John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Anoté los nombres.

– Quizá Morphy o Woolrich puedan comprobar en la Universidad de Nueva Orleans si alguien ha mostrado interés por el lado oscuro de los estudios bíblicos. Woolrich podría ampliar la búsqueda a otras universidades. Es un punto de partida.

Pagamos la cuenta y nos fuimos. Ángel y Louis se encaminaron hacia la parte baja del Quarter para ver qué tal era la vida nocturna gay, en tanto que Rachel y yo volvimos al Flaisance. Permanecimos en silencio durante un rato, conscientes los dos de que estábamos rozando cierta intimidad.

– Tengo la sensación de que no debo preguntar cómo se gana la vida esa pareja -dijo Rachel cuando nos detuvimos en un semáforo.

– Probablemente no. Vale más considerarlos trabajadores autónomos y no ahondar más.

Sonrió.

– Da la impresión de que mantienen una relación de cierta lealtad contigo. Eso es poco habitual. No sé si acabo de entenderlo.

– Les he hecho algún que otro favor en el pasado, pero si había alguna deuda, quedó saldada hace tiempo. Yo les debo mucho.

– Pero siguen aquí. Aún te ayudan cuando se lo pides.

– No creo que sea únicamente por mí. Hacen lo que hacen porque les gusta. Va con su sentido de la aventura, del peligro. Cada uno a su manera, los dos son hombres peligrosos. Me parece que por eso han venido: olieron el peligro y querían participar.

– Quizá vean algo de eso en ti también.

– No lo sé. Quizá.

Cruzamos el jardín del Flaisance sin detenernos más que para acariciar a los perros. Su habitación se hallaba a tres puertas de la mía. Entre la suya y la mía estaba la que ocupaban Ángel y Louis y una habitación individual vacía. Abrió la puerta y se quedó en el umbral.

Desde fuera se notaba el ambiente fresco del aire acondicionado y oí cómo zumbaba a plena potencia.

– Aún no sé muy bien por qué has venido -dije. Tenía la garganta seca y una parte de mí no sabía con certeza si deseaba oír la respuesta.

– Yo tampoco lo sé -contestó. Se puso de puntillas y me besó con ternura en los labios. Luego desapareció.

Entré en mi habitación, saqué de la bolsa un libro de Sir Walter Ralegh y volví al Napoleon House, donde tomé asiento junto al retrato del Pequeño Cabo. No me apetecía acostarme, consciente de la presencia de Rachel Wolfe tan cerca de mí. Su beso, y la expectativa de lo que podía ocurrir a continuación, me había excitado e inquietado.

Casi hasta el final, Susan y yo habíamos mantenido unas relaciones sexuales increíbles. En el momento en que la bebida empezó a pasarme factura seriamente, eso se acabó. Cuando hacíamos el amor, no existía ya una entrega total. En lugar de eso, daba la impresión de que nos acercábamos en círculo con cautela, siempre con cierta reserva, siempre a la espera de que surgiera algún problema y nos empujara a recluirnos en la seguridad de nuestro aislamiento.

Pero yo la quería. La quise hasta el final y aún la quería. Cuando el Viajante me la arrebató, cortó los lazos físicos y emocionales que había entre nosotros, pero yo sentía aún los vestigios de esos lazos, vivos y palpitando a flor de piel.

Quizás esto sea normal con todos aquellos que han perdido a alguien a quien amaron profundamente. Entablar contacto con otra pareja potencial, otra amante, se convierte en un acto de reconstrucción, y no sólo de una relación sino de uno mismo.

Pero mi mujer y mi hija me obsesionaban. Las sentía no sólo cómo un vacío o una pérdida, sino como una presencia real en mi vida. A veces de forma fugaz tenía la impresión de verlas en la periferia de mi existencia, cuando pasaba del estado de conciencia al sueño, del sueño a la vigilia. En ocasiones intentaba convencerme de que no eran más que fantasmas surgidos de mi culpabilidad, nacidos de un desequilibrio psicológico.

