Cuando me levanté para marcharme, algo más acudió a mi memoria, algo espantoso que casi había olvidado, y sentí un dolor violento y profundo en las entrañas, que se propagó por todo mi cuerpo hasta que me vi obligado a apoyarme contra la pared y buscar a tientas dónde sujetarme.
– Dios Santo, estaba embarazada.
Miré a Toussaint, que cerró los ojos por un instante.
– Ese hombre lo sabía, ¿no?
Toussaint calló, pero se advertía desesperación en sus ojos. No pregunté qué había hecho el Viajante con el niño nonato, pero en ese instante vi la siniestra evolución de mi vida a lo largo de los últimos meses. Parecía que había pasado de la muerte de mi hija, mi Jennifer, a las muertes de muchos niños, las víctimas de Adelaide Modine y su cómplice, Hyams, y ahora, finalmente, a las muertes de todos los niños. Todo lo que hacía el Viajante tenía un significado que trascendía el hecho en sí: en la muerte del niño nonato de Morphy vi toda esperanza de futuro reducida a carne desgarrada.
– Se supone que debo llevarlo a su hotel -dijo Toussaint por fin-. El Departamento de Policía de Nueva Orleans se asegurará de que toma el vuelo de esta noche a Nueva York.
Pero apenas lo oí. La única idea que tenía en la mente era que el Viajante había estado observándonos a todos desde el principio y que su juego seguía en marcha. Todos éramos participantes, quisiéramos o no.
Y recordé algo que un timador llamado Saul Mann me había dicho una vez en Portland, algo que me parecía importante y, sin embargo, no podía recordar por qué.
No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.
Toussaint me dejó en el Flaisance. La puerta de Rachel estaba entreabierta cuando llegué a la antigua cochera reformada. Llamé con suavidad y entré. Su ropa estaba tirada por el suelo y las sábanas hechas un rebujo en el rincón. Todos los papeles habían desaparecido. La maleta se hallaba abierta sobre el colchón desnudo. Oí movimiento en el cuarto de baño, y ella salió con su neceser. Estaba manchado de polvos y base de maquillaje, y supuse que la policía había roto parte del contenido durante el registro.
Llevaba un jersey descolorido de los Knicks, que le colgaba sobre los vaqueros de color azul oscuro. Se había duchado y el cabello mojado se le adhería a la cara. Iba descalza. Hasta ese momento no me había fijado en lo pequeños que tenía los pies.
– Lo siento -dije.
– Ya lo sé.
Sin mirarme, empezó a recoger la ropa y a guardarla lo mejor doblada posible en la maleta. Me agaché para alcanzarle un par de calcetines que había a mis pies hechos una bola.
– Déjalo -dijo-. Puedo hacerlo yo sola.
Llamaron a la puerta y asomó un agente de policía. Aunque con tono amable, dejó claro que debíamos permanecer en el hotel hasta que vinieran a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.
Volví a mi habitación y me duché. Llegó una camarera y limpió la habitación. Después me senté sobre las sábanas limpias y escuché los sonidos de la calle. Pensé en lo mal que había hecho las cosas, y en todas las personas que habían sido asesinadas por mi culpa. Me sentía como el Ángel de la Muerte; si me quedaba inmóvil en un jardín, la hierba moriría.
Debí de adormilarme un rato, porque la luz había cambiado en la habitación cuando desperté. Daba la impresión de que había anochecido, y sin embargo no era posible. En el ambiente se percibía un olor a verdura podrida y a agua llena de algas y pescado. Cuando intenté respirar, noté el aire húmedo y caliente en la boca. Advertí movimiento alrededor, formas que se deslizaban en la penumbra de los rincones de la habitación. Oí susurros y un sonido semejante al roce de la seda contra la madera, y, más débilmente, los pasos de un niño a través de las hojas. Los árboles se agitaban y de lo alto me llegó el ruido de un aleteo irregular, como si un pájaro estuviera en peligro o herido.
La habitación se oscureció aún más, y la pared frente a mí pasó a ser negra. La luz que entraba por la ventana tenía un tono azul y verdoso y un resplandor trémulo, como si la viera a través de la calima.
O a través del agua.
