– La construyó un francés en 1888 -explicó-. Sabía lo que hacía. Está orientada en dirección este-oeste y la fachada principal da al sur. -Señaló las líneas del edificio mientras hablaba-. La diseñó tal como los europeos diseñaban sus casas, de manera que en invierno el sol, en su ángulo inferior, calentara el edificio. En verano el sol sólo lo iluminaba a primera hora de la mañana y a última de la tarde. La mayoría de las casas americanas no se construyen así; simplemente las plantan donde les apetece, lanzan un palo al aire y ven donde cae. El bajo coste de la energía nos tenía mal acostumbrados. De pronto vinieron los árabes y subieron los precios del petróleo y la gente empezó a replantearse la disposición de las casas. -Sonrió-. Aunque no sé de qué demonios sirve aquí una casa con orientación este-oeste. En cualquier caso, el sol pega todo el santo día.
Cuando acabó de ducharse, nos sentamos a la mesa en la cocina y hablamos mientras Angie guisaba. Angie, una mujer esbelta y de piel oscura, con una melena de color caoba que le caía por la espalda, medía casi treinta centímetros menos que su marido. Era profesora de enseñanza primaria, y en su tiempo libre pintaba un poco. Sus lienzos, oscuros cuadros impresionistas centrados en el agua y el cielo, adornaban las paredes de la casa.
Morphy bebió una cerveza Breaux Bridge, y yo un refresco. Angie se tomó una copa de vino blanco mientras hacía la comida. Cortó cuatro pechugas de pollo en unos dieciséis trozos y los dejó a un lado mientras se disponía a preparar el roux.
El gumbo cajún se elabora con roux, una salsa espesante, como base. Angie echó aceite de cacahuete en una sartén de hierro fundido puesta sobre un fuego vivo, añadió igual cantidad de harina y lo removió continuamente con un batidor para que no se quemara; gradualmente el roux pasó de amarillo claro a beige, luego a color caoba y al final a chocolate oscuro. En ese punto lo retiró del fuego y dejó que se enfriara sin parar de revolver.
Observados por Morphy, la ayudé a cortar los tres ingredientes básicos, cebolla, pimiento y apio, y miré cómo los rehogaba en aceite. Añadió un aliño de tomillo y orégano, paprika y cayena, cebolla y sal de ajo, y luego echó gruesos trozos de chorizo. Agregó el pollo y más especias, y el aroma fue impregnando el aire. Al cabo de media hora sirvió arroz blanco con un cucharón y vertió encima el delicioso gumbo. Comimos en silencio, saboreando cada bocado.
Cuando terminamos de lavar y secar los platos, Angie se despidió y fue a acostarse. Morphy y yo nos quedamos en la cocina. Le hablé de Raymond Aguillard y de que éste estaba convencido de haber visto la figura de una chica en Honey Island. Le hablé de los sueños de Tante Marie y de mi presentimiento de que, de algún modo, la muerte de David Fontenot en Honey Island podía guardar relación con la chica.
Morphy permaneció callado durante un largo rato. No se rió con desdén de las visiones de fantasmas, ni de que la anciana tuviera el convencimiento de que las voces que oía eran reales. En lugar de eso, se limitó a preguntar:
– ¿Estás seguro de que sabes dónde está ese sitio?
Asentí con la cabeza.
– En ese caso lo intentaremos. Mañana tengo fiesta, así que mejor que te quedes aquí a dormir. Hay una habitación libre.
Telefoneé a Rachel al Flaisance y le conté lo que me proponía hacer al día siguiente y en qué parte de Honey Island estaríamos. Dijo que se lo comunicaría a Ángel y a Louis, y que se encontraba un poco mejor después de haber dormido. Recuperarse de la muerte del hombre de Joe Bones iba a costarle mucho tiempo.
Era temprano, alrededor de las siete menos diez, cuando nos preparamos para salir. Morphy calzaba unas pesadas botas de trabajo Caterpillar con puntera de acero, unos vaqueros viejos y una sudadera sin mangas sobre una camiseta de manga larga. La sudadera estaba salpicada de pintura y los vaqueros manchados de alquitrán. Llevaba la cabeza recién afeitada y olía a loción de hamamélide de Virginia.
