Me sacudí los zapatos y, torpemente, me incliné para intentar quitarme los calcetines. Los malditos calcetines. Sonrió cuando estuve a punto de caerme mientras me quitaba el izquierdo, y al instante me encontré sobre ella, que me bajaba el pantalón y el calzoncillo.
Tenía los pechos pequeños, la cadera un poco ancha, el triángulo de vello entre sus piernas de un rojo intenso. Sabía dulce. Cuando se corrió, arqueó la espalda y rodeó mis muslos con las piernas. Tuve la sensación de que nunca me habían abrazado con tanta fuerza, ni amado tanto.
Después se durmió. Me levanté de la cama, me puse una camiseta y unos vaqueros, y saqué de su bolso la llave de su habitación. Recorrí descalzo la galería hasta llegar a ella, cerré la puerta al entrar y me quedé observando durante un rato las ilustraciones de la pared. Rachel había comprado un gran cuaderno de dibujo donde plasmaba diagramas e ideas. Arranqué dos de las hojas, las uní con cinta adhesiva y las añadí a las imágenes de la pared. A continuación, frente a las ilustraciones de Marsias diseccionado y las fotocopias de las fotografías del lugar de los asesinatos de Tante Marie y Tee Jean, tomé un rotulador y empecé a escribir.
En un ángulo anoté los nombres de Jennifer y Susan, y una punzada de arrepentimiento y culpabilidad me traspasó al escribir el de Susan. Intenté apartarlo de mi mente y proseguí con mis anotaciones. En otro ángulo puse los nombres de Tante Marie, Tee Jean y, un poco apartado, el de Florence. En el tercer ángulo escribí el nombre de Remarr y en el cuarto un interrogante y la palabra «chica» al lado. En el centro anoté «Viajante» y, luego, como un niño al dibujar una estrella, añadí una serie de rayas que irradiaban del centro e intenté consignar todo lo que sabía, o creía saber, sobre el asesino.
Al acabar, la lista incluía: un aparato de síntesis de voz; el Libro de Enoch; conocimientos de mitología griega y manuales de medicina antiguos; conocimientos de las actividades y la técnica policiales, como se desprendía de los análisis que había hecho Rachel posteriormente de Jennifer y Susan, del hecho de que sabía que los federales tenían controlado mi teléfono móvil y del asesinato de Remarr. Al principio pensaba que, si hubiera visto a Remarr en la casa de los Aguillard, lo habría matado allí mismo; sin embargo me replanteé la hipótesis pensando que el Viajante no habría querido prolongar su presencia en el lugar del crimen ni enfrentarse con Remarr, alerta como estaba, y habría preferido esperar una oportunidad mejor. La otra opción era que el asesino se hubiera enterado de la existencia de aquella huella digital y, de algún modo, más tarde se hubiera encontrado con Remarr.
Agregué otros elementos basados en supuestos generales: hombre blanco, probablemente entre veinte y cuarenta y tantos años; una base en Louisiana desde donde cometer el asesinato de Remarr y los Aguillard; ropa para cambiarse, o un mono para taparse la ropa a fin de no mancharse de sangre; conocimiento de la ketamina y acceso a ella.
Tracé otra raya desde el Viajante a los Aguillard, puesto que el asesino sabía que Tante Marie había hablado, y una segunda raya hasta Remarr. Añadí una línea de puntos hasta Jennifer y Susan, y escribí el nombre de Edward Byron con un interrogante al lado. Después, de forma impulsiva, agregué una tercera línea de puntos y anoté el nombre de David Fontenot entre los de los Aguillard y Remarr, basándome sólo en la conexión de Honey Island y la posibilidad de que si el Viajante lo había atraído hasta allí y había dado el soplo a Joe Bones, el asesino era conocido de la familia Fontenot. Por último escribí el nombre de Edward Byron en una hoja aparte y la clavé junto al diagrama principal.
