John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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– Hecho -dije, y conté los tres billetes de veinte mientras él se quitaba la bata.

Me venía un poco justa en los hombros, pero nadie se fijaría en eso si no me la abrochaba. Cuando entraba de nuevo en la tienda, el joven me dijo:

– Oiga, por otros veinte le dejo el gorro.

– Por veinte pavos podría meterme yo mismo en el negocio de los gorros -contesté-. Ve a esconderte en el servicio de caballeros.

Encontré a Stacey Byron en la sección de artículos de baño, y a Rachel cerca de ella.

– Discúlpeme, señora -dije mientras me aproximaba-, ¿puedo hacerle unas preguntas?

De cerca, aparentaba más edad. Una red de capilares rotos se extendía bajo sus pómulos y en las comisuras de los ojos las arrugas formaban una fina tracería. De su boca irradiaban también arrugas de tensión, y tenía las mejillas hundidas y estiradas. Parecía cansada y algo más: parecía amenazada, puede que incluso asustada.

– Me parece que no -contestó con una falsa sonrisa, e hizo ademán de esquivarme.

– Es sobre su ex marido.

Entonces se detuvo y se volvió de espaldas buscando al policía con la mirada.

– ¿Quién es usted?

– Un detective. ¿Qué sabe del arte del Renacimiento, señora Byron?

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– Lo estudió en la universidad, ¿no? ¿Le dice algo el nombre de Valverde? ¿Se lo ha oído pronunciar alguna vez a su marido? Dígame.

– No sé de qué me habla. Haga el favor de dejarme en paz.

Retrocedió y, sin querer, tiró al suelo unos botes de desodorante.

– Señora Byron, ¿ha oído hablar alguna vez del Viajante?

Advertí un destello en sus ojos y, a mis espaldas, oí un silbido. Al volverme, vi al grueso policía avanzar hacia nosotros por el pasillo. Pasó junto a Rachel sin fijarse en ella, y ésta se encaminó hacia la puerta y la seguridad del coche, pero para entonces yo me dirigía hacia la zona reservada a los empleados. Tiré la bata y, sin detenerme, atravesé el almacén para salir al aparcamiento trasero, que estaba lleno de camiones de reparto. Luego doblé la esquina para llegar al lado de las galerías, donde Rachel tenía ya el motor en marcha. Me agaché en el asiento mientras ella, al volante, giraba a la derecha para no volver a pasar frente a la casa de Stacey Byron. Por el retrovisor vi al grueso policía mirar alrededor y hablar por su radio, y a Byron a su lado.

– ¿Y qué hemos conseguido?

– ¿Has visto su mirada cuando he mencionado al Viajante? Conocía el nombre.

– Sabe algo -coincidió Rachel-. Pero podría habérselo oído decir a los policías. Parecía asustada, Bird.

– Puede ser -dije-. Pero ¿asustada de qué?

Aquella noche, Ángel desmontó los paneles de las puertas del Taurus y fijamos las dos Calicos y los cargadores con cinta adhesiva en los huecos interiores; luego volvimos a colocar los paneles. Limpié y cargué la Smith & Wesson en la habitación del hotel bajo la atenta mirada de Rachel.

Metí la pistola en la funda del hombro y me puse una cazadora negra de Alpha Industries sobre la camiseta negra y los vaqueros negros. Sumando a eso las Timberland negras, parecía el portero de un local nocturno.

– Joe Bones tiene los días contados. No podría salvarlo aunque quisiera -dije a Rachel-. Es hombre muerto desde el momento en que fracasó el atentado de Metairie.

– Ya he tomado una decisión -respondió ella-. Me marcho dentro de un par de días. No puedo seguir formando parte de esto, con las cosas que haces, con las cosas que yo he hecho.

Se resistía a mirarme, y yo no pude decir nada. Tenía razón, pero aquello no era un simple sermoneo. Veía el dolor en sus ojos. Lo sentía cada vez que hacíamos el amor.

Louis esperaba junto al coche, vestido con un jersey negro, vaqueros oscuros, cazadora tejana negra y unas botas Ecco. Ángel comprobó los paneles de las puertas una vez más para cerciorarse de que se desprendían sin dificultad y se acercó a Louis.

