Louis se examinaba la mano derecha cuando llegué junto a él. La bala le había herido el dorso, dejando a su paso una profunda brecha y dañándole el nudillo del dedo índice. Arranqué una tira de tela de la camisa de un vigilante muerto tendido en el patio y le vendé la mano. Le entregué la Calico y se pasó la correa por encima de la cabeza e introdujo el dedo medio en el guardamonte. Con la mano izquierda desenfundó la SIG y, a la vez que se levantaba, me hizo una señal con la cabeza.
– Más vale que busquemos a Joe Bones.
Al otro lado de las contraventanas del patio había un comedor convencional. La mesa, que podía acoger cómodamente a dieciocho comensales como mínimo, estaba astillada y agujereada por las balas. En la pared, un retrato de un caballero sureño de pie junto a su caballo presentaba un enorme orificio en el vientre del caballo, y entre los restos de una vitrina se veía una selección de platos de porcelana antiguos reducidos a añicos. Había también dos cadáveres. Uno de ellos era el hombre de la cola que conducía el Dodge.
El comedor daba a un ancho pasillo alfombrado y a un vestíbulo iluminado por una araña de luces, desde el cual una escalera de caracol subía al piso superior. Las otras puertas de la planta baja estaban abiertas, pero no llegaba un solo ruido del interior. Mientras nos dirigíamos a la escalera, oímos en los pisos superiores un incesante intercambio de disparos. Al pie, yacía uno de los hombres de Joe Bones con un pantalón de pijama a rayas en medio de un charco de sangre procedente de una herida en la cabeza.
En lo alto de la escalera había una serie de puertas a izquierda y derecha. Por lo visto, los hombres de Fontenot habían despejado la mayor parte de las habitaciones, pero habían tenido que cubrirse en los huecos del pasillo y los umbrales de las puertas a causa del fuego procedente de las habitaciones del extremo oeste de la casa; una, la de la derecha, daba al río y tenía los paneles de la puerta perforados ya por las balas, la otra daba a la parte delantera de la casa. Mientras observábamos, un hombre vestido con un mono azul y provisto de un hacha de empuñadura corta en una mano y una Steyr que había conseguido por el camino en la otra abandonó rápidamente su escondite y se situó a una puerta de la habitación que daba a la parte delantera. A través de la puerta de la derecha dispararon repetidas veces y el hombre cayó al suelo agarrándose la pierna.
Me oculté en un hueco del pasillo entre los restos de unas rosas de tallo largo dispersas en medio de un charco de agua y trozos de jarrón y disparé una ráfaga contra la puerta de la habitación de la parte delantera. Dos hombres de Fontenot avanzaron agachados simultáneamente. Frente a mí, Louis disparaba hacia la puerta entornada del lado del río. Dejé de disparar en cuanto los hombres de Fontenot llegaron a la habitación y se precipitaron sobre el ocupante. Se oyeron dos tiros más y, a continuación, uno de ellos salió limpiándose la navaja en los pantalones. Era Lionel Fontenot. Lo seguía Leon.
Los dos hombres se apostaron a ambos lados de la última habitación. Otros seis hombres avanzaron para unirse a ellos.
– Joe, esto se ha acabado -dijo Lionel-. Vamos a zanjar el asunto.
Dos balas traspasaron la puerta. Leon levantó su H &K en ademán de disparar, pero Lionel alzó la mano y miró hacia mí por encima de Leon. Me acerqué y esperé detrás de Leon mientras Lionel empujaba la puerta con el pie y se pegaba a la pared al tiempo que sonaban otros dos disparos, seguidos del chasquido de un percutor en una recámara vacía, un sonido tan definitivo como el de una losa al cerrarse sobre una tumba.
Leon fue el primero en entrar, tras sustituir la H &K por sus navajas. Fui tras él, seguido de Lionel. Las paredes del dormitorio de Joe Bones estaban salpicadas de orificios y las cortinas blancas se agitaban como fantasmas furiosos movidas por el aire nocturno que penetraba a través de la ventana rota. La rubia que días antes almorzaba con Joe en el jardín yacía muerta contra la pared del fondo con una mancha roja en el lado izquierdo del pecho de su camisón de seda. Joe Bones estaba ante la ventana envuelto en una bata roja de seda. El Colt colgaba de su mano inútilmente a un costado, pero los ojos le brillaban de ira y la cicatriz del labio, contraída y blanca, destacaba sobre la piel. Soltó el arma.
