»Mi madre empezó a acudir a sesiones de fisioterapia por un pinzamiento en el hombro, pero resultó que se habían equivocado en el diagnóstico. Tenía cáncer. Creo que lo sabía, pero prefirió no decir nada. Quizá pensó que, si no lo admitía, podría engañar a su organismo para que le diera más tiempo. Pero un día le falló un pulmón al salir de la consulta del fisioterapeuta.
»Yo volví dos días después en autobús. Hacía dos meses que no la veía y, cuando la busqué en la sala del hospital, no la reconocí. Tuve que mirar los nombres al pie de las camas por lo cambiada que estaba. Vivió seis semanas más. Hacia el final recobró la lucidez a pesar de los sedantes. Parece ser que pasa muy a menudo. Uno llega a engañarse pensando que mejora. Es como una broma del cáncer. La noche antes de morir intentó hacer un dibujo del hospital, para saber por dónde había que ir cuando llegara el momento de marcharse. -Tomé un sorbo de agua-. Lo siento. No sé por qué he tenido que acordarme de esto.
Rachel sonrió y noté que me apretaba la mano.
– ¿Y tu abuelo?
– Murió hace ocho años. Me dejó su casa de Maine, la que estoy intentando reformar.
No pasé por alto el hecho de que no preguntara por mi padre. Supuse que ella sabía ya todo lo que había que saber.
Más tarde, paseamos despacio entre la gente, con la música de los bares mezclándose en un fragor en medio del cual de vez en cuando lograbas identificar una melodía conocida. Cuando llegamos a la puerta de su habitación, nos abrazamos un momento y nos besamos con ternura, acariciándome ella la mejilla con la mano, antes de despedirnos.
A pesar de Remarr y Joe Bones y de mis conversaciones con Woolrich, esa noche dormí plácidamente, con la sensación de su mano aún en la mía.
Era una mañana fresca y clara y el sonido del tranvía de St. Charles flotaba en el aire mientras yo hacía jogging. Una limusina nupcial pasó junto a mí camino de la catedral con cintas blancas hondeando sobre el capó. Corrí hacia el oeste por North Rampart hasta Perdido y luego volví por Chartres a través del Quarter. Para entonces apretaba el calor y tenía la sensación de estar corriendo con la cara envuelta en una toalla húmeda y tibia. Mis pulmones se debatían para tomar aire y mi organismo se rebelaba, luchando por expulsarlo, pero seguí corriendo.
Tenía por costumbre hacer ejercicio tres o cuatro veces por semana, alternando circuitos durante un mes poco más o menos con sesiones de musculación intercaladas. Cuando interrumpía durante unos días mi rutina de entrenamiento me sentía hinchado y en baja forma, como si tuviera el organismo saturado de toxinas. Puestos a elegir entre el ejercicio físico y los laxantes, había optado por el ejercicio por ser la posibilidad menos incómoda.
De vuelta en el Flaisance, me duché y me cambié la venda del hombro; aún me dolía un poco, pero la herida estaba cicatrizando. Después dejé un fardo de ropa sucia en la lavandería más cercana, porque no había previsto una estancia tan larga en Nueva Orleans y mi provisión de ropa interior se estaba quedando corta.
El número de teléfono de Stacey Byron aparecía en el listín -no había vuelto a usar su apellido de soltera, al menos por lo que a la compañía telefónica se refería-, y Ángel y Louis se ofrecieron a ir a Baton Rouge y ver qué podían averiguar a través de ella o sobre ella. A Woolrich no le gustaría, pero si quería dejarla en paz, no debería haberme contado nada.
Rachel envió por correo electrónico los detalles de las ilustraciones que andaba buscando a dos de sus alumnos de Columbia, que colaboraban con ella en trabajos de investigación, y al padre Eric Ward, un profesor jubilado de Boston que había dado clases en la Universidad de Loyola en Nueva Orleans sobre cultura renacentista. En lugar de quedarse allí a esperar la respuesta, decidió acompañarme a Metairie, donde esa mañana enterraban a David Fontenot.
