Pasó una hora. Llamé a la brigada de investigación de St. Martin y me dijeron que Morphy se había tomado el día libre para trabajar en su casa. Como no tenía nada mejor que hacer, pagué la cuenta, llené el depósito del coche de gasolina y partí una vez más hacia Ba-ton Rouge. Encontré una emisora de Lafayette que puso un poco de la música chirriante de Cheese Read, seguida de Buckwheat Zydeco y Clifton Chenier, una hora de cajún clásico y zydeco, en palabras del locutor. La dejé sonar hasta que la ciudad quedó atrás y música y paisaje se fundieron en uno.
Cuando aparqué frente a la casa de Morphy, una lámina de plástico se agitaba al viento del mediodía con un ruido seco. Estaba sustituyendo parte del muro exterior de la fachada oeste, y las cuerdas que sujetaban el plástico sobre las ensambladuras al descubierto zumbaban a causa del viento que intentaba arrancarlas de sus puntos de amarre. El mismo viento que sacudía una de las ventanas, que no estaba bien cerrada, y hacía batir la puerta mosquitera contra el marco como un visitante cansado.
Lo llamé pero no contestó. Fui a la parte trasera de la casa, donde la puerta estaba abierta, inmovilizada con un trozo de ladrillo. Llamé otra vez, pero mi voz pareció producir un eco vacío en el pasillo central. Las habitaciones de la planta baja estaban todas desocupadas y arriba no se oía nada. Desenfundé la pistola y subí por la escalera, recién lijada para barnizarla después. Las habitaciones estaban vacías y la puerta del baño abierta, con los artículos de higiene ordenadamente dispuestos junto al lavabo. Eché un vistazo a la galería y volví a bajar. Cuando regresaba hacia la puerta trasera, noté un frío objeto de metal en la nuca.
– Suéltala -dijo una voz. Dejé deslizarse el arma de entre mis dedos-. Date la vuelta. Despacio.
La presión desapareció de mi nuca y, al volverme, me encontré con Morphy ante mí, con una pistola clavadora a pocos centímetros de mi cara. Lanzó un profundo suspiro de alivio y bajó el arma.
– Joder, me has dado un susto de muerte -dijo.
El corazón se me salía del pecho.
– Gracias -contesté-. Sin duda necesitaba esta dosis de adrenalina después de cinco tazas de café.
Me dejé caer pesadamente en el primer peldaño.
– Dios mío, tienes muy mal aspecto. ¿Has trasnochado?
Alcé la vista para comprobar si sus palabras escondían alguna insinuación, pero se había vuelto de espaldas.
– Algo así.
– ¿Te has enterado? -preguntó-. Anoche liquidaron a Joe Bones y los suyos. Alguien se ensañó con Joe antes de matarlo. La policía ni siquiera estaba segura de que fuera él hasta que han verificado las huellas digitales. -Fue a la cocina y regresó con una cerveza para él y un refresco para mí. Me fijé en que era Coca-Cola sin cafeína. Bajo el brazo llevaba un ejemplar del Times-Picayune-. ¿Lo has leído?
Alcancé el periódico. Estaba doblado en cuatro partes, con el pie de la primera plana arriba. El titular rezaba: la policía sigue el rastro del asesino en serie de los crímenes rituales. El artículo contenía detalles de las muertes de Tante Marie Aguillard y de Tee Jean que sólo podía haber proporcionado el propio equipo de investigación: la posición de los cuerpos, el modo en que se habían descubierto, la descripción de algunas heridas. A continuación especulaba sobre una posible relación entre el hallazgo del cadáver de Lutice Fontenot y la muerte de un hombre en Bucktown, de quien se sabía que tenía conexión con un destacado personaje del hampa. Peor aún, añadía que la policía investigaba asimismo los vínculos con dos asesinatos análogos ocurridos en Nueva York a principios de año. No se mencionaba a Susan y Jennifer por sus nombres, pero era evidente que el autor -anónimo bajo la firma «Periodistas del Times-Picayune » - disponía de información suficiente sobre esos asesinatos para dar los nombres de las víctimas.
Dejé el periódico con una sensación de hastío.
– ¿Es vuestra la filtración? -pregunté.
