– Pero murió después de Susan y Jennifer -susurré.
– Eligió a Susan y Jennifer porque le interesaban, pero el resultado no fue satisfactorio. Creo que utilizó a Lutice para practicar antes de volver a la actividad pública -contestó sin mirarme-. Eligió a Tante Marie y a su hijo por diversas razones, en una mezcla de deseo y necesidad, y esta vez sí que dispuso de tiempo para conseguir el efecto que pretendía. Luego tuvo que matar a Remarr, bien por lo que vio, bien por la simple posibilidad de que hubiera visto algo, pero de nuevo creó con él un memento mor í . A su manera, es un hombre práctico: no le importa hacer de la necesidad virtud.
Ángel no parecía muy satisfecho con la idea central del discurso de Rachel.
– Pero ¿y la forma en que la mayoría de nosotros reaccionamos ante la muerte? -preguntó-. Nos despierta deseos de vivir. Incluso nos despierta deseos de follar. -Rachel me lanzó una mirada y se concentró en sus notas-. Es decir -continuó Ángel-, ¿qué quiere ese tipo que hagamos, que dejemos de comer, de amar, porque él siente esa atracción por la muerte y considera que la otra vida será mejor?
Alcancé la ilustración de la Piet à y examiné los detalles de los cuerpos, el interior meticulosamente rotulado, y las expresiones plácidas en los rostros de la mujer y el hombre. Las caras de las víctimas del Viajante no tenían ese aspecto ni mucho menos. Estaban contraídas por el sufrimiento.
– La otra vida le trae sin cuidado -dije-. A él sólo le interesa el mal que puede hacer en ésta.
Me puse en pie y me coloqué al lado de Ángel junto a la ventana. Abajo, los perros correteaban y olfateaban por el patio. Me llegaba el olor a comida y a cerveza e imaginé que, por debajo de todo eso, percibía el olor de la humanidad misma que deambulaba alrededor.
– ¿Por qué no ha venido a por nosotros, o a por ti? -preguntó Ángel. Se dirigía a mí, pero fue Rachel quien contestó.
– Porque quiere que lo comprendamos. Todo lo que ha hecho es un intento para llevarnos a alguna parte. Todo esto es un esfuerzo por comunicarse, y nosotros somos su público. No quiere matarnos.
– Todavía… -dijo Louis en voz baja. Rachel asintió mirándome a los ojos. -Todavía -convino en un susurro.
Quedé en reunirme con Rachel y los otros en el Vaughan más tarde. En mi habitación, telefoneé a Woolrich y le dejé un mensaje en el contestador. Me devolvió la llamada al cabo de cinco minutos y dijo que nos veríamos en el Napoleon House en una hora.
Cumplió su palabra. Apareció poco antes de las diez vestido con unos pantalones de algodón de color hueso y con una chaqueta a juego colgada del brazo, que se puso en cuanto entró en el bar.
– ¿Hace frío aquí, o es sólo en la recepción?
Tenía legañas en las comisuras de los ojos y despedía un olor acre, como si no se hubiera bañado hacía tiempo. Ya no era el hombre con aplomo que yo recordaba del apartamento de Jenny Orbach, capaz de arrebatar el control de la situación a un grupo de policías vagamente hostiles. Ahora se le veía más viejo, más vacilante. Llevarse los papeles de Rachel tal como había hecho no era propio de él; el Woolrich de antes se los habría llevado de todos modos, pero primero los habría pedido.
Pidió una Abita para él y un agua mineral para mí.
– ¿Quieres decirme por qué has confiscado el material en el hotel?
– No lo veas como una confiscación, Bird. Considéralo un préstamo.
Tomó un sorbo de cerveza y se miró en el espejo. Aparentemente no le gustó lo que vio.
– Te bastaba con pedirlo -repliqué.
– ¿Me lo habrías dado?
– No, pero habríamos hablado de ello.
– No creo que eso le hubiera impresionado mucho a Durand. Para serte sincero, tampoco a mí me hubiera impresionado mucho.
– ¿Fue cosa de Durand? ¿Por qué? Vosotros tenéis vuestros propios especialistas en perfiles, vuestros propios agentes trabajando en esto. ¿Por qué estabais tan seguros de que podíamos aportar algo?
De pronto hizo girar el taburete y se inclinó hacia mí, acercándose tanto que olí su aliento.
