John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Ángel vestía sus habituales vaqueros y zapatillas de deporte gastadas, una cazadora de tela y una camiseta con Duke, el personaje de los cómics de Doonesbury, y el lema muerte antes que inconsciencia. Louis llevaba unas botas de piel de cocodrilo, unos Levis negros y una camisa blanca sin cuello de Liz Claiborne.

– Hemos venido a ver cómo estabais -dijo Ángel sin dejar de lanzar nerviosas miradas al caimán después de que le presentara a Morphy. Llevaba un paquete de bollos en la mano.

– Nuestro amigo se pondrá nervioso si te ve calzado con uno de sus parientes, Louis -comenté.

Louis hizo un gesto de desdén y se acercó al borde del agua.

– ¿Hay algún problema? -preguntó por fin.

– Estábamos buceando cuando ha aparecido el Lagarto Juancho y hemos tenido que dejarlo -expliqué.

Louis hizo otro gesto de desdén.

– Mmm -dijo. Acto seguido, desenfundó su SIG y le voló al caimán la punta de la cola. El reptil se sacudió de dolor y el agua se tiñó de rojo en torno a él. Luego dio media vuelta y se alejó por la laguna dejando una estela de sangre-. Deberíais haberlo matado.

– Dejemos el tema -respondí-. Caballeros, a remangarse, vamos a necesitar ayuda.

Yo aún llevaba puesto el traje de neopreno, así que me ofrecí a bucear.

– ¿Intentas demostrarme que no eres un gallina? -preguntó Morphy con una sonrisa.

– No -contesté mientras él desamarraba el bote-. Intento demostrármelo a mí mismo.

Remamos hasta la cuerda y allí me sumergí con el garfio y las cadenas, mientras en la superficie esperaban Ángel y Morphy; éste había echado mano de su arma por si volvía a aparecer el caimán. Louis nos acompañó en el otro bote. El petróleo había formado una espesa capa negra en la superficie y flotaba debajo en suspensión. Los barriles se habían dispersado al caer el de arriba. Examiné el barril perforado con la linterna, pero aparentemente sólo contenía el petróleo que quedaba dentro.

Sujetar el barril e izarlo fue, en cada ocasión, una tarea ardua, pero con dos botes era posible trasladarlos a la orilla de dos en dos. Probablemente existía una manera más fácil de hacerlo, pero no se nos ocurrió.

El sol se ponía y el agua adquiría una tonalidad dorada cuando la encontramos.

43

Ahora creo que cuando toqué el barril por primera vez para sujetar las cadenas algo me recorrió el cuerpo y me oprimió el estómago como un puño. Noté una sacudida. La hoja de un cuchillo brilló ante mis ojos y un surtidor de sangre tiñó las profundidades, o quizá fuera simplemente la puesta de sol sobre el agua reflejada en mis gafas. Cerré los ojos por un instante y percibí movimiento alrededor; no era sólo el agua de la laguna o los peces que habitaban en ella, sino la presencia de otro nadador que se enroscaba en torno a mi cuerpo y mis piernas. Me pareció sentir el roce de su pelo en la mejilla, pero cuando alargué la mano, sólo encontré entre mis dedos hierba del pantano.

El barril pesaba más que los otros porque estaba lastrado, como más tarde descubrimos, con ladrillos limpiamente partidos por la mitad. Iba a ser necesario el esfuerzo conjunto de Morphy y Ángel para levantarlo.

– Es ella -dije a Morphy-. La hemos encontrado.

A continuación me sumergí de nuevo hasta el barril y fui guiándolo lentamente entre las rocas y troncos de árbol del fondo mientras ascendía. Todos manipulamos aquel barril con más delicadeza que los otros, como si dentro la chica sólo estuviera dormida y no quisiéramos molestarla, como si no llevara tiempo descompuesta, sino que la hubieran metido allí no hacía más de un día. En la orilla, Ángel empuñó la palanca y la aplicó con cuidado al borde de la tapa, pero ésta no cedió. La examinó con detenimiento.

