John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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En total éramos catorce, la mayoría armados con H &K, dos con fusiles M16. Nos dividimos en grupos de tres para distribuirnos en las piraguas, y Lionel y el conductor del Dodge encabezaron la marcha en un bote de menor tamaño. Louis y yo íbamos separados y empuñábamos un remo cada uno. Empezamos a avanzar río arriba.

Remamos durante unos veinte minutos, manteniéndonos cerca de la orilla occidental, y por fin una silueta más oscura se recortó contra el cielo nocturno. Vi parpadear las luces de las ventanas y poco después, a través de una arboleda, un pequeño malecón al que había amarrada una lancha motora. Los jardines de la casa de Joe Bones estaban a oscuras.

Delante de nosotros se oyó un suave silbido, y con gestos nos indicaron que dejáramos de remar. Al abrigo de los árboles, cuyas ramas colgaban sobre el agua, aguardamos en silencio. Algo brilló en el malecón y por un momento se iluminó el rostro de un guardia mientras encendía un cigarrillo. Oí ante mí un ligero chapoteo, y en la orilla, por encima de nosotros, ululó un búho. Vi moverse el reflejo del vigilante en el agua plateada por la luna, oí el sonido de sus botas contra el malecón de madera. De pronto, una forma oscura se alzó junto a él y se alteró el dibujo de la luna en el agua. Destelló la hoja de una navaja y el ascua roja del cigarrillo cayó en el aire nocturno como una señal de angustia a la vez que el vigilante se desplomaba. Apenas se oyó ruido alguno cuando lo bajaron al agua.

El hombre de la coleta se quedó esperando en el malecón mientras pasábamos de largo para acercarnos a la orilla de hierba lo máximo posible antes de bajar de las piraguas y arrastrarlas a tierra. La orilla, en pendiente, ascendía hasta una franja de césped sin flores ni árboles. Subía orilla arriba hasta la parte trasera de la casa, donde unos peldaños conducían a un patio, al que daban dos contraventanas en la planta baja y una galería en el piso superior igual que la de la fachada principal. Advertí un movimiento en la galería y oí voces en el patio. Había como mínimo tres vigilantes, probablemente más en la parte delantera.

Lionel levantó dos dedos y señaló a dos hombres a mi izquierda. Éstos, agachados, avanzaron con cautela en dirección a la casa. Estaban a unos veinte metros de nosotros cuando la casa y el jardín se iluminaron de pronto con una luz blanca e intensa. Los dos hombres se vieron sorprendidos como conejos bajo los focos, a la vez que en la casa se oían gritos y las primeras ráfagas de armas automáticas sonaban en la galería. Uno de ellos giró sobre sí mismo como un patinador que ha fallado en su salto, y la sangre brotó a borbotones de su camisa como flores rojas al abrirse. Cayó a tierra, con convulsiones en las piernas, mientras su compañero se lanzaba al suelo para cubrirse tras una mesa metálica que formaba parte de los muebles de jardín, semiocultos por la oscuridad, a la orilla del río.

Las contraventanas se abrieron y varias siluetas oscuras se dispersaron por el patio. En la galería aparecieron otros dos o tres vigilantes, que barrieron la hierba ante nosotros con fuego a discreción. A los costados de la casa se veían los fogonazos de las armas mientras varios hombres más de Joe Bones la rodeaban lentamente.

Cerca de allí, Lionel Fontenot soltó una maldición. Estábamos protegidos en parte por la pendiente del jardín allí donde el terreno se curvaba en su descenso hacia el río, pero los vigilantes apostados en la galería buscaban el ángulo adecuado para disparar sobre nosotros directamente. Algunos hombres de Fontenot devolvieron el fuego, pero cada vez que lo hacían revelaban su posición a los vigilantes de la casa. Uno, un cuarentón de rostro anguloso con la boca como una cuchillada, lanzó un gruñido cuando una bala le alcanzó en el hombro. Pese a que la sangre le tiñó de rojo la camisa, siguió disparando.

– Estamos a cincuenta metros de la casa -dije-. Por los lados vienen vigilantes para cortarnos el paso. Si no nos movemos ya, somos hombres muertos.