– Podría ser, pero no lo creo. Los federales nos culpan a nosotros: se nos han echado encima acusándonos de sabotear la investigación. -Tomó un sorbo de cerveza antes de decir lo que le rondaba por la cabeza-. Un par de personas opinan que quizá seas tú quien haya filtrado la noticia. -Era obvio que le incomodaba decirlo, pero no desvió la mirada.
– No he sido yo. Si han llegado hasta Jennifer y Susan, no tardarán en relacionarme con lo que está pasando. Ya sólo me faltaba tener a la prensa a todas horas tras mis pasos.
Reflexionó por un momento en lo que acababa de decir y al final asintió.
– Supongo que tienes razón.
– ¿Hablaréis con el director del periódico?
– Nos hemos puesto en contacto con él nada más salir la primera edición. Nos ha repetido hasta la saciedad lo de la libertad de prensa y la protección de las fuentes. No podemos obligarlo a hablar -se frotó los tendones de la nuca-, pero es poco habitual que ocurra una cosa así. Por lo general, los periódicos procuran no poner en peligro las investigaciones. Sospecho que la información procede de alguien muy cercano a todo esto.
Pensé en ello.
– Si han estado dispuestos a publicarla, la información debe de ser irrefutable y la fuente de toda confianza -dije-. Podría ser que los federales estén haciendo las cosas a su aire.
Eso parecía confirmar nuestra opinión de que Woolrich y su equipo ocultaban algo, no sólo a mí sino probablemente también al equipo de investigación de la policía.
– No sería la primera vez -comentó Morphy-. Los federales no nos darían ni la hora si pensaran que podían permitírselo. ¿Crees que podrían haber filtrado la información ellos?
– Alguien ha tenido que hacerlo.
Morphy apuró la cerveza y aplastó la lata con el pie. Una pequeña mancha de cerveza se extendió sobre la madera cruda. Alcanzó un cinturón de herramientas del perchero donde estaba colgado, cerca de la puerta, y se lo ciñó.
– ¿Necesitas ayuda?
Me echó un vistazo.
– ¿Eres capaz de acarrear tablones sin tropezar?
– No.
– Entonces eres la persona idónea para lo que tengo que hacer. En la cocina encontrarás otro par de guantes de trabajo.
Durante el resto de la tarde me dediqué al trabajo físico, levantando y acarreando, martilleando y serrando. Sustituimos casi toda la madera del lado oeste mientras una suave brisa arremolinaba el serrín y las virutas en torno a nosotros. Más tarde, Angie regresó de hacer compras en Baton Rouge, cargada de comida y bolsas de boutiques. Mientras Morphy y yo limpiábamos, asó unos filetes con boniatos, zanahorias y arroz criollo, y cenamos en la cocina mientras se acercaba la noche y el viento envolvía la casa entre sus brazos.
Morphy me acompañó al coche. Cuando metía la llave en el contacto, se inclinó junto a la ventanilla y dijo en voz baja:
– Ayer alguien intentó ponerse en contacto con Stacey Byron. ¿Sabes algo de eso?
– Es posible.
– Tú estabas allí, ¿verdad? ¿Estabas allí cuando liquidaron a Joe Bones?
– No te conviene conocer la respuesta a esa pregunta -contesté-. De la misma manera que a mí no me interesa saber nada de Luther Bordelon.
Cuando me alejaba, vi que permanecía de pie ante su casa inacabada. Al cabo de un momento se dio media vuelta y regresó junto a su mujer.
Cuando llegué al Flaisance, Ángel y Louis habían hecho las maletas y estaban listos para marcharse. Me desearon suerte y me dijeron que Rachel se había acostado temprano. Ella había reservado vuelo para el día siguiente. Decidí no despertarla y fui a mi habitación. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido.
La esfera luminosa de mi reloj de pulsera marcaba las ocho y media cuando oí que aporreaban la puerta de mi habitación. Había dormido profundamente y me desperté despacio, como un submarinista luchando por salir a la superficie. No había llegado más allá del borde de la cama cuando reventaron la puerta y potentes luces me iluminaron la cara. Al instante, unos brazos fuertes me levantaron y me empujaron contra la pared. Apoyaron una pistola contra mi cabeza a la vez que se encendió la lámpara principal de la habitación. Vi uniformes del Departamento de Policía de Nueva Orleans, un par de agentes de paisano, y a mi derecha a Toussaint, el compañero de Morphy. Alrededor, los hombres registraban la habitación sin contemplaciones.
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