John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Hice lo que pude. Busqué los expedientes de Vanee y copié las transcripciones del interrogatorio por el asesinato de Utica y otros percances similares. Copié detalladamente las pruebas reunidas contra él y la declaración de una testigo presencial que se retractó cuando Vanee la llamó por teléfono y la amenazó con follárselos a ella y a sus hijos hasta que muriesen si atestiguaba contra él. A continuación viajé a Rikers.

Hablé con Vanee a través de un panel transparente. Se había tatuado en tinta china otra lágrima bajo el ojo izquierdo, con lo cual el número total de lágrimas tatuadas ascendía a tres, y cada una representaba una de las vidas que había quitado. En el nacimiento de su cuello se veía la silueta de una araña. Le hablé en susurros durante unos diez minutos, le advertí que si le ocurría algo a Ángel, cualquier cosa, me encargaría de que todos los presos de aquella cárcel se enteraran de que estaba a un paso de ser acusado de homicidio sexual, y de que las víctimas eran ancianas indefensas. A Vanee le quedaban por cumplir cinco años antes de poder aspirar a la libertad condicional. Si los otros internos descubrían las sospechas que recaían sobre él, algunos se asegurarían de que tuviera que pasar cinco años en aislamiento para evitar la muerte. Aun así, tendría que examinar a diario su comida en busca de cristal pulverizado, y rezar para que la atención del carcelero no se extraviara ni por un instante cuando lo escoltaran al patio para su hora de recreo o cuando lo llevaran al médico de la cárcel el día que el estrés empezara a pasarle factura a su salud.

Incluso sabiendo todo esto, dos días después de nuestra conversación intentó castrar a Ángel con un pincho improvisado. Ángel se salvó sólo gracias a la fuerza con que arremetió con el talón contra la rodilla de Vance, pero aun así necesitó veinte puntos de sutura entre el vientre y el muslo, porque Vance le lanzó un tajo a la desesperada mientras caía al suelo.

A la mañana siguiente, a Vanee le atacaron en las duchas. Unos agresores no identificados lo sujetaron, utilizaron una llave inglesa para mantenerle la boca abierta y vertieron por su garganta agua mezclada con detergente. El veneno hizo estragos en sus entrañas, le destrozó el estómago y casi le costó la vida. Durante el resto de sus días en la cárcel fue la mínima expresión de un hombre, sacudido por intensos dolores en el vientre que lo hacían aullar por las noches. Aquello sólo había requerido una llamada telefónica. También vivía con eso en mi conciencia.

Cuando lo pusieron en libertad, Ángel se lió con Louis. Ni siquiera sé cómo llegaron a conocerse exactamente aquellos dos seres solitarios, pero ya llevaban juntos seis años. Ángel necesitaba a Louis, y Louis, a su manera, también necesitaba a Ángel, pero a veces yo pensaba que el equilibrio de la relación dependía de Ángel. Hombres y hombres, hombres y mujeres, sea cual sea la combinación, al final una de las dos partes tiene unos sentimientos más profundos que la otra y, normalmente, es esa parte la que más sufre.

Resultó que no habían averiguado gran cosa de Stacey Byron. La policía vigilaba la casa por delante, pero Louis y Ángel, éste vestido con el único traje que tenía, habían entrado por detrás. Louis había mostrado fugazmente su carnet del gimnasio y su sonrisa al mismo tiempo que le explicaba a la señora Byron que sólo llevaban a cabo un registro de rutina en el jardín, y se pasaron una hora hablando con ella de su ex marido, sobre la frecuencia con que Louis hacía ejercicio, y al final sobre si se había acostado alguna vez con una mujer blanca. Fue en ese punto cuando Ángel empezó a indignarse.

– Dice que no lo ha visto desde hace cuatro meses -informó Louis-. Que la última vez que lo vio, apenas le contó nada, sólo se interesó por su salud y la de los niños y recogió ropa vieja del desván. Según parece, llevaba una bolsa de plástico de un supermercado de Opelousas y los federales han concentrado su búsqueda allí.

– ¿Sabe por qué lo buscan los federales?

