A la mañana siguiente los restos de la chica yacían en una mesa metálica, en postura fetal a causa de la estrechez del barril, como para protegerse hasta la eternidad. Por instrucciones del FBI, la habían trasladado a Nueva Orleans, donde la habían pesado y medido, habían hecho radiografías y le habían tomado las huellas digitales. Se había examinado la bolsa dentro de la cual había llegado de Honey Island en busca de residuos que pudieran haberse desprendido del cuerpo durante el traslado.
Las baldosas limpias, las relucientes mesas metálicas, el resplandeciente instrumental médico, las luces blancas del techo, todo ello parecía demasiado áspero, demasiado implacable en su cometido de exponer, examinar, revelar. Después de los horrores sufridos en los momentos finales de su vida, era como una última indignidad exhibirla en la esterilidad de aquella sala, ante aquellos hombres que la miraban. Una parte de mí deseó cubrirla con una mortaja y llevarla con cuidado, con delicadeza, a una fosa oscura junto a una corriente de agua, donde verdes árboles dieran sombra a la tierra bajo la que reposaría y donde nadie volvería a perturbar su paz.
Pero otra parte de mí, la parte racional, sabía que ella merecía un nombre, que necesitaba una identidad para poner fin al anonimato de su sufrimiento y, quizá, para estrechar el cerco en torno al hombre que la había reducido a aquello. Así pues, cuando el forense y sus ayudantes entraron vistiendo batas blancas, con sus cintas, sus bisturíes y sus manos enguantadas, retrocedimos.
La pelvis es el rasgo diferenciador entre los esqueletos de hombres y los de mujeres más fácilmente reconocible. La cavidad ciática situada tras el hueso innominado -que consta de la cadera, el isquion, el ilion y el pubis- es más ancha en la mujer, con un ángulo sub-púbico equivalente poco más o menos al que forman el pulgar y el índice. La salida pélvica es también más amplia en la mujer, pero las articulaciones del muslo son menores y el sacro más ancho.
Incluso el cráneo femenino es distinto del masculino, un reflejo en miniatura de las diferencias físicas entre los dos sexos. El cráneo de la mujer es tan suave y redondeado como su pecho, y más pequeño que el masculino; la frente sobresale más y es más redondeada; las cuencas de los ojos también sobresalen más y el contorno es menos anguloso; el maxilar, el paladar y los dientes son más pequeños.
El esqueleto que teníamos ante nosotros cumplía las características craneales y pélvicas generales que rigen el cuerpo femenino. Para calcular la edad en el momento de la muerte se examinaron los centros de osificación o las áreas de formación de hueso, así como los dientes. El fémur de la chica se hallaba casi completamente soldado en el extremo, pero sólo se advertía unión parcial de la clavícula en lo alto del esternón. Tras el examen de las suturas del cráneo, el forense calculó la edad alrededor de veintiuno o veintidós años. Tenía marcas en la frente, la base de la mandíbula y el pómulo izquierdo, allí donde el asesino había raspado el hueso al extraer la cara.
Se registraron sus huellas dentales, un proceso conocido como odontología forense, para contrastarlas con los datos de personas desaparecidas, y se tomaron muestras de médula ósea y cabello con vistas a una posible identificación a través del ADN. A continuación, Woolrich, Morphy y yo observamos cómo se llevaban los restos en una camilla cubiertos con un plástico. Cruzamos unas palabras antes de separarnos pero, para ser sincero, no recuerdo qué dijimos. No se me quitaban de la cabeza ni la chica ni el ruido del agua.
Si no era posible identificarla mediante el ADN y las huellas dentales, Woolrich consideraba que la reconstrucción facial podía resultar útil, para lo cual se utilizaría un láser reflejado desde el interior del cráneo que establecería el contorno, cosa que a su vez podía compararse con un cráneo conocido de dimensiones análogas. Decidió ponerse en contacto con Quantico para organizar los preparativos iniciales en cuanto tuviera tiempo de lavarse y tomarse un café.
