»En cuanto a los ojos, existe el mito de que la imagen del asesino permanece en la retina de la víctima. Hay muchos mitos como éste asociados al cuerpo. En fecha tan relativamente cercana como principios del siglo pasado, algunos científicos aún creían que el cuerpo de la víctima de un homicidio sangraba cuando se encontraba en la misma habitación que el asesino. Tengo que seguir investigándolo, así que ya veremos. -Se puso en pie y se desperezó-. No quiero parecer grosera, pero me apetece una ducha. Después saldré a cenar como Dios manda, y luego quiero dormir doce horas.
Ángel, Louis y yo nos disponíamos a marcharnos cuando ella levantó una mano para detenernos.
– Sólo una cosa más. No quiero dar la impresión de que se trata simplemente de un bicho raro que se dedica a imitar imágenes violentas. No dispongo de información suficiente sobre la materia para emitir un juicio así y quiero consultar a algunas personas con más experiencia que yo en este campo. Aun así, no puedo evitar pensar que hay cierta filosofía subyacente detrás de sus crímenes, una pauta. Mientras no averigüemos cuál es, dudo que sea posible atraparlo.
Tenía la mano en el picaporte cuando llamaron a la puerta. Abrí despacio y me coloqué de modo que mi cuerpo impidiese ver el interior de la habitación mientras Rachel recogía sus papeles. Ante mí se hallaba Woolrich. A la luz procedente de la habitación, noté que la barba empezaba a asomar en su rostro.
– El conserje me ha dicho que quizá te encontraría aquí si no estabas en tu habitación. ¿Puedo pasar?
Vacilé por un instante y me aparté. Advertí que Rachel se había puesto de pie ante el material de la pared, para ocultarlo, pero Woolrich no mostró interés en ella. Fijó la mirada en Louis.
– Yo le conozco -dijo.
– No creo -contestó Louis con expresión fría en los ojos.
Woolrich se volvió hacia mí.
– ¿Has traído a tus asesinos a sueldo a mi ciudad, Bird?
No respondí.
– Como le decía, creo que se confunde -dijo Louis-. Soy un hombre de negocios.
– ¿En serio? ¿Y a qué negocios se dedica?
– Desratización -contestó Louis.
La tensión pareció chisporrotear en el aire hasta que Woolrich se dio media vuelta y salió de la habitación. Se detuvo en el pasillo y me hizo un gesto para que me acercara.
– Tenemos que hablar. Te espero en el Café du Monde.
Lo observé alejarse y luego miré a Louis. Enarcó una ceja.
– Parece que soy más famoso de lo que creía.
– Eso parece, sí -dije, y salí tras Woolrich.
Lo alcancé en la calle, pero no dijo una sola palabra hasta que nos sentamos y tuvo ante sí un buñuelo. Al arrancar un trozo, se espolvoreó el traje con azúcar, luego tomó un largo trago de café, y dejó la taza medio vacía y con un churrete pardusco resbalando por el lado.
– Vamos, Bird, ¿qué te propones? -dijo con tono de hastío y decepción-. Ese tipo…, conozco su cara. Sé en qué anda. -Mordió otro trozo de buñuelo.
No contesté. Nos miramos hasta que Woolrich desvió la vista. Se sacudió el azúcar de los dedos y pidió otro café. Yo apenas había probado el mío.
– ¿Te dice algo el nombre Edward Byron? -preguntó por fin al comprender que Louis no sería tema de conversación.
– No me suena de nada. ¿Por qué?
– Era conserje en Park Rise. Allí tuvo Susan a Jennifer, ¿no?
– Sí.
Park Rise era una clínica privada de Long Island. El padre de Susan había insistido en que fuéramos allí aduciendo que el equipo médico estaba entre los mejores del mundo. Sin duda estaba entre los mejor pagados. El ginecólogo que asistió a Jennifer en el parto ganaba más en un mes que yo en un año.
– ¿Adónde nos lleva esto? -pregunté.
– A principios de este año lo despidieron, discretamente, después de que se mutilara un cadáver. Alguien practicó una autopsia sin autorización al cuerpo de una mujer. Abrió el abdomen y extrajo los ovarios y las trompas de Falopio.
– ¿No se presentaron cargos?
– Las autoridades de la clínica contemplaron la posibilidad y al final lo descartaron. Encontraron unos guantes quirúrgicos con restos de sangre y tejidos de la mujer en una bolsa guardada en la taquilla de Byron. Alegó que alguien pretendía incriminarlo. No fue una prueba concluyente. En teoría, alguien podría haber colocado aquello en su taquilla. Pero la clínica lo despidió de todos modos. No hubo juicio ni investigación policial. Nada. Sólo consta en nuestros archivos porque por esas mismas fechas la policía local investigaba el robo de estupefacientes en la clínica, y el nombre de Byron aparecía en el informe. A Byron lo echaron después de iniciarse los robos y a partir de entonces prácticamente se acabaron, pero tenía coartada cada vez que se descubría la desaparición de estupefacientes.
