John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Y supe que había ocurrido algo grave, muy grave.

Me permitieron ponerme una sudadera, un pantalón largo de deporte y unas zapatillas antes de esposarme. Custodiado, me sacaron del hotel ante las inquietas miradas de los huéspedes desde sus habitaciones y me llevaron hasta un coche patrulla que esperaba fuera. En otro coche estaba Rachel, pálida y con el pelo revuelto de dormir. Mirándola, me encogí de hombros en un gesto de impotencia antes de que nos sacaran del Quarter en un convoy.

Me interrogaron durante tres horas. Luego me dieron una taza de café y volvieron al ataque durante otra hora. La sala era pequeña y estaba mal iluminada. Olía a tabaco y a sudor. En un rincón, donde la escayola estaba rota y gastada, vi una mancha, aparentemente de sangre. Dos inspectores, Dale y Klein, llevaron a cabo la mayor parte del interrogatorio, Dale en el papel de policía agresivo, amenazándome con tirarme al pantano con una bala en la cabeza por matar a un policía de Louisiana; Klein en el papel de hombre sensible y razonable que intentaba protegerme asegurándose no obstante de que declaraba la verdad. Aun siendo otro policía el objeto de sus atenciones, la táctica del poli bueno-poli malo nunca pasaba de moda.

Les repetí una y otra vez todo lo que podía decirles. Les hablé de mi visita a Morphy, el trabajo en la casa, la cena, la despedida, las razones por las que mis huellas aparecían por todas partes. No, Morphy no me había entregado los expedientes policiales que se habían encontrado en mi habitación. No, no podía decir quién lo había hecho. No, sólo el portero de noche me vio entrar en el hotel; no hablé con nadie más. No, no volví a salir de mi habitación esa noche. No, nadie podía corroborar ese hecho. No. No. No. No.

Después apareció Woolrich y el tiovivo empezó de nuevo. Más preguntas, esta vez con los federales presentes. Y, sin embargo, nadie me dijo por qué estaba allí ni qué les había ocurrido a Morphy y a su mujer. Al final, Klein volvió y me dijo que podía marcharme. Detrás de una balaustrada que separaba las oficinas de la brigada de investigación del pasillo principal estaba sentada Rachel, con una taza de té, sin que los detectives le prestaran la menor atención. A tres metros detrás de ella, un hombre flaco con los brazos tatuados le susurraba obscenidades desde una celda.

Apareció Toussaint. Era un cincuentón con exceso de peso y una incipiente calvicie, sus rizos blancos se dispersaban en torno a la coronilla, que semejaba la cima de un monte alzándose entre la bruma. Tenía los ojos enrojecidos y náuseas, y allí se lo veía tan fuera de lugar como a mí.

Un agente de uniforme le hizo una seña a Rachel.

– Señora, ahora la acompañaremos a su hotel.

Ella se levantó. A sus espaldas, el tipo de la celda hizo un chupeteo con la boca y se llevó la mano a la entrepierna.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté cuando pasó a mi lado.

Asintió en silencio y luego dijo:

– ¿Vienes conmigo?

Toussaint estaba a mi izquierda.

– Él irá más tarde -contestó.

Rachel me miró por encima del hombro cuando salía con el agente. Le dirigí una sonrisa y procuré que pareciese tranquilizadora, pero me faltó convicción.

– Vamos, le llevaré y le invitaré a un café en el camino -dijo Toussaint. Seguí sus pasos hasta la calle.

Acabamos en el Mother's, donde menos de veinticuatro horas antes yo había esperado la llamada de Morphy y donde Toussaint me contaría cómo murieron John Charles Morphy y su mujer, Ángela.

Esa mañana, Morphy tenía un turno especial de madrugada y Toussaint pasó a recogerlo. Alternaban quién recogía a quién según le conviniese a uno u otro, y ese día casualmente le tocaba a Toussaint.

La mosquitera estaba cerrada, pero la puerta no. Toussaint llamó a Morphy, tal como había hecho yo esa tarde. Siguió mis pasos por el pasillo central y miró en la cocina y las habitaciones a izquierda y derecha. Pensó que Morphy quizá se había dormido, pese a que nunca se retrasaba, así que se acercó a la escalera y volvió a llamarlo por el hueco. No hubo respuesta. Recordaba que ya tenía un nudo en el estómago cuando empezó a subir, llamando primero a Morphy y luego a Angie a medida que avanzaba. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero el ángulo no permitía ver la cama.