La tierra se levantó junto a la mano izquierda de Fontenot. Uno de los hombres de Joe Bones había llegado casi a la orilla acercándose desde la parte delantera de la casa. Se oyeron dos ráfagas de M16 procedentes de detrás de la mesa metálica del jardín, y el hombre cayó de costado y rodó por la hierba hasta el río.

– Dígale a sus hombres que se preparen -susurré-. Nosotros les cubriremos.

Transmitieron el mensaje de uno a otro.

– ¡Louis! -grité-. ¿Estás listo para probar estos artefactos?

Una silueta situada a dos hombres de mí respondió con un gesto y al instante las Calicos cobraron vida. Uno de los vigilantes de la galería se agitó, acribillado por las balas de nueve milímetros del arma de Louis. Desplacé por completo hacia delante el selector del guardamonte y barrí el patio con una ráfaga. Las contraventanas estallaron en una lluvia de cristal y un vigilante rodó por los peldaños y quedó inmóvil en el césped. Los hombres de Lionel Fontenot abandonaron sus posiciones a cubierto y atravesaron el jardín a todo correr a la vez que disparaban. Puse el selector en la modalidad de un solo disparo y me concentré en el lado este de la casa. Las balas de mi arma hicieron saltar por el aire astillas de madera, y los hombres situados a ese lado se vieron obligados a protegerse.

Los hombres de Fontenot casi habían llegado al patio cuando dos de ellos fueron abatidos por unos disparos procedentes de detrás de las contraventanas hechas añicos. Louis dirigió una ráfaga al interior, y los hombres de Fontenot accedieron al patio y entraron en la casa. Dentro se produjo un intercambio de disparos mientras Louis y yo nos levantábamos y cruzábamos rápidamente el jardín.

A mi izquierda, el hombre oculto tras la mesa abandonó su escondite para seguirnos. En ese momento, algo enorme y oscuro surgió de la penumbra y se abalanzó sobre él con un gruñido grave y feroz. El boerbul lo embistió contra el pecho y lo derribó con su enorme peso. El hombre lanzó un alarido y golpeó al animal con los puños en la cabeza. Al instante, el boerbul atenazó con sus grandes fauces el cuello de su víctima y sacudió la cabeza desgarrándole la garganta.

El animal alzó la cabeza y sus ojos resplandecieron en la oscuridad en cuanto localizó a Louis. Éste se disponía a apuntar la Calico en esa dirección cuando el animal abandonó el cadáver y saltó por encima. Corría a una velocidad asombrosa. Mientras avanzaba hacia nosotros, su forma oscura eclipsaba las estrellas del cielo. Estaba en la cúspide de su salto cuando se oyó la Calico de Louis y las balas traspasaron al animal, que se convulsionó en el aire y cayó sobre la hierba con un crujido a menos de medio metro de nosotros. Agitó las patas intentando levantarse y movió la boca como si mordiera, pese a que de entre sus dientes manaban sangre y espuma. Louis le descerrajó varios tiros más hasta que se quedó inmóvil.

Cuando nos acercábamos a los peldaños, detecté movimiento en la esquina oeste de la casa. Se produjo un fogonazo y Louis lanzó un grito de dolor. La Calico cayó al suelo a la vez que él brincaba hacia los peldaños agarrándose la mano herida. Disparé tres veces y el vigilante se desplomó. Detrás de mí, uno de los hombres de Fontenot avanzaba hacia la casa disparando con su M16. De pronto, al llegar a la esquina, se colgó el fusil al hombro mientras esperaba allí inmóvil, y vi brillar la hoja de su navaja a la luz de la luna. El corto cañón de una Steyr asomó al otro lado, seguido del rostro de uno de los hombres de Joe Bones. Lo reconocí: era el que había aparecido tras la verja de la finca al volante de un carrito de golf durante nuestra primera visita, pero el recuerdo se fundió con el destello de la navaja al hundirse en su cuello. De su arteria seccionada brotó un chorro carmesí. Aún no había acabado de caer cuando el hombre de Fontenot volvió a levantar el M16 para seguir abriéndose paso a tiros hacia la parte delantera de la casa.

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