Mientras tomábamos café con unas tostadas en la galería, Angie apareció vestida con una bata blanca y frotó el limpio cuero cabelludo de su marido; sonriéndole, se sentó a su lado. Morphy hizo ver que aquello lo sacaba de quicio, pero se derretía al menor contacto con ella. Cuando nos levantamos para marcharnos, la besó intensamente a la vez que hundía los dedos de su mano derecha en el cabello de ella. Angie se puso en pie instintivamente para abrazarlo, pero él se apartó riendo, y ella se ruborizó. Entonces me fijé en la hinchazón de su vientre: no estaba de más de cinco meses, supuse. Cuando cruzamos la franja de césped que se extendía ante la casa, salió a la galería y, con el peso del cuerpo apoyado en una cadera y la bata agitada por una suave brisa, observó a su marido mientras partía.
– ¿Llevas mucho tiempo casado? -pregunté mientras nos dirigíamos hacia un cipresal que impedía ver la casa desde la carretera.
– Hará dos años en enero. Soy un hombre feliz. No creía que llegara a serlo jamás, pero esta chica ha cambiado mi vida -contestó. Hablaba sin empacho y lo reconoció con una sonrisa.
– ¿Cuándo nacerá el bebé?
Volvió a sonreír.
– A finales de diciembre. Los chicos organizaron una fiesta en mi honor cuando se enteraron, para celebrar el hecho de que hubiera dado en el blanco.
En el cipresal había aparcada una furgoneta Ford que llevaba enganchado un remolque con una ancha embarcación de aluminio de fondo plano cubierta por una lona; el motor estaba ladeado hacia adelante para que quedara apoyado en el armazón.
– El hermano de Toussaint vino a traerlo ayer ya entrada la noche -explicó-. Pesca en sus ratos libres.
– ¿Dónde está Toussaint?
– En cama, con una intoxicación. Comió camarones en mal estado, o al menos eso dice. Personalmente, pienso que es tan perezoso que no está dispuesto a renunciar a pasarse la mañana durmiendo.
En la parte trasera de la furgoneta, bajo otra lona, había un hacha, una sierra de cadena, dos trozos largos de cadena, una resistente cuerda de nailon y una nevera. También había un traje de neopreno y una gafas de submarinismo, un par de linternas sumergibles y dos botellas de oxígeno. Morphy añadió un termo lleno de café, botellas de agua, dos barras de pan y cuatro pechugas de pollo rebozadas, todo ello en una bolsa impermeable, y luego se sentó tras el volante de la furgoneta y arrancó. La furgoneta echó bocanadas de humo y traqueteó un poco, pero el motor sonaba bien y parecía potente. Me monté a su lado y nos dirigimos hacia Honey Island con una cinta de Clifton Chenier en el maltrecho aparato de música de la furgoneta.
Entramos en la reserva natural por Slidell, una serie de galerías comerciales, restaurantes de comida rápida y chinos en la orilla norte del lago Pontchartrain, que debía su nombre al senador demócrata John Slidell. En las elecciones federales de 1844, Slidell organizó en dos barcos de vapor el traslado de un grupo de votantes irlandeses y alemanes desde Nueva Orleans hasta el distrito de Plaquemines para votar. En eso no hubo nada ilegal; lo ilegal fue permitir que votaran en todos los demás colegios electorales del camino.
Una bruma pendía aún sobre el agua y los árboles cuando, junto a una serie de ruinosas cabañas de pesca que flotaban cerca de la orilla, descargamos el bote en el centro forestal del río Pearl, luego cogimos las cadenas, la cuerda, la sierra, el equipo de submarinismo y la comida. En un árbol cercano, los primeros rayos de sol iluminaron los hilos de una enorme e intrincada telaraña, en el centro de la cual permanecía, inmóvil, una araña dorada. A continuación, mientras el ruido del motor se mezclaba con el zumbido de los insectos y los trinos de los pájaros, nos adentramos en el Pearl.
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