Permanecimos en silencio durante el viaje. El tema de nuestra creciente intimidad y sus posibles consecuencias no había salido a la luz, pero, por lo visto, los dos éramos muy conscientes de ello. Yo lo notaba en los ojos de Rachel cuando me miraba, y probablemente ella veía lo mismo en los míos.
– ¿Y qué más quieres saber de mí? -preguntó.
– Diría que no sé gran cosa acerca de tu vida personal.
– Aparte de que soy guapa e inteligente.
– Aparte de eso -admití.
– Cuando dices «personal», ¿te refieres a «sexual»?
– Es un eufemismo. No quería parecerte demasiado avasallador. Si lo prefieres, puedes empezar por la edad, ya que anoche no me la dijiste. Lo demás no costará tanto en comparación.
Me dedicó una sonrisa sesgada y un corte de mangas. Decidí pasar por alto el corte de mangas.
– Tengo treinta y tres años, pero con la luz adecuada admito sólo treinta. Soy dueña de un gato y un apartamento con dos habitaciones en el Upper West Side, pero actualmente no lo comparto con nadie. Hago stepping tres veces por semana y me gustan la comida china, la música soul y la cerveza con espuma. Mi última relación acabó hace seis meses y tengo la sensación de que me está creciendo el himen otra vez.
La miré con una ceja enarcada y se echó a reír.
– Te noto sorprendido -dijo-. Necesitas sonsacarme algo más.
– Da la impresión de que tú también lo necesitas. ¿Quién era el tipo?
– Un agente de Bolsa. Nos veíamos desde hacía un año y acordamos vivir juntos a modo de prueba. Él tenía un apartamento de una sola habitación y el mío era de dos, así que se instaló conmigo y utilizamos el segundo dormitorio como estudio compartido.
– Parece una situación idílica.
– Lo fue. Durante una semana más o menos. Resultó que él no soportaba al gato, no le gustaba compartir la cama conmigo porque, según decía, yo me movía continuamente y él se pasaba la noche en vela, y toda mi ropa empezó a oler a tabaco. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Todo apestaba: los muebles, la cama, las paredes, la comida, el papel higiénico, incluso el gato. Una noche llegó a casa, me anunció que se había enamorado de su secretaria y a los tres meses se mudó con ella a Seattle.
– He oído decir que Seattle es una ciudad bonita.
– A la mierda Seattle. Espero que se hunda en el mar.
– Al menos no eres rencorosa.
– Muy gracioso. -Miró por la ventanilla durante un rato y sentí el impulso de alargar la mano y tocarla, un impulso que se acrecentó por lo que dijo a continuación-. Aún me cuesta hacerte demasiadas preguntas por lo que ocurrió.
– Lo sé.
Lentamente, tendí la mano derecha y le acaricié la mejilla. Tenía la piel suave y un poco húmeda. Inclinando la cabeza hacia mí, aumentó la presión contra mi mano, y entonces nos detuvimos frente a la entrada del cementerio y el momento pasó.
Algunos antepasados de los Fontenot habían vivido en Nueva Orleans desde finales del siglo XIX, mucho antes de que la familia de Lionel y David se estableciera en la ciudad, y los Fontenot poseían un enorme panteón en el cementerio de Metairie, el cementerio más grande de la ciudad, en el cruce de Metairie Road y Pontchartrain Boulevard. Tenía una extensión de sesenta hectáreas y había sido construido sobre el antiguo hipódromo de Metairie. Si uno era aficionado a las apuestas, aquélla era una última morada idónea, aunque al final siempre saliera ganando la casa.
Los cementerios de Nueva Orleans son lugares extraños. Si bien la mayoría de los cementerios de las grandes ciudades están muy cuidados e inducen a poner lápidas discretas, los difuntos de Nueva Orleans descansaban bajo tumbas recargadas y mausoleos espectaculares. Me recordaban el Père Lachaise de París, o las Ciudades de los Muertos de El Cairo, donde aún vivía gente entre los cadáveres. Una resonancia de dicho parecido se encontraba en la tumba de Brunswig en Metairie, que tenía forma de pirámide y la custodiaba una esfinge.
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