Lionel negó con la cabeza.
Dejé la taza en la bandeja. El café estaba frío y no lo había probado siquiera.
– ¿Cuándo piensa liquidar a Joe Bones? -pregunté.
Lionel parpadeó como si acabara de abofetearlo, y de reojo vi que Leon daba un paso al frente.
– ¿De qué demonios habla? -replicó Lionel.
– Tiene a la vista un segundo funeral, o al menos tan pronto como la policía le entregue el cadáver de su hermana. O lo celebra en la mayor intimidad, o será un hervidero de policías y periodistas. Pase lo que pase, imagino que antes intentará quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente en su casa de West Feliciana. Se lo debe a David, y en cualquier caso Joe no se quedará tranquilo hasta que usted esté muerto. Uno de los dos tratará de poner fin a esta situación.
Lionel miró a Leon.
– ¿Están limpios?
Leon asintió.
Lionel se inclinó y habló con tono intimidatorio.
– ¿Qué carajo tiene esto que ver con usted?
No me dejé amilanar. En su semblante se advertía la amenaza de violencia, pero necesitaba a Lionel Fontenot.
– ¿Está enterado de la muerte de Tony Remarr? -Lionel movió la cabeza en un gesto de asentimiento-. A Remarr lo mataron porque apareció en la casa de los Aguillard poco después del asesinato de Tante Marie y de su hijo -expliqué-. Se encontró una huella digital suya en la cama de Tante Marie, Joe Bones se enteró y ordenó a Remarr que no se dejase ver por un tiempo. Pero el asesino lo averiguó, aún no sé cómo, y creo que utilizó a su hermano como señuelo para inducir a Remarr a salir de su escondite, y así poder eliminarlo. Quiero saber qué le contó Remarr a Joe Bones.
Lionel meditó en lo que acababa de decirle y replicó:
– Y no puede acceder a Joe Bones sin mi ayuda.
A mi lado, Louis contrajo los labios. Lionel lo notó.
– Eso no es del todo cierto -contesté-. Pero si usted va a visitarlo de todos modos, podríamos acompañarle.
– El día que visite a Joe Bones, su puta casa quedará en silencio total cuando me marche -musitó Lionel.
– Usted haga lo que tenga que hacer -respondí-. Pero necesito a Joe Bones vivo. Durante un rato.
Lionel se levantó y se abrochó el cuello de la camisa. Sacó una corbata de seda ancha y negra del bolsillo de la chaqueta, se la puso y utilizó su reflejo en la ventana para retocarse el nudo.
– ¿Dónde se aloja? -preguntó.
Se lo dije y di a Leon mi número de teléfono.
– Estaremos en contacto, ya veremos -añadió Lionel-. No vuelva a venir por aquí.
La conversación parecía haber concluido. Louis y yo estábamos casi en el coche cuando Lionel habló de nuevo. Se puso la chaqueta, se arregló el cuello y se alisó las solapas.
– Una cosa más -dijo-. Sé que Morphy, del distrito de St. Martin, estaba presente cuando encontraron a Lutice. ¿Tiene amigos policías?
– Sí, y también tengo amigos en el FBI. ¿Algún problema?
Desvió la mirada.
– No, siempre y cuando usted no lo convierta en un problema. Si lo hace, usted y su amigo servirán de comida a los cangrejos.
Louis jugó con la radio del coche hasta encontrar una emisora que ponía a Dr. John de manera ininterrumpida.
– Esto sí que es música, ¿eh? -comentó.
La música saltó con escasa fluidez de Makin' Whoopee a Gris Gris Gumbo Ya-Ya y el gruñido gutural de John llenó el coche. Louis volvió a cambiar de una emisora preseleccionada a otra hasta que dio con una de country que ensartaba tres temas consecutivos de Garth Brooks.
– Oye -dije-, no tenéis por qué quedaros aquí si no queréis. Las cosas podrían complicarse, o Woolrich y los federales podrían decidir complicártelas. -Sabía que Louis estaba «semirretirado», como lo planteaba Ángel diplomáticamente. El dinero, por lo visto, no era ya su objetivo. El «semi» indicaba que eso había dado paso a otras motivaciones, pero yo ignoraba cuáles eran.