Llamó una vez con los nudillos y después, lentamente, abrió la puerta. Por un momento, apenas una milésima de segundo, pensó que los había sorprendido haciendo el amor, hasta que advirtió la sangre y supo que aquello era una parodia de todo lo que el amor representaba, de todo lo que significaba, y entonces lloró por su amigo y su esposa.

Aun ahora, sólo me parece recordar fragmentos de lo que me contó, pero imagino los cuerpos. Estaban desnudos, el uno frente al otro sobre lo que antes habían sido sábanas blancas, con las caderas en contacto y las piernas entrelazadas. De la cintura para arriba yacían inclinados hacia atrás, sus torsos separados a un brazo de distancia. Los dos estaban abiertos en canal desde el cuello hasta el estómago. Les habían desgajado y apartado las costillas, y cada uno tenía la mano hundida en el pecho del otro. Al acercarse, Toussaint vio que cada uno sostenía el corazón del otro en la palma de la mano. Sus cabezas colgaban hacia atrás de modo que casi tocaban la espalda. Les habían arrancado los ojos y desollado la cara, y tenían la boca abierta en su agonía final, convertido el momento de la muerte en un éxtasis. En ellos, el amor se reducía a un ejemplo para los demás amantes de la futilidad del amor mismo.

Mientras Toussaint hablaba, una sensación de culpabilidad me invadió y me traspasó el corazón. Yo había llevado aquella atrocidad a su casa. Por ayudarme, Morphy y su mujer habían sido elegidos para una muerte horrenda, del mismo modo que los Aguillard habían quedado contaminados por su contacto conmigo. Yo apestaba a muerte.

Y en medio de todo aquello, unos versos parecían flotar en mi mente, si bien no recordaba cómo los había resucitado, ni a través de quién habían llegado a mí. Y tuve la impresión de que su procedencia era importante, aunque no sabía por qué, salvo por el hecho de que en esos versos se entreveían resonancias de lo que Toussaint había visto. Sin embargo, cuando trataba de recordar la voz que los había pronunciado, ésta se me escabulló, y por más que lo intenté, fui incapaz de traerla a la memoria. Sólo persistían los versos. Algún poeta metafísico, pensé. Donne, quizá. Sí, Donne casi con toda seguridad.

Si el no nacido

ha de aprender de mí, descuartizado y desgarrado,

mata, Amor, y diseccióname, pues

contraria es a tu fin esta tortura.

Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.

Remedium amoris, ¿no era ése el término? La tortura y la muerte de los amantes como remedio para el amor.

– Me ayudó -dije-. Yo lo involucré en esto.

– Se involucró él solo -repuso Toussaint-. Quería hacerlo. Quería acabar con ese tipo.

Sostuve su mirada.

– ¿Por Luther Bordelon?

Toussaint desvió la vista.

– ¿Qué importa ya eso?

No podía explicar que yo veía en Morphy algo de mí mismo, sentía lástima por su dolor, quería creer que era mejor que yo. Quería saberlo.

– Garza fue el responsable en el asunto de Bordelon -dijo Toussaint por fin-. Garza lo mató y luego Morphy le cubrió las espaldas. Eso me contó. Morphy era joven. Garza no debería haberlo puesto en una situación así, pero lo hizo, y Morphy ha estado pagándolo desde entonces. -Y en ese punto cayó en la cuenta de que hablaba en presente y se quedó en silencio.

Fuera, la gente vivía un día más: el trabajo, las visitas turísticas, las comidas, los coqueteos; todo continuaba pese a lo que había ocurrido, a lo que ocurría. Por alguna razón, uno tenía la sensación de que todo debía interrumpirse, de que los relojes debían pararse y los espejos cubrirse, de que los timbres debían acallarse y las voces reducirse a respetuosos susurros. Quizá si hubiesen visto las fotos de Susan y Jennifer, de Tante Marie y de Tee Jean, de Morphy y Angie, se habrían detenido a reflexionar. Y era eso lo que el Viajante quería: ofrecer, mediante la muerte de los demás, un recordatorio de la muerte de todos nosotros y el escaso valor del amor y la lealtad, de la paternidad y la amistad, del sexo y la necesidad y la alegría, ante el vacío que nos esperaba.

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