John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Supuse que un cuarto par de hombres de Joe Bones se había aproximado desde el sur y había iniciado el fuego. Al menos tres habían caído: los dos que habíamos matado Rachel y yo y un tercero que yacía desmadejado junto al viejo ciprés. El hombre de Fontenot había eliminado a uno de ellos antes de ser alcanzado él mismo.

Ayudé a Rachel a ponerse en pie y rápidamente la llevé hacia un panteón mugriento con la verja corroída. Golpeé la cerradura con la culata de la M 16 y cedió al instante. Rachel entró. Le di mi Smith & Wesson y le dije que se quedara allí hasta que yo volviera. A continuación, empuñando la M 16, corrí hacia el este por la parte de atrás del panteón de los Fontenot cubriéndome tras otras tumbas mientras avanzaba. Ignoraba cuántas balas quedaban en la M 16. El selector estaba fijado en ráfagas de tres balas. Según cuál fuera la capacidad del cargador, podían quedarme entre diez y veinte balas. Casi había llegado a un monumento coronado por la figura de un niño dormido cuando algo me golpeó en la nuca y caí de bruces; la M 16 se me escapó de las manos. Alguien me asestó un puntapié con todas sus fuerzas en los ríñones, y el dolor me recorrió el cuerpo hasta el hombro. Recibí otro puntapié en el estómago, que me hizo rodar hasta yacer boca arriba. Alcé la vista y vi a Ricky de pie junto a mí, los rizos serpenteantes de su pelo y su pequeña estatura en contradicción con el uniforme del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Había perdido la gorra y tenía rasguños a un lado de la cara por el impacto de esquirlas de piedra. Me apuntaba al pecho con la boca de su Steyr.

Intenté tragar saliva pero tenía la garganta contraída. Notaba el contacto de la hierba bajo las manos y el intenso dolor del costado, sensaciones de vida, existencia y supervivencia. Ricky levantó la Steyr para apuntarme a la cabeza.

– Joe Bones te manda saludos -dijo.

Apretó el gatillo en el mismo instante en que, con una sacudida, echó atrás la cabeza y arqueó la espalda. Una ráfaga, de la Steyr barrió la hierba junto a mi cabeza y Ricky cayó de rodillas y luego se desplomó de lado sobre mi pierna izquierda. Tenía un agujero rojo e irregular en la espalda de la camisa.

Detrás de él, Lionel Fontenot, aún en posición de tiro, empezaba a bajar la pistola. Tenía la mano izquierda ensangrentada y un orificio de bala en la parte superior de la manga izquierda del traje. Los dos guardaespaldas que lo flanqueaban en el cementerio corrieron hacia él desde el panteón familiar. Me lanzaron un vistazo y de inmediato centraron su atención en Fontenot. Yo oía acercarse sirenas por el oeste.

– Ha escapado uno, Lionel -dijo uno de los guardaespaldas-. Los demás están muertos.

– ¿Y nuestra gente?

– Tres muertos, como mínimo, y muchos más heridos.

A mi lado, Ricky se sacudió un poco y agitó débilmente la mano. Noté el movimiento de su cuerpo contra mi pierna. Lionel Fontenot se aproximó y por un momento quedó inmóvil junto a él antes de dispararle una sola vez en la nuca. Me dirigió una mirada de curiosidad y luego agarró la M 16 y se la lanzó a uno de sus hombres.

– Ahora id a socorrer a los heridos -ordenó. Se sujetó el brazo herido con la mano derecha y volvió al panteón de los Fontenot.

Me dolían las costillas cuando, después de quitarme el cadáver de Ricky de encima de la pierna, regresé al lugar donde había dejado a Rachel. Me acerqué con cuidado, recordando que le había dejado la Smith & Wesson. Al llegar a la tumba, Rachel no estaba.

La encontré a unos cincuenta metros, en cuclillas al lado del cuerpo de una joven que apenas pasaba de veinte años. Cuando me aproximaba, Rachel alargó la mano hacia el arma que había colocado a su lado y se volvió hacia mí.

– Eh, soy yo. ¿Estás bien?