– Hazlo ya, cabrón -masculló, dirigiéndose a Lionel-. Mátame si tienes cojones.
Lionel cerró la puerta de la habitación a la vez que Joe Bones se volvía para mirar a la mujer.
– Pregúntele -me dijo Lionel.
Joe Bones no pareció oírlo. Daba la impresión de que lo corroía un profundo dolor mientras recorría con la mirada el perfil de la muerta.
– Ocho años -susurró-. Ha estado conmigo ocho años.
– Pregúntele -repitió Lionel Fontenot.
Di un paso al frente, y Joe Bones se volvió hacia mí con expresión de desprecio, ya sin rastro de tristeza en la cara.
– El puto viudo afligido. ¿Has traído a tu negro amaestrado?
Lo abofeteé con fuerza y retrocedió.
– Joe, no puedo salvarte la vida, pero si me ayudas quizá pueda asegurarte una muerte más rápida. Dime qué vio Remarr la noche en que asesinaron a los Aguillard.
Se enjugó la sangre de la comisura de los labios extendiéndosela por la mejilla.
– No tienes ni puta idea de a qué te enfrentas, ni la más remota idea. Estás tan perdido que no encontrarías ni tu mano izquierda.
– Joe, ese hombre mata a mujeres y niños. Volverá a matar.
Joe Bones torció la boca en un amago de sonrisa, y la cicatriz distorsionó la forma de sus labios carnosos como una grieta en un espejo.
– Habéis matado a mi mujer y ahora me vais a matar a mí, diga lo que diga. No tienes con qué negociar.
Miré a Lionel Fontenot. Él movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible, pero Joe Bones lo advirtió.
– ¿Lo ves? Nada. Lo único que puedes ofrecerme es un poco menos de dolor, y el dolor ya no es nuevo para mí.
– Mató a uno de tus hombres. Mató a Tony Remarr.
– Tony dejó una huella en casa de la negra. Tuvo un descuido y pagó el precio. Ese tipo me ahorró la molestia de matar yo mismo a la vieja bruja y a su hijo. Si me lo encuentro, le daré un apretón de manos.
Joe Bones desplegó una amplia sonrisa, como un rayo de sol a través de una nube de humo acre y oscuro. Obsesionado por la sangre mestiza que corría por sus venas, había ido más allá de toda idea establecida de humanidad y compasión, de amor y de dolor. Con su reluciente bata roja, parecía una herida en el tejido del espacio y el tiempo.
– Te lo encontrarás en el infierno -dije.
– Allí veré también a la puta de tu mujer y me la follaré por ti.
Ahora tenía una mirada inexpresiva y fría. El olor de la muerte flotaba en torno a él como un tufo a tabaco rancio. A mis espaldas, Lionel Fontenot abrió la puerta y el resto de sus hombres entraron en silencio. Sólo entonces, viéndolos a todos juntos en el dormitorio destrozado, me pareció evidente el parecido entre ellos. Lionel mantuvo la puerta abierta para que me marchase.
– Es un asunto de familia -dijo cuando salí.
La puerta se cerró con un suave chasquido, como dos huesos al entrechocar.
Después de morir Joe Bones, reunimos los cadáveres de los hombres de Fontenot en el jardín frente a la casa. Los cinco yacían uno al lado del otro, desmadejados y rotos como sólo los muertos pueden estarlo. Las verjas de la finca estaban abiertas, y el Dodge, el Volkswagen y la furgoneta entraron a toda velocidad. Con rapidez pero a la vez con delicadeza, se cargaron los cuerpos en los maleteros de los coches y se ayudó a los heridos a acomodarse en los asientos traseros. Rociaron las piraguas con gasolina, les prendieron fuego y las dejaron flotando río abajo.
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