John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Durante días me fui encontrando entre el pelo restos de hormigas. Algunas eran más largas que la uña de mi dedo medio, con unas pinzas serradas que se curvaban hacia delante para clavarse en mi piel. Tenía el cuerpo cubierto de bultos, casi a imagen del propio Daddy Helms, y el interior de la nariz hinchado y dolorido.

Salí del agua y, tambaleándome, avancé por la arena. Los hombres de Daddy Helms habían vuelto al coche y nos habían dejado en la playa a Clarence y a mí con Daddy Helms. Clarence estaba ileso. Daddy Helms percibió en mi cara que acababa de darme cuenta de eso y sonrió a la vez que chupaba el puro.

– Anoche nos encontramos con tu amigo -dijo. Apoyó una gruesa mano como la cera fundida en los hombros de Clarence. Clarence se encogió, pero permaneció inmóvil-. Nos lo contó todo. Ni siquiera tuvimos que hacerle daño.

El dolor de la traición eclipsó el de las picaduras y el escozor, la persistente sensación de movimiento sobre la piel. Miré a Clarence Johns con ojos nuevos, con ojos de adulto. Estaba de pie en la arena, tembloroso, con los brazos alrededor del cuerpo. En su mirada se traslucía un dolor que brotaba de lo más hondo de su ser. Deseé odiarlo por lo que había hecho, y eso era lo que Daddy Helms quería, pero yo sólo sentí un profundo vacío y cierta lástima.

Y también sentí cierta lástima por Daddy Helms, con su piel estragada, sus bultos y sus pliegues de pesada grasa, porque se había visto obligado a administrar aquel castigo a dos muchachos a causa de unos cristales rotos; y el castigo no sólo consistía en el daño físico, sino, además, en la pérdida de la amistad que los había unido.

– Chico, esta noche has aprendido dos lecciones. Has aprendido a no tontear conmigo nunca más y has aprendido algo acerca de la amistad. Al final, tu único amigo eres tú mismo porque los demás, llegado el momento, te dejarán todos en la estacada. Al final, todos estamos solos.

A continuación se dio media vuelta y, con su torpe andar, se encaminó entre los matorrales de barrón y las dunas en dirección a su coche.

Nos dejaron allí y tuvimos que volver a pie por la Interestatal 1, yo con la ropa rota y mojada. No nos dijimos una sola palabra, ni siquiera cuando nos separamos ante la verja de la casa de mi abuelo. Clarence se alejó en la noche acompañado del chacoloteo de sus baratos zapatos de plástico contra el asfalto. Después de aquello nos distanciamos, y prácticamente me había olvidado de Clarence hasta que, hace doce años, murió durante un intento de robo frustrado en un almacén de informática en las afueras de Austin. Clarence trabajaba allí como guardia de seguridad. Los ladrones dispararon contra él cuando intentó defender una remesa de ordenadores.

Cuando llegué a casa de mi abuelo, tomé un antiséptico del botiquín, me desnudé y, metido en la bañera, me extendí el líquido por las picaduras. Me escoció. Al acabar, me quedé sentado llorando en la bañera vacía, así fue como me encontró mi abuelo. Estuvo un rato sin decir nada. Luego desapareció y volvió con un recipiente rojo que contenía una pasta hecha de bicarbonato de sosa y agua. Me la aplicó concienzudamente por los hombros y el pecho, las piernas y los brazos, y después vertió un poco en mi mano para que yo mismo me la pusiera en la entrepierna. Me envolvió con una sábana blanca de algodón y me hizo sentar en la silla de la cocina, donde sirvió dos grandes copas de coñac. Era Remy Martin, recuerdo, añejo, del bueno. Tardé un rato en acabármelo pero ni él ni yo despegamos los labios. Cuando me levanté para acostarme, me dio una suave palmada en la cabeza.

– Un hombre duro -repitió mi abuelo, y apuró su café. Se puso en pie y el perro se levantó con él-. ¿Me acompañas a pasear al perro?