Me senté en la cama de Rachel y aspiré el aroma de ella en la habitación mientras observaba lo que había escrito y, en mi cabeza, cambiaba de sitio las piezas para ver si encajaban en alguna otra parte. No encajaban, pero añadí una cosa más antes de volver a mi habitación y esperar a que Ángel y Louis regresaran de Baton Rouge: tracé una raya fina entre el nombre de David Fontenot y el interrogante que representaba a la chica del pantano. En ese momento aún no lo sabía, pero con esa raya había dado el primer paso significativo hacia el mundo del Viajante.
Regresé a mi habitación y me senté junto al balcón para contemplar a Rachel, que dormía intranquila. Movía los párpados rápidamente y una o dos veces emitió leves gemidos y movió las manos como si empujara algo al mismo tiempo que sacudía los pies bajo la sábana. Oí a Ángel y a Louis antes de verlos: Ángel hablaba en voz alta con aparente enfado; Louis le respondía en tono comedido y un tanto burlón.
Abrí antes de que llamaran a la puerta y, con gestos, les indiqué, que debíamos hablar en su habitación. No estaban informados del tiroteo de Metairie porque, según Ángel, no habían encendido la radio en el coche de alquiler. Tenía la cara roja y los labios pálidos. No recordaba haberlo visto nunca tan furioso.
En su habitación, la trifulca se desató de nuevo. Stacey Byron, una rubia teñida de poco más de cuarenta años, que conservaba una notable figura para su edad, por lo visto se había insinuado a Louis en el transcurso del interrogatorio, y Louis, en cierto modo, había correspondido.
– Sólo quería ventilar el asunto cuanto antes -explicó mirando a Ángel de soslayo con la boca contraída en una sonrisa.
Ángel no se dejó impresionar.
– Claro que querías ventilártela, pero el único asunto que te interesaba era la talla de su sujetador y las dimensiones de su culo -replicó.
Louis puso los ojos en blanco en un exagerado gesto de desconcierto y pensé, por un momento, que Ángel iba a pegarle. Apretó los puños y dio un paso hacia él antes de conseguir controlarse.
Sentí lástima por Ángel. Si bien no creía que Louis hubiera intentado realmente cortejar a la mujer de Edward Byron, al margen de la reacción natural de cualquier persona ante las atenciones favorables de otra y la convicción de Louis de que, siguiéndole la corriente, quizá facilitara información sobre su ex marido, sabía lo importante que Louis era para Ángel. Ángel tenía una turbia historia tras de sí, y Louis más aún, pero yo recordaba ciertos detalles de la vida de Ángel, detalles que Louis olvidaba a veces, o ésa era mi impresión.
Cuando Ángel cumplió condena en la isla de Rikers, atrajo la atención de un tal William Vance. Éste había matado a un tendero coreano durante un robo frustrado en Brooklyn y por eso acabó en Rikers, pero sobre él pesaban otras sospechas: que había violado y asesinado a una anciana en Utica, y que la había mutilado antes de morir; y que quizás estuviera relacionado con un crimen parecido en Delaware. No se tenían pruebas, aparte de rumores y conjeturas, pero cuando se presentó la oportunidad de encerrar a Vance por el asesinato del coreano, el fiscal no la dejó escapar.
Y, por alguna razón, Vance decidió que prefería a Ángel muerto. Había oído contar que Ángel había rechazado a Vance cuando éste se encaprichó con él, y que de un puñetazo le había roto un diente. Pero con Vanee nunca se sabía: su mente funcionaba de una manera oscura y confusa a causa del odio y de un extraño y amargo deseo. Ahora no sólo quería violar a Ángel; quería matarlo, y matarlo lentamente. Ángel había recibido una condena de entre tres y cinco años. Después de una semana en Rikers, sus probabilidades de sobrevivir más de un mes habían caído en picado.
Ángel no tenía amigos dentro y menos aún fuera, así que me telefoneó. Me constaba que le había supuesto un gran esfuerzo hacerlo. Era orgulloso y creo que, en circunstancias normales, habría intentado resolver él solo sus problemas. Pero William Vanee, con sus tatuajes de cuchillos ensangrentados en los brazos y una telaraña en el pecho, no era ni mucho menos normal.
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