Pero la reconstrucción facial no fue necesaria. Se tardó menos de dos horas en identificar el cuerpo de la joven del pantano. Pese a que llevaba casi siete meses sumergida en aquellas oscuras aguas, su desaparición se había denunciado hacía sólo tres meses.
Se llamaba Lutice Fontenot. Era la hermanastra de Lionel Fontenot.
El complejo residencial de los Fontenot se encontraba a ocho kilómetros al este de Delacroix. Se accedía por una carretera particular elevada, recién construida, que serpenteaba a través de los pantanos y árboles putrefactos hasta llegar a una zona que se había deforestado y ahora era sólo tierra oscura. Una cerca alta, coronada con alambre de espino, rodeaba la finca de alrededor de una hectárea, en el centro de la cual se alzaba un edificio de hormigón de una sola planta en forma de herradura. En el aparcamiento de cemento situado a lo largo de las alas del edificio había estacionados en fila un descapotable y tres Explorers negros. Al fondo había una casa más antigua, una vivienda corriente de madera de un solo piso, con un porche y lo que parecía una serie de habitaciones comunicadas entre sí. Cuando detuve el Taurus de alquiler ante la verja del complejo, con Louis en el asiento contiguo, dio la impresión de que no había nadie. Rachel se había llevado el otro coche de alquiler para hacer una última visita a la Universidad de Loyola.
– Quizá deberíamos haber telefoneado antes -comenté mientras contemplaba el silencioso complejo.
Junto a mí, Louis se llevó poco a poco las manos a la cabeza y señaló al frente con el mentón. Ante nosotros dos hombres, vestidos con vaqueros y camisas descoloridas, nos apuntaban con sus Heckler & Koch HK53 de culatas replegadas. Vi a otros dos por el retrovisor y a un quinto, con un hacha en el cinturón, frente a la ventanilla del pasajero. Eran hombres duros y curtidos, algunos de ellos con barbas ya canosas. Llevaban las botas embarradas y tenían las manos como los trabajadores manuales, con alguna que otra cicatriz.
Observé a un hombre de estatura media, vestido con camisa tejana, vaqueros y botas de trabajo, que venía hacia la verja desde el edificio principal. Al llegar a la verja, en lugar de abrirla, nos observó a través de los barrotes. En algún momento de su vida se había quemado: tenía profundas cicatrices en el lado derecho de la cara, el ojo derecho inútil, y el pelo no había vuelto a salirle en esa parte de la cabeza. Un pliegue de piel le caía sobre el ojo ciego y, cuando habló, lo hizo por el lado izquierdo de la boca.
– ¿A qué ha venido? -Tenía un marcado acento: cajún de pura cepa.
– Me llamo Charlie Parker -contesté a través de la ventanilla-. He venido a ver a Lionel Fontenot.
– ¿Quién es ése? -señaló a Louis con el dedo.
– Count Basie -dije-. El resto de la banda no ha llegado a tiempo.
El guaperas no esbozó una sonrisa, ni siquiera media sonrisa.
– Lionel no quiere ver a nadie. Mueva el culo y piérdase, o acabará mal. -Se dio media vuelta y regresó hacia el complejo.
– Eh -dije-. ¿Aún no han hecho el recuento de matones de Joe Bones caídos en Metairie?
Se detuvo y se volvió hacia nosotros. -¿Qué dice? -Reaccionó como si hubiera insultado a su hermana.
– Imagino que tienen dos cadáveres en Metairie que nadie puede atribuirse. Si hay una recompensa, vengo a reclamarla.
Pareció pensar en ello durante un momento y dijo por fin:
– ¿Es un chiste? Si lo es, no le veo la gracia.
– ¿No le ve la gracia? -repetí, con tono más hostil. Parpadeó con el ojo izquierdo, y una H & K apareció a cinco centímetros de mi nariz. Por el olor, parecía que la habían usado recientemente-. A lo mejor esto le parece más gracioso: soy quien sacó a Lutice Fontenot del fondo del pantano de Honey Island. Dígaselo a Lionel, y veremos si se ríe.
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