– No. Le han dicho que quizás él podía facilitarles información sobre ciertos delitos sin resolver. Pero no es tonta, y le he contado un poco más para ver si mordía el anzuelo. Parece que a él siempre le ha interesado la medicina; por lo visto, en otro tiempo tuvo ambiciones de ser médico, aunque no tenía estudios ni para podar árboles.

– ¿Le has preguntado si, en su opinión, era capaz de matar?

– No ha sido necesario. Según ha confesado, una vez la amenazó de muerte cuando discutían las condiciones del divorcio.

– ¿Recuerda qué le dijo?

Louis movió la cabeza una sola vez en un largo gesto de asentimiento.

– Ajá. Le dijo que le arrancaría la puta cara.

Ángel y Louis se separaron sin haber resuelto sus diferencias; Ángel se retiró a la habitación de Rachel mientras Louis se quedaba sentado en el balcón de la suya atento a los sonidos y olores de Nueva Orleans, no todos ellos agradables.

– Estaba pensando en salir a comer algo -comentó-. ¿Te apetece?

Me sorprendió. Supuse que quería hablar, pero yo nunca había estado con Louis sin que Ángel se encontrara presente.

Fui a ver cómo seguía Rachel. La cama estaba vacía y oí el agua de la ducha. Llamé suavemente a la puerta.

– Está abierto -contestó ella.

Cuando entré, se había tapado con la cortina de la ducha.

– Te favorece -dije-. Este año se lleva el plástico trasparente.

El sueño le había servido de poco. Aún tenía ojeras y se la veía nerviosa. Intentó sonreír sin convicción, pero fue más una mueca de dolor que otra cosa.

– ¿Te apetece salir a comer?

– No tengo hambre. Voy a trabajar un rato. Luego me tomaré un par de somníferos y trataré de dormir sin soñar.

Le dije que Louis y yo íbamos a salir y después fui a comunicárselo a Ángel. Lo encontré hojeando las notas de Rachel. Señaló mi diagrama en la pared de la habitación.

– Hay muchos huecos.

– Me falta averiguar un par de detalles.

– Como quién lo hizo y por qué. -Me dirigió una sonrisa irónica.

– Sí, pero procuro no obsesionarme demasiado con cuestiones menores. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza.

– Creo que todo este asunto me está sacando de quicio, sólo eso. -Abarcó con un ademán las ilustraciones de la pared.

– Louis y yo vamos a salir a comer. ¿Vienes?

– No, sería un estorbo. Puedes quedarte con él.

– Mañana daré la mala noticia de mi despertar sexual a las modelos de Swimsuite Illustrated. Se les romperá el corazón. Cuida de Rachel, ¿quieres? Éste no ha sido uno de sus mejores días.

– Estaré en la habitación de al lado.

Louis y yo nos sentamos en la marisquería Felix, en la esquina de Bourbon con Iberville. No había demasiados turistas; en general, a éstos les atraía más la marisquería Acme, en la acera de enfrente, donde servían alubias rojas y un sabroso arroz en un recipiente que habían hecho ahuecando un pan, o un establecimiento más elegante del French Quarter como el Nola. El Felix era más corriente. A los turistas no les gusta mucho lo corriente. Al fin y al cabo, eso ya lo tienen en sus lugares de origen.

Louis pidió unas ostras y las roció con salsa picante, acompañadas de una cerveza Abita. Yo tomé patatas fritas y pollo, regados con agua mineral.

– El camarero piensa que eres un mariquita -comentó Louis mientras yo tomaba un sorbo de agua-. Si hubiera una compañía de ballet de visita en la ciudad, te abordaría para que le regalaras unas entradas.

– Ideas preconcebidas -contesté-. Tú confundes a la gente porque no te ajustas al estereotipo. Quizá deberías ser más amanerado.

Hizo una mueca y levantó la mano para pedir otra Abita. Llegó al instante. El camarero se las arreglaba perfectamente para que no nos faltara de nada sin tener que pasar más tiempo del imprescindible cerca de nuestra mesa. Otros comensales optaban por tomar la ruta panorámica para llegar a sus mesas con tal de no pasar demasiado cerca de nosotros, y aquellos que se veían obligados a ocupar las mesas contiguas parecían comer un poco más deprisa que los demás. Louis ejercía ese efecto en la gente. Parecía tener alrededor una aureola de violencia potencial, y algo más: si esa violencia estallara, no sería la primera vez.

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