Vinieron desde la pared oscura, siluetas negras recortadas contra la claridad verde. Traían consigo el olor cobrizo de la sangre, tan intenso que lo notaba en la lengua. Abrí la boca para decir algo -ni siquiera ahora estoy seguro de qué podía haber dicho o quién me habría oído-, pero la humedad me inmovilizaba la lengua como una esponja empapada en agua sucia y tibia. Sentía un peso sobre el pecho que me impedía levantarme y me costaba llenar de aire los pulmones. Abrí y cerré las manos hasta que también se me paralizaron, y supe entonces qué se sentía cuando la ketamina te corría por las venas, aletargando el cuerpo como preparativo para el bisturí de un anatomista.
Las figuras se detuvieron al borde de la oscuridad, poco más allá de la tenue luz de la ventana. Eran imprecisas; sus contornos se definían y desdibujaban como los de figuras vistas a través de un cristal esmerilado, o las de una proyección que se desenfocaba y volvía a cobrar nitidez.
Y de pronto oí las voces, «birdman», susurrantes e insistentes, «birdman». Se desvanecían y al cabo de un momento sonaban de nuevo con claridad, «birdman», voces que nunca había oído y otras que me habían llamado con cólera, «bird», con rabia, con temor, con amor, «papá». Ella era la más pequeña de todas, cogida de la mano de la silueta que tenía al lado. Las otras se desplegaron alrededor de ellas. Conté ocho en total y detrás vi a otras figuras, más borrosas, mujeres, hombres, muchachas. Mientras la presión aumentaba en mi pecho y me suponía un gran esfuerzo aspirar mínimas bocanadas de aire, se me ocurrió que la figura que se había aparecido a Tante Marie Aguillard, la que Raymond creía haber visto en Honey Island, la chica que parecía llamarme desde tenebrosas aguas, quizá no fuera Lutice Fontenot. «Hijo.» Cada vez que tomaba aire parecía ser la última y no me llegaba más allá de la garganta. «Hijo.» Era una voz vieja y oscura como las teclas de ébano de un piano antiguo sonando en una habitación lejana «Despierta, hijo, su mundo está saliendo a la luz.»
Y entonces mi último suspiro sonó en mis oídos y todo fue quietud y silencio.
Desperté al oír unos golpes en la puerta. Fuera, la luz del día había rebasado su cenit y declinaba hacia el atardecer. Al abrir encontré ante mí a Toussaint. Detrás de él, esperaba Rachel.
– Es hora de irse -anunció.
– Pensaba que se ocuparía de eso la policía de Nueva Orleans.
– Me ofrecí voluntario -contestó.
Me siguió al interior de la habitación, metí descuidadamente mis cosas de afeitar en la bolsa de viaje, la cerré y sujeté las hebillas. Era una bolsa de London Fog, regalo de Susan.
Toussaint hizo un gesto al agente uniformado del Departamento de Policía de Nueva Orleans.
– ¿Está seguro de que esto es correcto? -preguntó el agente, inquieto y vacilante.
– Oiga, los policías de Nueva Orleans están demasiado ocupados para andar haciendo de niñera -contestó Toussaint-. Yo llevaré a estas personas al avión y usted vaya a atrapar a algún maleante, ¿de acuerdo?
Partimos en silencio hacia Moisant Field. Yo ocupé el asiento del copiloto y Rachel se sentó detrás. Esperaba que Toussaint tomara el desvío hacia el aeropuerto, pero siguió derecho por la Interestatal 10.
– Se ha pasado la salida -dije.
– No -contestó Toussaint-. No, no me la he pasado.
Cuando las cosas empiezan a salir a la luz, salen deprisa. Aquel día tuvimos suerte. A todo el mundo le sonríe la suerte alguna vez.
En una confluencia del Upper Grand River, al sureste de la Interestatal 10 en dirección a Lafayette, durante una operación de dragado para extraer légamo y basura del fondo del río, una de las máquinas se atascó en un rollo de alambre de espino desechado que acumulaba óxido en el lecho del río. Finalmente consiguieron desprender la máquina e intentaron levantar el rollo, pero había otras cosas atrapadas entre el alambre: una vieja cama de hierro, unos grilletes de esclavo de más de un siglo y medio de antigüedad y, aprisionando el alambre en el fondo, un barril de petróleo con una flor de lis estampada.
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