Sin embargo, había oído hablar a Susan por mediación de Tante Marie, y una vez, como si fuera el recuerdo de un delirio, me había despertado en la oscuridad notando su mano en mi cara y había percibido la estela de su perfume a mi lado en la cama. Más aún, veía algo de Susan y Jennifer en todas las madres jóvenes, en todas las niñas. En la risa de una mujer joven, oía la voz de mi esposa. En los pasos de una niña, oía el eco de los zapatos de mi hija.

Sentía algo por Rachel Wolfe, una mezcla de atracción, gratitud y deseo. Deseaba estar con ella, pero sólo, pensé, cuando mi esposa y mi hija descansaran en paz.

36

Esa noche murió David Fontenot. Su coche, un Jensen Interceptor antiguo, fue hallado en la 190, la carretera que bordea Honey Island y lleva a las orillas del Pearl. Los neumáticos delanteros estaban pinchados y las puertas abiertas, el parabrisas hecho añicos y el interior acribillado por balas de nueve milímetros.

Los dos policías de St. Tammany siguieron un sendero abierto entre ramas rotas y maleza aplastada hasta la vieja choza de un trampero construida con restos de madera, y cuyo tejado de hojalata quedaba casi oculto por musgo español. Daba a un pantano rodeado de árboles del caucho, donde se veían las aguas densamente pobladas de lentejas de agua de color verde lima y envueltas en los ecos de los graznidos de los ánades reales y los joyuyos.

La choza llevaba mucho tiempo abandonada. Poca gente ponía todavía trampas en Honey Island. La actividad se había desplazado en su mayor parte hacia el interior de los pantanos, donde podían cazarse castores, ciervos y, en algunos casos, caimanes.

Cuando el grupo de búsqueda se acercaba, se oyeron ruidos dentro de la choza, a través de la puerta abierta: pataleos, golpes sordos y resoplidos.

– Un jabalí -dijo uno de los ayudantes del sheriff.

A su lado, el empleado de banca que había denunciado el hecho retiró el seguro de su fusil Ruger.

– Joder, eso no sirve de nada contra un jabalí -comentó el otro ayudante del sheriff.

El empleado de banca, un hombre corpulento y medio calvo, con una camiseta de Tulane Green Wave y un chaleco de caza casi sin usar, se sonrojó. Llevaba un 77V con mira telescópica, lo que en Maine llamaban un «fusil para alimañas». Servía para caza menor y algunos cuerpos de policía incluso lo utilizaban como arma de francotirador, pero no detendría a un jabalí a la primera a menos que el disparo fuera perfecto.

Se encontraban sólo a unos metros de la choza cuando el jabalí percibió su presencia. Salió por la puerta abierta con una mirada feroz en sus ojos pequeños y malévolos y sangre goteándole del hocico. El hombre del Ruger se lanzó a las aguas del pantano para eludir la embestida. El jabalí, arrinconado entre la orilla y el grupo de hombres armados, dio media vuelta, agachó la cabeza y arremetió de nuevo. En el pantano se oyó una detonación, luego otra, y el jabalí cayó. La parte superior de su cabeza había desaparecido por completo y el cuerpo se estremeció por un momento, pateando el suelo, hasta que dejó de moverse. El ayudante del sheriff, con un gesto teatral, sopló el humo del largo cañón de un Colt Anaconda, extrajo los cartuchos gastados Magnum calibre 44 accionando el eyector y volvió a cargar el arma.

– ¡Dios Santo! -exclamó su compañero. Estaba en el umbral de la puerta de la choza, arma en mano-. El jabalí se ha ensañado con él, pero no cabe duda de que es Dave Fontenot.

El jabalí había roído casi por completo la cara y parte del brazo derecho de Fontenot, pero ni siquiera los destrozos causados por el animal impedían adivinar que alguien había obligado a David Fontenot a salir del coche, lo había perseguido a través del bosque y lo había acorralado en la choza, donde le disparó en la entrepierna, las rodillas, los codos y la cabeza.

– Tío, cuando Lionel se entere de esto, alguien lo va a pagar muy caro -dijo el que había matado al jabalí con un profundo suspiro.

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