– Está sellada -dijo. Raspó con la palanca la superficie del barril y observó la marca que había dejado-. Además, el barril ha sido tratado con algún producto, porque se conserva en mejor estado que los otros.

Era cierto. El barril apenas se había oxidado y la flor de lis del costado seguía tan nítida y brillante como si la hubieran pintado hacía sólo dos días.

Reflexioné un momento. Podíamos utilizar la sierra de cadena para cortar la tapa, pero, si yo no me equivocaba y la chica estaba dentro, no quería dañar los restos. También podíamos solicitar ayuda a la policía local, incluso a los federales. Lo propuse, más por obligación que porque ése fuese mi deseo, pero incluso Morphy lo descartó. Quizá porque le preocupaba el bochorno que le causaría si el barril estaba vacío, pero cuando lo miré a los ojos, comprendí que no era eso. Quería que nos ocupáramos nosotros en la medida de lo posible.

Al final, tanteamos el barril dando ligeros golpes a lo largo con el hacha. Por los diferentes sonidos, juzgamos dónde era más seguro cortar. Con sumo cuidado, Morphy hizo una incisión cerca del extremo sellado del barril y, combinando la sierra y la palanca, abrimos casi media circunferencia. Luego la levantamos con la palanca y alumbramos el interior con una linterna.

La piel y la carne habían desaparecido casi por completo y quedaba poco más que huesos y jirones de tela. La habían metido de cabeza y luego le habían roto las piernas para encajarla. Al iluminar el fondo del barril vislumbré unos dientes y mechones de pelo. Permanecimos en silencio junto a ella, rodeados por el agua que lamía la orilla y por los sonidos del pantano.

Regresé al Flaisance ya entrada la noche. Mientras esperábamos a la policía de Slidell y a la guardia forestal, Ángel y Louis se marcharon con el consentimiento de Morphy. Yo me quedé para prestar declaración y respaldar la versión de Morphy de lo ocurrido. Por consejo suyo, las autoridades locales avisaron al FBI. Yo no esperé su llegada. Si Woolrich quería hablar conmigo, sabía dónde encontrarme.

Cuando pasé por delante de la habitación de Rachel, la luz aún estaba encendida, así que llamé. Abrió la puerta vestida con un camisón rosa de Calvin Klein que le llegaba a la altura de medio muslo.

– Ángel me lo ha contado -dijo a la vez que abría más la puerta para dejarme entrar-. Pobre chica.

Me abrazó y luego fue al cuarto de baño para abrirme la ducha. Me quedé allí durante largo rato, con las manos contra los azulejos, dejando que el agua me corriera por la cabeza y la espalda.

Después de secarme, me ceñí la toalla a la cintura. Al salir, Rachel estaba sentada en la cama hojeando sus papeles. Me miró con un ojo enarcado.

– ¡Qué pudoroso! -dijo con una pequeña sonrisa.

Me senté en el borde de la cama y ella me rodeó con los brazos por detrás. Noté su mejilla y su cálido aliento en la espalda.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté.

Se estrechó contra mí un poco más todavía.

– Bien, creo.

Me obligó a volverme para mirarla a la cara. Se arrodilló en la cama ante mí, con las manos cogidas entre las piernas, y se mordió el labio. A continuación alargó el brazo y me acarició el pelo con suavidad, casi vacilante.

– Pensaba que a vosotros los psicólogos se os daban bien estas situaciones -comenté.

Rachel se encogió de hombros.

– Yo me siento tan confusa como cualquier otro, sólo que conozco la terminología para describir mi confusión -suspiró-. Oye, en cuanto a lo que pasó ayer…, no quiero presionarte. Sé lo difícil que es esto para ti, por Susan y…

Le toqué la mejilla con la mano y le froté los labios suavemente con el pulgar. Luego la besé y noté abrirse su boca ante la mía. Quería abrazarla, amarla, alejar la visión de la chica muerta.

– Gracias -dije con los labios aún contra los suyos-, pero sé lo que hago.

– Bueno -repuso a la vez que se tendía lentamente en la cama-, al menos uno de los dos lo sabe.

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