Miró por la ventanilla, no a mí.
– ¿Sabes por qué estamos aquí?
– No muy bien. Os lo pedí, pero no estaba seguro de que vinieseis.
– Vinimos porque estamos en deuda contigo, porque tú cuidarías de nosotros si lo necesitáramos, y porque alguien tiene que cuidar de ti después de lo que les pasó a tu mujer y a tu hija. Además, Ángel piensa que eres buena persona. Quizá yo también lo pienso, y quizá pienso que lo que atajaste al acabar con aquella bruja, Adelaide Modine, lo que intentas atajar aquí, son cosas que deben atajarse. ¿Entiendes?
Resultaba extraño oírlo hablar así, extraño y conmovedor.
– Creo que sí -contesté en voz baja-. Gracias.
– ¿Vas a atajar esto? -preguntó.
– Eso espero. Sin embargo, se nos escapa algo, un detalle, una pauta de conducta, algo.
Seguía entreviendo la solución de manera imprecisa y fugaz, como una rata al pasar bajo las farolas de una calle. Necesitaba más información sobre Edward Byron. Necesitaba hablar con Woolrich.
Rachel salió a recibirnos al vestíbulo del Flaisance. Supuse que había estado atenta a la llegada del coche. A su lado, Ángel comía con actitud indolente una salchicha gigante, como el extremo ancho de un bate de béisbol, con cebolla, chile y mostaza.
– Ha venido el FBI -dijo Rachel-. Tu amigo Woolrich los acompañaba. Traían una orden de registro. Se lo han llevado todo: mis notas, las ilustraciones, todo lo que han encontrado.
Con ella al frente, fuimos a su habitación. Habían arrancado las hojas de las paredes. Incluso mi diagrama había desaparecido.
– También han registrado nuestra habitación -comentó Ángel a Louis-. Y la de Bird -añadió. Di un respingo al recordar la caja con las armas. Ángel lo notó-. Nos deshicimos de ella en cuanto tu amigo del FBI se fijó en Louis. Están en una consigna en Bayonne. Los dos tenemos llave.
Mientras seguíamos a Rachel a su habitación, había advertido que estaba más indignada que alterada.
– ¿Me he perdido algo?
Ella sonrió.
– He dicho que se han llevado todo lo que han encontrado. Ángel los ha visto venir. He escondido parte de las notas en la cintura de los vaqueros, bajo la blusa. Ángel se ha encargado de casi todo lo demás.
Sacó un pequeño fajo de papeles de debajo de la cama y los señaló con ademán triunfal. Tenía uno en la mano, aparte del resto. Estaba plegado por la mitad.
– Posiblemente te interese ver esto -dijo y me entregó el papel.
Lo desdoblé y sentí una punzada en el pecho. Era una ilustración y representaba a una mujer desnuda sentada en una silla. La habían abierto en canal desde el cuello hasta el pubis y la piel desollada de cada lado colgaba sobre los brazos como los pliegues de un camisón. Sobre su regazo yacía un joven, abierto de manera similar pero con un hueco allí donde habían extraído el estómago y otros órganos internos. Excepto por los detalles de la disección y la diferencia de sexo de una de las víctimas, en esencia el dibujo se asemejaba mucho a como habían quedado Jennifer y Susan.
– Es la Pietà de Estienne -explicó Rachel-. Es muy críptico, y por eso he tardado tanto en localizarlo. Incluso en su época se consideró excesivamente explícito y, más aún, blasfemo. Recordaba demasiado a la figura de Jesucristo muerto en brazos de María para ser del agrado de las autoridades eclesiásticas. Estienne estuvo a punto de quemarlo. -Me quitó la ilustración de las manos, la observó con tristeza y luego la dejó en la cama con los demás papeles-. Ahora sé qué está haciendo ese hombre. Está creando memento mori, calaveras. -Se sentó en el borde de la cama y entrelazó las manos bajo la barbilla, como si rezase-. Nos está dando lecciones de mortalidad.
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