– Si no has tenido noticias nuestras a las tres de la madrugada, llévate a Rachel del hotel. Tomad una habitación en el Pontchartrain y salid en el primer vuelo de mañana -dije-. Si esto sale mal, Joe Bones podría intentar desquitarse. Arréglatelas como puedas con la policía.

Ángel asintió, cruzó una mirada con Louis y regresó al Flaisance. Louis puso una cinta de Isaac Hayes en el casete y salimos de Nueva Orleans al son de Walk On By.

– Fantástico -comenté.

Louis asintió.

– Así somos los hombres.

Leon esperaba tranquilamente junto a un roble retorcido, de tronco nudoso y caduco, cuando llegamos al desvío de Starhill. Louis mantenía la mano izquierda a un lado, en actitud relajada, y la culata de la SIG asomaba por debajo de su asiento. Yo había dejado la Smith & Wesson en el compartimento de los mapas que había en mi puerta. Cuando nos aproximábamos al lugar de encuentro, ver a Leon solo contra el árbol no me tranquilizó.

Aminoramos la marcha y tomamos una pequeña carretera adyacente que pasaba ante el roble. Leon no pareció advertir nuestra presencia. Apagué el motor y nos quedamos sentados en el coche aguardando alguna señal por su parte. Louis echó mano a la SIG y se la colocó junto al muslo.

Nos miramos. Me encogí de hombros, salí del coche y me apoyé en la puerta abierta, con la Smith & Wesson al alcance de la mano. Louis dejó la SIG en el asiento y bajó por su lado, extendió los brazos para que Leon viese que tenía las manos vacías y se recostó sobre el coche.

Leon se apartó del árbol y vino hacia nosotros. De entre los árboles surgieron otras siluetas. Rodearon el coche cinco hombres con sus H &K al hombro y navajas de hoja larga al cinto.

– Contra el coche -ordenó Leon.

No me moví. Alrededor oímos los chasquidos de los seguros de las armas.

– Si se mueven, los matamos aquí mismo -dijo.

Le sostuve la mirada por un instante. Después me di media vuelta y apoyé las manos en el techo del coche. Louis hizo lo mismo. De pie a mis espaldas, Leon tuvo que ver la SIG en el asiento del acompañante, pero no pareció preocuparle. Me palpó primero el pecho y las axilas, luego los tobillos y los muslos. Cuando tuvo la certeza de que no llevaba micrófonos, registró de manera similar a Louis, y después retrocedió.

– Dejen el coche aquí -ordenó.

Alrededor se encendieron unos faros a la vez que se oía ruido de motores. Un sedán Dodge marrón y un Nissan Patrol verde salieron de pronto de detrás de los árboles, seguidos de una furgoneta Ford de plataforma con tres piraguas amarradas encima. Si el complejo residencial de los Fontenot se hallaba bajo vigilancia, el responsable tenía que visitar a un oculista.

– Llevamos cierto material en el coche -informé a Leon-. Vamos a sacarlo.

Asintió con la cabeza y observó mientras yo extraía las dos mini-metralletas ocultas tras los paneles de la puerta. Louis cogió dos cargadores y me entregó uno. El largo cilindro se extendió sobre el extremo posterior del armazón cuando comprobé el funcionamiento del seguro, situado en el borde delantero del guardamonte. Louis se guardó el segundo cargador en el bolsillo de la cazadora y me lanzó el otro de reserva.

En cuanto subimos a la parte trasera del Dodge, dos hombres escondieron nuestro coche y luego montaron en el Nissan. Leon ocupó el asiento del acompañante del Dodge, e indicó que arrancara al conductor, un hombre de más de cincuenta años, de pelo largo y canoso recogido en una cola. Los otros vehículos nos siguieron a cierta distancia para que no pareciésemos un convoy y evitar así las sospechas de cualquier policía que pasara.

Bordeamos East y West Feliciana, con el Thompson Creek a la derecha, hasta llegar a un desvío que llevaba a la margen del río. Dos coches, un Plymouth antiguo y lo que semejaba un Volkswagen Escarabajo aún más antiguo, esperaban en la orilla, y al lado había otras dos piraguas. Lionel Fontenot, con vaqueros y camisa azul, estaba junto a su Edsel. Echó una ojeada a las Calicos, pero no dijo nada.

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