Asintió y volvió a dejar la pistola. Me fijé en que había mantenido la mano apretada contra el estómago de la joven durante todo el tiempo.

– ¿Cómo está? -pregunté, pero al mirar por encima del hombro de Rachel, supe la respuesta. La sangre que emanaba de la herida de bala era casi negra. Un disparo en el hígado. La chica, temblando de manera incontrolable, con los dientes apretados por el dolor, no sobreviviría.

Alrededor, los miembros de la comitiva fúnebre abandonaban sus escondites, unos sollozando, otros estremecidos de miedo. Vi a dos de los hombres de Lionel Fontenot correr hacia nosotros, los dos con pistolas, y agarré a Rachel del brazo.

– Tenemos que irnos. No podemos esperar a que llegue la policía.

– Yo me quedo. No voy a dejarla.

– Rachel. -Me miró. Le sostuve la mirada y vi que también era consciente de la inminente muerte de la chica-. No podemos quedarnos.

Los dos hombres de Fontenot se encontraban ya junto a nosotros. Uno de ellos, el más joven, se arrodilló al lado de la chica y le agarró la mano. Ella se la estrechó con fuerza y él susurró su nombre.

– Clara. Aguanta, Clara, aguanta.

– Por favor, Rachel -repetí.

Rachel alcanzó la mano del joven y la apretó contra el vientre de Clara. La chica gritó al notar de nuevo la presión.

– Mantén ahí la mano -musitó Rachel-. No la retires hasta que lleguen los sanitarios.

Cogió la pistola y me la entregó. Puse el seguro y la enfundé. Nos alejamos del núcleo del tumulto y, cuando los gritos no eran ya tan horribles, me detuve y ella me abrazó. La acuné entre mis brazos, le besé la cabeza y respiré su aroma. Ella se apretó contra mí y ahogué un grito al notar el reciente dolor en las costillas.

Rachel se apartó de inmediato.

– ¿Estás herido?

– Me han dado un puntapié, sólo eso. -Sostuve su cara en mis manos -. Has hecho por ella todo lo que has podido.

Asintió, pero le temblaban los labios. La chica tenía para ella una importancia que excedía el simple deber de salvarle la vida.

– He matado a ese hombre -dijo.

– Nos habría matado a los dos. No tenías alternativa. Si no lo hubieras hecho, estarías muerta. Quizá yo también lo estaría.

Era cierto, pero no bastaba con eso, no todavía. La estreché mientras lloraba y de pronto el dolor del costado careció de importancia en comparación con su sufrimiento.

40

Hacía muchos años que no pensaba en Daddy Helms cuando le hablé de él a Rachel la noche anterior y recordé que fue precisamente ese hombre la causa de que yo estuviese ausente al declararse la larga enfermedad que acabó con la vida de mi madre.

Daddy Helms era el hombre más feo que había visto nunca. Tuvo bajo su control casi todo Portland desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta y levantó un modesto imperio que empezó con sus prósperas tiendas de vinos y licores y se expandió hasta abarcar la venta de droga en tres estados.

Daddy Helms pesaba más de ciento cincuenta kilos y, como consecuencia de una afección cutánea, tenía enormes bultos por todo el cuerpo, especialmente visibles en la cara y las manos. Eran de un color rojo intenso y daban a su piel un aspecto escamoso que desdibujaba sus facciones de tal modo que el observador tenía la impresión de ver a Daddy Helms a través de una bruma roja. Vestía trajes con chaleco y panamás y siempre fumaba puros a lo Winston Churchill, con lo cual, uno lo olía antes de verlo. Si eras un poco espabilado, eso te daba tiempo de sobra para estar en otra parte cuando él llegaba.

Daddy Helms era un miserable, pero también un bicho raro. Si hubiese sido menos inteligente, menos resentido y menos proclive a la violencia, probablemente habría terminado viviendo en una casita en los bosques de Maine y vendiendo árboles de Navidad de puerta en puerta a ciudadanos compasivos. En lugar de eso, su fealdad parecía una manifestación exterior de una malignidad moral, una corrupción que inducía a pensar que quizá su piel no era lo peor de él. Había en su interior una rabia, una ira contra el mundo y sus costumbres.

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