– Bird, sé que quieres atrapar a ese tipo. Sé que quieres atraparlo por lo que les hizo a Susan y a Jennifer, a la vieja y a su hijo, a Florence, a Lutice Fontenot, y quizás incluso a ese capullo de Remarr. He intentado mantenerte al corriente de la investigación, y tú te has metido en el caso como si fuera un juego. Tienes a un asesino alojado en la habitación contigua; sabe Dios a qué se dedica su colega, y tu novia anda coleccionando imágenes médicas como si fueran cromos. No me has informado de nada, así que he hecho lo que tenía que hacer. ¿Crees que te escondo algo? Con toda la mierda que has removido, tienes suerte de que no te meta en un avión y te mande a Nueva York.
– Necesito saber lo que sabes -dije-. ¿Qué me ocultas de ese tipo?
Nuestras cabezas casi se rozaban. De pronto, Woolrich hizo una mueca y se echó hacia atrás.
– ¿Ocultarte? Por Dios, Bird, eres increíble. Aquí tienes un detalle: la mujer de Byron ¿quieres saber qué estudió en la Universidad? Arte. El tema de su tesis fue las representaciones del cuerpo y el arte en el Renacimiento. Cabe pensar que eso incluía esbozos médicos, que quizá de ahí sacó su ex alguna de sus ideas. -Respiró hondo y tomó un largo trago de cerveza-. Eres un cebo, Bird. Tú lo sabes y yo también. Y yo sé además otra cosa. -Hablaba con voz fría y severa-. Sé que estuviste en Metairie. Hay un tipo en el depósito de cadáveres con un orificio de bala en la cabeza, y la policía tiene los restos de una bala de Smith & Wesson de diez milímetros, extraída del mármol justo detrás de él. ¿Quieres hablarme de eso, Bird? ¿Quieres decirme si estabas solo en Metairie cuando empezó el tiroteo? -No contesté-. ¿Te la estás tirando, Bird? -preguntó a continuación.
Lo miré. No vi el menor asomo de sonrisa en sus ojos ni en sus labios. En lugar de eso, percibí hostilidad y desconfianza. Si algo necesitaba saber sobre Edward Byron y su ex esposa, tendría que averiguarlo yo mismo. Si hubiera arremetido contra él en ese momento, los dos habríamos salido gravemente perjudicados. No gasté más saliva con él, ni volví la vista atrás al salir del bar.
Fui en taxi a Bywater y me bajé frente al Vaughan's Lounge en la esquina de Dauphine con Lesseps. Pagué la entrada de cinco dólares a la puerta. Dentro, Kermit Ruffins y los Barbecue Swingers estaban absortos en una rapsodia de Nueva Orleans y había platos de alubias rojas sobre las mesas. Rachel y Ángel bailaban en torno a las mesas y las sillas en tanto que Louis observaba con una expresión de profundo sufrimiento. Cuando me acerqué, el ritmo de la música se hizo un poco más lento y Rachel tiró de mí. Bailé con ella un rato mientras me acariciaba la cara; cerré los ojos y la dejé hacer. Luego tomé un refresco y me abstraje en mis propios pensamientos hasta que Louis dejó su silla y vino a sentarse a mi lado.
– No has hablado mucho en la habitación de Rachel -dije.
Asintió.
– Son gilipolleces. Todo ese rollo, la religión, los dibujos médicos…, son sólo adornos. Y quizás él se lo cree, o quizá no. A veces no tiene nada que ver con la mortalidad, sino con la belleza del color de la carne. -Tomó un sorbo de cerveza-. Y a este tipo le gusta cruda.
De regreso en el Flaisance, acostado junto a Rachel, escuché su respiración en la oscuridad.
– He estado pensando -dijo-. Sobre nuestro asesino.
– ¿Y?
– Creo que el asesino quizá no sea un hombre.
Me acodé en la cama y la miré. Veía el blanco de sus ojos, ancho y brillante.
– ¿Por qué?
– Exactamente no lo sé. Es sólo que parece haber algo casi femenino en la sensibilidad de quien comete esos crímenes, cierta… delicadeza con la interconexión de las cosas, con sus posibilidades para el simbolismo. No estoy segura. Pienso en voz alta, pero no se trata de una sensibilidad propia del hombre moderno. Quizá me equivoque al pensar que hay algo «femenino»… Es decir, las características, la crueldad, la capacidad para imponer su fuerza, todo ello apunta a un hombre…, pero es lo más que puedo acercarme, al menos de momento. -Movió la cabeza en un gesto de incomprensión y volvió a callarse. Por fin preguntó-: ¿Estamos convirtiéndonos en pareja?
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