John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Mi abuelo, que conocía a Daddy Helms desde la infancia y por lo general era un hombre comprensivo con quienes lo rodeaban, incluso con los delincuentes que detenía cuando era ayudante del sheriff, no veía más que maldad en él. «Antes pensaba que quizá su fealdad lo había convertido en lo que es» dijo una vez, «que su comportamiento se debía a su aspecto, que buscaba una manera de vengarse del mundo.» Estaba sentado en el porche de la casa que compartía con mi abuela, con mi madre y conmigo, la casa donde vivíamos todos desde la muerte de mi padre. El basset de mi abuelo, Doc -al que había puesto ese nombre por el cantante de country Doc Watson, sólo porque le gustaba su versión de la canción Alberta.-, yacía hecho un ovillo a sus pies; profundamente dormido, sus costillas se expandían con la respiración y, de vez en cuando, sumido en sus sueños de perro, salía de entre sus belfos un gañido.

Mi abuelo tomó un sorbo de café de una taza azul de metal y luego la dejó en el suelo. Doc se movió un poco, abrió un ojo legañoso para asegurarse de que no se perdía nada interesante y luego volvió a quedarse dormido. «Pero Daddy Helms no es así», continuó. «Daddy Helms sencillamente tiene un problema, algo que no acabo de entender. Mi única duda es qué habría hecho con su vida si no fuera tan feo. Imagino que habría llegado a presidente de Estados Unidos si se lo hubiera propuesto y si la gente hubiera soportado mirarlo, aunque se habría parecido más a Stalin que a Kennedy. No tendrías que haberte puesto en su camino, hijo. Ayer aprendiste una lección difícil, una lección difícil a manos de un hombre difícil.»

Yo había llegado de Nueva York convencido de que era todo un hombre, de que era más listo y más rápido y, si hacía falta, más duro que los tipos con quienes me tropezaría en los remotos confines de Maine. Me equivocaba. Daddy Helms me lo demostró.

Clarence Johns, un chico que vivía con su padre alcohólico cerca de Maine Mall Road, aprendió también esa lección. Clarence era afable pero estúpido, un comparsa por naturaleza. Andábamos juntos desde hacía alrededor de un año y nos dedicábamos a disparar con la escopeta de aire comprimido en las ociosas tardes de verano y a beber cerveza que robábamos del alijo de su padre. Nos aburríamos y así se lo hacíamos saber a todos, incluso a Daddy Helms.

Daddy Helms había comprado un bar viejo y ruinoso en Congress Street y poco a poco estaba transformándolo en lo que, imaginaba él, sería un establecimiento de postín. Eso ocurrió antes de que rehabilitaran la zona portuaria, antes de la llegada de las tiendas de camisetas y artesanía, del cine de arte y ensayo, y de los bares que entre las cinco y las siete de la tarde sirven cosas para picar gratis a los turistas. Quizá Daddy Helms previó lo que vendría, porque cambió todas las vidrieras del bar, puso un tejado nuevo y adquirió algunos elementos decorativos de una vieja iglesia de Belfast que había sido secularizada.

Un domingo por la tarde en que Clarence y yo nos sentíamos especialmente enfadados con el mundo, nos sentamos en la tapia de la parte trasera del bar todavía en obras de Daddy Helms y, lanzando piedras con precisión milimétrica, rompimos todas las vidrieras. Después, encontramos una cisterna abandonada y, en un último acto vandálico, la arrojamos contra la amplia vidriera en arco del fondo del local, que, según los proyectos de Daddy Helms, se extendería de un extremo a otro de la barra como un abanico.

Después de aquello, no vi a Clarence durante unos días, ni pensé en las consecuencias hasta que una noche, cuando íbamos por St. John Street con seis latas de cerveza compradas ilícitamente, tres de los hombres de Daddy Helms nos agarraron y nos llevaron a rastras hasta un Cadillac Eldorado negro. Tras esposarnos, amordazarnos con cinta adhesiva y vendarnos los ojos con harapos sucios, nos metieron en el maletero y lo cerraron. Clarence Johns y yo yacíamos uno junto al otro, y noté su acre olor a sucio, hasta que caí en la cuenta de que probablemente yo olía igual.

Pero aquel maletero no sólo apestaba a gasolina, a harapos y al sudor de dos adolescentes. Se percibía también un tufo a orina y excrementos humanos, a vómito y bilis. Era el olor del miedo a una muerte inminente, y supe, ya entonces, que en aquel Cadillac habían dado el paseo a mucha gente.