Le dije que no. Él se encogió de hombros, y observé cómo bajaba por los peldaños del porche; el perro corría ya ante él, ladrando, husmeando y volviendo la vista atrás para asegurarse de que el anciano lo seguía antes de alejarse otro trecho.

Daddy Helms murió dos años más tarde de un cáncer de estómago.

Se calculaba que, a lo largo de su vida, había estado involucrado, directa o indirectamente, en más de cuarenta asesinatos, algunos de ellos en lugares tan alejados como Florida. Las personas que asistieron a su funeral podían contarse con los dedos de una mano.

Volví a acordarme de Daddy Helms mientras Rachel y yo dejábamos atrás el lugar de los asesinatos en Metairie. No sé por qué. Quizá porque me daba la impresión de que compartía parte de su resentimiento con Joe Bonnano, un rencor hacia el mundo que surgía de algo podrido en su interior. Recordé a mi abuelo, recordé a Daddy Helms, y también las lecciones que habían intentado enseñarme, lecciones que aún no había aprendido del todo.

41

Fuera de la verja de entrada al cementerio, la policía de Nueva Orleans reunía a los testigos y despejaba el camino para que se trasladase a los heridos a las ambulancias. Unidades de las televisiones WWDL y WDSU intentaban entrevistar a los supervivientes. Permanecimos cerca de uno de los guardaespaldas de Lionel Fontenot, el hombre a quien se le había confiado el cuidado de la M 16, mientras nos aproximábamos en diagonal a la verja. Lo seguimos hasta que llegó a una parte rota de la valla contigua a la autovía y salió por allí en dirección a un Lincoln que lo esperaba. Cuando se alejó, Rachel y yo saltamos la valla y regresamos al coche por el oeste sin dirigirnos una palabra. Estaba aparcado lejos del núcleo principal de actividad y conseguimos escabullimos sin llamar la atención.

– ¿Cómo es posible que haya pasado una cosa así? -preguntó Rachel en voz baja cuando nos adentrábamos en la ciudad-. Tendría que haber habido policía. Alguien debería haberlo impedido… -Su voz se apagó y luego permaneció en silencio durante el camino de regreso al Quarter, con las manos cruzadas ante el pecho.

Decidí no molestarla.

En cuanto a qué había ocurrido, cabían varias posibilidades. Quizás algún alto cargo de la policía había cometido el error de asignar a Metairie efectivos insuficientes pensando que Joe Bones no intentaría eliminar a Lionel Fontenot en el funeral de su hermano en presencia de testigos. Las armas habrían sido escondidas la noche anterior, o bien esa mañana a primera hora, y no se había registrado el cementerio. También podía ser que Lionel hubiera mantenido a raya a la policía, como había hecho con los medios de comunicación, reacio a convertir el entierro de su hermano en un circo. La otra posibilidad era que Joe Bones hubiese sobornado o amenazado a algunos o a todos los policías de Metairie, y éstos hubieran vuelto la espalda mientras los hombres de Bones se ponían manos a la obra.

Cuando llegamos al hotel, llevé a Rachel a mi habitación; no quería que en un momento así estuviera rodeada de las imágenes que había colgado en las paredes de la suya. Fue derecha al baño y cerró la puerta. Oí el sonido de la ducha. Se quedó allí durante un buen rato.

Cuando por fin salió, se había envuelto en una gran toalla blanca desde los pechos hasta las rodillas y se secaba el pelo con otra más pequeña. Me miró y vi que tenía los ojos enrojecidos; de pronto le tembló la barbilla y se echó a llorar otra vez. La abracé y le besé la cabeza, la frente, las mejillas, los labios. Noté su boca cálida cuando respondió al beso, recorriéndome los dientes con la lengua y entrelazándola con la mía. Le quité la toalla y la estreché contra mí. A tientas, buscó el cinturón y la cremallera de mi pantalón. Luego metió la mano por la bragueta y me apretó el pene. Con la otra mano me desabrochó la camisa a la vez que me besaba el cuello y paseaba la lengua por mi pecho y alrededor de mis tetillas.

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