John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Abandonamos la finca y llegamos al punto de encuentro inicial en Starhill. Allí esperaban los tres Explorers negros que había visto en el complejo residencial de Delacroix, con los motores en marcha y los faros apagados. Mientras Leon rociaba de gasolina los coches y la furgoneta, se trasladaron los cuerpos, envueltos en lona, a la parte trasera de dos de los jeeps. Louis y yo observamos en silencio.

Cuando los jeeps cobraron vida, Leon arrojó trapos encendidos al interior de los vehículos desechados, Lionel Fontenot se acercó a nosotros y se quedó a nuestro lado mientras ardían. Sacó una pequeña libreta verde del bolsillo, anotó un número en una hoja y la arrancó.

– Este tipo le curará la mano a su amigo. Es discreto.

– Sabía quién mató a Lutice, Lionel -dije.

Asintió con la cabeza.

– Quizá. Pero no estaba dispuesto a decirlo, ni siquiera al final. -Con el dedo índice se frotó un corte reciente en la palma de la mano derecha para sacar la tierra de la herida-. He oído decir que los federales buscan a alguien en los alrededores de Baton Rouge, un hombre que trabajaba en un hospital de Nueva York. -Guardé silencio y sonreí-. Sabemos cómo se llama. Un hombre puede esconderse durante mucho tiempo en los pantanos si conoce bien el terreno. Puede que los federales no lo encuentren, pero nosotros daremos con él. -Al igual que un rey mostrando sus mejores tropas a sus súbditos preocupados, señaló con la mano a sus hombres-. Lo buscaremos. Lo encontraremos y ahí acabará todo.

A continuación se dio media vuelta y se sentó al volante del primer jeep, con Leon en el asiento contiguo, y desaparecieron en la noche, las luces rojas de posición semejaban cigarrillos cayendo en la oscuridad, como barcos en llamas flotando en agua negra.

Telefoneé a Ángel de camino a Nueva Orleans. En una farmacia abierta toda la noche compré un antiséptico y un botiquín de primeros auxilios para la herida de Louis. De camino en el coche, tenía la cara bañada en sudor y los jirones blancos de tela que le envolvían los dedos estaban manchados de rojo. Cuando llegamos al Flaisance, Ángel le limpió la herida con el antiséptico e intentó cosérsela con hilo de sutura. El nudillo presentaba mal aspecto, y Louis tenía en los labios una tensa mueca de dolor. Pese a sus protestas, llamé al número que nos habían dado. La voz soñolienta que atendió el teléfono después de sonar el timbre cuatro veces se despejó de pronto en cuanto mencioné el nombre de Lionel.

Ángel llevó a Louis en coche a la consulta. Cuando se marcharon, me quedé frente a la puerta de Rachel dudando si llamar o no. Sabía que no dormía: Ángel había hablado con ella después de recibir mi llamada, y presentía que estaba despierta. Aun así, no llamé, pero cuando regresaba a mi habitación, se abrió la puerta. Se quedó en el umbral esperándome, con una camiseta blanca que le llegaba casi a las rodillas. Se apartó para dejarme pasar.

– Veo que sigues entero -dijo. No parecía especialmente complacida.

Estaba cansado y sentía náuseas después de ver tanta sangre. Deseaba hundir la cara en agua helada. Deseaba beber con tal desesperación que notaba la lengua hinchada dentro de la boca; tenía la impresión de que sólo una botella de Abita y un trago de whisky Redbreast podían devolverle su tamaño normal. Cuando hablé, mi voz sonó como el estertor de un anciano en su lecho de muerte.

– Estoy entero -contesté-. Otros muchos no lo están. Louis ha recibido una herida de bala en la mano y demasiadas personas han muerto en esa casa: Joe Bones, la mayoría de sus hombres, su mujer.

Rachel me volvió la espalda y se acercó a la ventana del balcón. Sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche y proyectaba sombras sobre las ilustraciones que ella había salvado de Woolrich y que ahora ocupaban de nuevo su lugar en las paredes. Unos brazos desollados y el rostro de una mujer y un joven surgieron de la penumbra.