El tiempo pareció detenerse en la negrura del coche, y no habría sabido decir cuánto rato viajamos. Abrieron el maletero y oí el embate de las olas a mi izquierda y noté el salitre en el aire. Nos sacaron del maletero y nos arrastraron a través de los matorrales y por las piedras. Notaba arena bajo los pies y, a mi lado, oí que Clarence Johns empezaba a gimotear, o tal vez eran mis propios gemidos los que oía. A continuación nos tiraron a la arena boca abajó, y noté que varias manos me agarraban por la ropa y los zapatos, me arrancaron la camisa y me desnudaron de cintura para abajo. Yo empecé a dar puntapiés desesperadamente a las figuras invisibles que me rodeaban hasta que alguien me asestó un fuerte puñetazo en la zona lumbar y dejé de moverme. Me quitaron la venda de los ojos y, cuando alcé la mirada, vi a Daddy Helms de pie ante mí. A sus espaldas se dibujaba la silueta de un gran edificio: el Black Point Inn. Estábamos, pues, en Western Beach, concretamente en Prouts Neck, que formaba parte del propio Scarborough. Si hubiera podido darme la vuelta, habría visto las luces de Old Orchard Beach, pero no era capaz.

Daddy Helms sostenía la colilla de un puro en su mano deforme y me sonreía. Era una sonrisa como un destello en la hoja de un cuchillo. Vestía un traje blanco con chaleco, entre cuyos bolsillos pendía la cadena de oro de un reloj, y una pajarita de lunares roja y blanca perfectamente anudada le ceñía el cuello de la camisa blanca de algodón. Junto a mí, Clarence Johns movía los pies en la arena buscando apoyo para levantarse, pero uno de los hombres de Daddy Helms, un rubio brutal llamado Tiger Martin, plantó la suela del zapato en el pecho de Clarence y lo obligó a seguir tendido en la arena. Clarence, advertí, no estaba desnudo.

– ¿Tú eres el nieto de Bob Warren? -preguntó Daddy Helms al cabo de un rato.

Asentí con la cabeza. Pensé que iba a ahogarme. Tenía la nariz llena de arena y no conseguía llenar de aire los pulmones.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó Daddy Helms sin dejar de mirarme. Volví a asentir-. Pero es imposible que me conozcas, chico. Si me conocieras, no habrías hecho lo que hiciste. A menos que seas idiota, claro, y eso sería peor que no conocerme.

Dirigió la atención a Clarence por un momento, pero no le dijo nada. Me pareció percibir un asomo de compasión en sus ojos mientras le miraba. Éste era tonto, de eso no cabía la menor duda. Por un instante tuve la sensación de ver a Clarence con ojos nuevos, como si sólo él no formara parte de la banda de Daddy Helms y nosotros cinco nos dispusiéramos a acometer alguna atrocidad con él. Pero yo no era uno de los hombres de Daddy Helms y la idea de lo que estaba a punto de ocurrir me devolvió a la realidad. Mientras notaba la arena en contacto con mi piel observé a Tiger Martin, que se acercaba con una pesada bolsa de basura negra en los brazos. Miró a Daddy Helms, éste hizo un gesto de asentimiento y, acto seguido, Tiger Martin vació sobre mi cuerpo el contenido de la bolsa.

Era tierra, pero había algo más: percibí millares de diminutas patas sobre mí; correteaban entre el vello de mis piernas y mi pubis, exploraban los pliegues de mi cuerpo como minúsculas amantes. Las noté sobre mis párpados apretados y sacudí la cabeza con fuerza para apartarlas de mis ojos. Poco después empezaron las picaduras, pequeños alfilerazos en los brazos, los párpados, las piernas e incluso el pene, cuando las hormigas de fuego comenzaron a atacar. Se me metían por la nariz y también allí empezaron a picarme. Me retorcí y me restregué contra la arena en un intento de matar el mayor número posible, pero era como tratar de quitarme la arena grano a grano. Pataleé, rodé sobre la arena y me corrieron las lágrimas por las mejillas. De pronto, cuando tenía la impresión de que no iba a resistirlo más, una mano enguantada me agarró del tobillo y me arrastró por la arena hacia las olas. Me quitaron las esposas y me zambullí en el agua al mismo tiempo que me arrancaba la cinta adhesiva de la boca, sin tener en cuenta el dolor del tirón en los labios movido por mi deseo de frotarme y rascarme. Hundí la cabeza cuando las olas me embistieron, y, aun así, me pareció sentir finas patas deslizándose sobre mí y las últimas picaduras de los insectos antes de ahogarse. Gritaba de dolor y pánico y también lloraba. Lloraba de vergüenza y de dolor, de miedo y de rabia.

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