»Eso fue lo último que se supo de Byron. Disponemos de su número de la seguridad social, pero no ha solicitado subsidio de desempleo, ni ha presentado declaración de renta, ni ha tenido contacto alguno con la administración del Estado, ni ha visitado la clínica desde el despido. No ha utilizado sus tarjetas de crédito desde el 19 de octubre de 1996.
– ¿Por qué ha salido a la luz su nombre ahora?
– Edward Byron nació en Baton Rouge. Su mujer…, su ex mujer, Stacey, aún vive aquí.
– ¿Habéis hablado con ella?
– La interrogamos ayer. Dice que no lo ve desde abril, que le debe la pensión de seis meses. Libró el último cheque a cuenta de un banco del este de Texas, pero ella piensa que vive en la zona de Baton Rouge o en los alrededores. Dice que siempre quiso volver aquí, que no le gustaba Nueva York. También hemos puesto en circulación fotos suyas, sacadas de su ficha de empleo en Park Rise.
Me entregó una fotografía de Byron ampliada. Era un hombre atractivo, sin más defecto que un mentón un tanto hundido. Tenía la boca y la nariz finas, y los ojos alargados y oscuros. El cabello era de color castaño y lo llevaba peinado con raya a la izquierda. Aparentaba menos de treinta y cinco años, la edad que contaba al hacerse la foto.
– Es nuestra mejor pista -añadió Woolrich-. Quizá te informo porque creo que tienes derecho a saberlo. Pero también te diré otra cosa: no te acerques a la señora Byron. Le hemos pedido que no hable con nadie para evitar que se entere la prensa. En segundo lugar, mantente alejado de Joe Bones. Uno de sus hombres, el tal Ricky, en una conversación a través de un teléfono intervenido juraba en hebreo por tu hazaña de esta mañana. Pero no saldrás tan bien parado una segunda vez.
Dejó dinero en la mesa.
– ¿Ha averiguado algo que pueda servirnos ese equipo que tienes en el hotel?
– Todavía no. Suponemos que es un hombre con cierta experiencia médica, quizá con una psicopatología sexual. Si descubro algo más, te tendré informado. Pero he de hacerte una pregunta: ¿qué estupefacientes robaban en Park Rise?
Ladeó la cabeza y torció ligeramente los labios, como si dudase sobre la conveniencia de decírmelo.
– Clorhidrato de ketamina. Es de la familia de la fenciclidina.
Aparenté no saber nada al respecto. Los federales joderían vivo a Morphy si se enteraban de que me había facilitado información como ésa, aunque ya debían de albergar sospechas. Woolrich dejó de hablar un momento y luego prosiguió.
– Apareció en los cadáveres de Tante Marie Aguillard y su hijo. El asesino lo utilizó como anestésico. -Hizo girar la taza en el platillo hasta que el asa apuntó hacia mí. Bajando la voz, preguntó-: ¿Te da miedo ese tipo, Bird? Porque a mí sí, te lo aseguro. ¿Recuerdas la conversación que mantuvimos sobre los asesinos en serie cuando te traje a ver a Tante Marie? -Asentí-. Por entonces yo pensaba que ya lo había visto todo. Creía que esos asesinos eran individuos propensos a los malos tratos y la violación, gente con disfunciones que habían rebasado cierta línea, pero que resultaban tan dignos de lástima que aún podían reconocerse como seres humanos. En cambio, éste… -Observó pasar a una familia en un carruaje mientras el cochero acicateaba al caballo con las riendas y ofrecía su propia versión de la historia de Jackson Square. Un niño pequeño de cabello oscuro iba sentado aparte del grupo familiar. Nos miró en silencio con la barbilla apoyada en el antebrazo desnudo-. Siempre habíamos temido que apareciese uno distinto de los demás, uno que actuase impulsado por algo que fuera más allá de una sexualidad frustrada y retorcida o un sadismo extremo. Vivimos en una cultura dominada por el dolor y la muerte, Bird, y la mayoría de nosotros pasamos por la vida sin comprenderlo realmente. Quizás era sólo cuestión de tiempo que creásemos a alguien capaz de entender eso mejor que nosotros, alguien que viera el mundo sólo como un gran altar donde sacrificar a la humanidad, una persona que creyese que debía darnos un castigo ejemplar.
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