– ¿Qué has averiguado a cambio de semejante matanza?

Era una buena pregunta, y como suele ocurrir con las buenas preguntas, la respuesta no estuvo a la altura.

– Nada, excepto que Joe Bones ha preferido una muerte dolorosa a contar lo que sabía.

Se volvió hacia mí.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Empezaba a cansarme de preguntas, en especial de preguntas tan difíciles como aquéllas. Sabía que ella tenía razón y yo mismo me daba asco. Tenía la impresión de que Rachel se había contaminado a través de su contacto conmigo. Quizá debería haberle dicho todo eso en aquel momento, pero estaba demasiado cansado, sentía demasiadas náuseas y percibía aún el olor de la sangre; y de todos modos creo que ella ya lo sabía casi todo.

– Voy a acostarme -dije-. Después lo pensaré.

Y la dejé.

47

A la mañana siguiente me desperté con dolor en los brazos a causa del peso de la Calico, un dolor exacerbado por las molestias de la herida que recibí en Haven. Los dedos, el pelo y la ropa de la que me había despojado olían a pólvora. La habitación entera apestaba como el escenario de un tiroteo, así que abrí la ventana y el aire caliente de Nueva Orleans penetró pesadamente como un torpe allanador de moradas.

Fui a ver a Louis y a Ángel. A Louis el médico le había vendado expertamente la mano después de extraer los fragmentos de hueso de la herida y curarle el nudillo. Apenas abrió los ojos mientras yo cruzaba unas palabras en voz baja con Ángel en la puerta. Me sentía culpable por lo ocurrido, aunque sabía que ninguno de los dos me lo echaba en cara.

Percibí también que Ángel estaba impaciente por regresar a Nueva York. Joe Bones había muerto y probablemente la policía y los federales estrechaban el cerco en torno a Edward Byron, a pesar de las dudas de Lionel Fontenot. Además, con toda seguridad, Woolrich no tardaría en relacionarnos con la muerte de Joe Bones, en particular si Louis andaba por ahí con una herida de bala en la mano. Se lo dije a Ángel, y él coincidió en que debían marcharse en cuanto yo volviera, para que Rachel no se quedara sola. Para mí, el caso había llegado a un punto muerto. En alguna parte, los federales y los hombres de Fontenot daban caza a Edward Byron, un hombre que a mí se me antojaba aún tan lejano como el último emperador de China.

Dejé un mensaje a Morphy. Quería ver la información de la que disponían sobre Byron; quería dotar de cuerpo a aquel nombre. Tal como estaban las cosas, era una identidad parcial, sin rostro, como las víctimas que, según los federales, había asesinado. Quizá éstos estuvieran en lo cierto. Si colaboraban con la policía local, podían llevar a cabo una búsqueda más eficaz que un puñado de recién llegados de Nueva York que se creían muy competentes. Yo había albergado la esperanza de abrirme paso hacia él desde otra dirección, pero, con la muerte de Joe Bones, ese camino acababa en una maraña de oscuros matorrales.

Tomé el teléfono y el libro de Ralegh y me encaminé hacia Mother's en Poydras Street, donde bebí demasiado café y mordisqueé un poco de beicon con pan tostado. Cuando uno llega a un punto muerto en la vida, Ralegh es buena compañía. «Ve, alma… pues yo necesito morir / y miente al mundo.» Ralegh, en su sabiduría, adoptaba una actitud estoica ante las adversidades, aunque esa sabiduría no le bastó para impedir que lo decapitaran.

A mi lado, un hombre comía huevos y jamón con el esfuerzo concentrado de un mal amante, y un poco de yema de huevo le manchaba el mentón igual que el sol reflejado en un ranúnculo. Alguien silbó unas notas de What's New? y perdió el hilo de la melodía en los complicados cambios de acordes de la canción. El murmullo de las conversaciones a media mañana, una canción de rock suave en una emisora de radio que había optado por una música anodina y el zumbido del tráfico lento y lejano llenaban el aire. Fuera transcurría otro de esos días de extrema humedad en Nueva Orleans, la clase de día que induce a los amantes a pelearse y pone a los niños sombríos y malhumorados.

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