblemente nervioso, esperaba junto a la puerta.

– Podemos pedir que nos suban el café, señor Parker -dijo con tono de desaprobación.

– Nunca sabe igual -contesté.

– Tendrá que acostumbrarse -concluyó, y cerró la puerta cuando entré.

La primera llamada tuvo lugar a las cuatro de la tarde, después de pasarme horas viendo malos programas de televisión y leer el consultorio sentimental de ejemplares atrasados de Cosmopolitan. Brillaud se levantó al instante de la cama y, chasqueando los dedos, reclamó la atención de los técnicos, uno de los cuales ya estaba poniéndose los auriculares. Contó tres hacia atrás con los dedos y me indicó que cogiera el móvil.

– ¿Charlie Parker? -Era una voz de mujer.

– Sí, soy yo.

– Soy Rachel Wolfe.

Miré a los hombres del FBI y negué con la cabeza. Oí suspiros de alivio. Tapé el micrófono del móvil con la mano.

– Eh, mínima intervención, ¿recuerdan?

Se oyó un chasquido en la línea al detenerse el magnetófono. Brillaud volvió a tenderse sobre las sábanas limpias de la cama con los dedos entrelazados en la cabeza y los ojos cerrados.

Rachel pareció notar que ocurría algo.

– ¿Puede hablar?

– Tengo compañía. ¿Puedo telefonearla yo más tarde?

Me dio el número de teléfono de su casa y me dijo que no volvería hasta las siete y media de la tarde. Podía llamarla a partir de esa hora. Le di las gracias y colgué.

– ¿Una amiga? -preguntó Brillaud.

– Mi médica -contesté-. Padezco un síndrome de escasa tolerancia. Ella tiene la esperanza de que dentro de unos años aprenda a hacer frente a la curiosidad ajena.

Brillaud se sorbió ruidosamente la nariz pero no abrió los ojos.

La segunda llamada tuvo lugar a las seis. La humedad y el bullicio de los turistas nos habían obligado a cerrar la puerta del balcón y en el aire flotaba un acre olor a hombre. Esta vez no cabía duda de quién llamaba.

– Bienvenido a Nueva Orleans, Bird -dijo la voz a través del sintetizador, con tonos graves que parecían cambiar y oscilar como la bruma.

Permanecí en silencio por un momento y dirigí un gesto de asentimiento a los hombres del FBI. Brillaud se puso a localizar a Woolrich. En un monitor situado junto al balcón veía pasar un mapa tras otro y, a través de los auriculares de los hombres del FBI, oía débilmente la voz del Viajante.

– No era necesario que trajeras a tus amigos del FBI -dijo la voz, esta vez con la cadencia aguda y cantarina de una niña-. ¿Está ahí el agente Woolrich? -Volví a guardar silencio antes de responder, consciente del paso de los segundos y de las palabras «llamada anónima» en la pantalla del móvil-. ¡No me jodas, Bird! -exclamó, aún con voz infantil, pero esta vez con el tono malhumorado de una niña a quien se le ha prohibido salir a jugar con sus amigas, y el efecto resultaba aún más obsceno por el uso de una palabra malsonante.

– No, no está.

– Treinta minutos.

Se interrumpió la conexión.

– Lo sabe -dijo Brillaud, y se encogió de hombros-. No se alargará lo suficiente para que podamos localizarlo.

Volvió a tenderse en la cama a la espera de Woolrich.

Woolrich parecía agotado. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el aliento le olía mal. Desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro sin cesar, como si le apretaran los zapatos. A los cinco minutos de su llegada, volvió a sonar el teléfono. Brillaud hizo la cuenta atrás y contesté.

– Sí.

– No me interrumpas. Sólo escucha. -Parecía una voz femenina, la voz de una mujer a punto de contarle a su amante una fantasía secreta, pero distorsionada, inhumana-. Lamento mucho lo de la amiga del agente Woolrich, pero lo lamento sólo porque la eché de menos. Debería haber estado allí. Le había reservado algo especial, pero supongo que ella tenía sus propios planes. -Woolrich cerró los ojos con fuerza por un instante, pero no dio más señales de alterarse por lo que oía-. Espero que os gustara mi demostración -prosiguió la voz-, quizás estéis empezando a entender. Si no es así, no os preocupéis. Aún os queda mucho por ver. Pobre Bird. Pobre Woolrich. Unidos en el dolor. Intentaré encontraros compañía. -La voz cambió de nuevo. Esta vez pasó a ser grave y amenazadora-. No volveré a llamar. Es de mala educación escuchar conversaciones privadas. El próximo mensaje que os llegue de mí estará manchado de sangre. -La llamada concluyó.

– ¡Mierda! -exclamó Woolrich-. Decidme que tenéis algo.

– No tenemos nada -contestó Brillaud, y lanzó los auriculares a la cama-. El número cambia una y otra vez. Lo sabe.

Dejé a los hombres del FBI mientras cargaban su equipo en una furgoneta Ford blanca y crucé el Quarter hasta el Napoleon House para telefonear a Rachel Wolfe. Prefería no utilizar el móvil. Por alguna razón, su función como medio de contacto con un asesino parecía haberlo ensuciado. Además, necesitaba moverme después de tanto rato encerrado en mi habitación.

Descolgó cuando el timbre sonó por tercera vez.

– Soy Charlie Parker.

– Hola… -Dio la impresión de que le costaba decidir cómo llamarme.

– Llámame Bird.

– Muy observador.

Se produjo un silencio incómodo y, a continuación, preguntó:

– ¿Dónde estás? Se oye mucho ruido.

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