John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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En las orillas del río crecían altos tupelos, abedules, sauces y algunos cipreses enormes con trompetas trepadoras enrolladas a los troncos mostrando sus flores rojas en todo su esplendor. Aquí y allá había botellas de plástico, señales de que se habían colocado sedales para bagres. Pasamos frente a una aldea ribereña, donde la mayoría de las casas eran sumamente sencillas, y frente a las cuales había amarradas piraguas de fondo plano. Una garza azul nos observó con toda tranquilidad desde la rama de un ciprés; bajo ésta, una tortuga de orejas rojas tomaba el sol sobre un tronco.

Aún teniendo el plano de Raymond Aguillard, sólo tras el segundo intento logramos localizar el canal de tramperos adyacente que él había marcado. Había un bosquecillo de árboles del caucho en la entrada, sus hinchadas raíces aéreas como bulbos de flores, y un único fresno inclinado ocultaba la entrada. Más allá, el musgo español suspendido de las ramas llegaba casi hasta la superficie del agua y en el aire flotaba una mezcla de olores procedentes del crecimiento y la descomposición. Deformes troncos de árbol rodeados de lentejas de agua se alzaban como monumentos bajo la primera luz del amanecer. Al este, vi la cúpula gris de una madriguera de castor, y, mientras la observaba, una serpiente se metió en el agua a menos de un metro y medio de nosotros.

– Una serpiente de cascabel -dijo Morphy.

Alrededor caían gotas de agua de los cipreses y los tupelos y entre los árboles se oían los trinos de los pájaros.

– ¿Hay caimanes por aquí? -pregunté.

Hizo un gesto de indiferencia.

– Es posible. Pero rara vez molestan a la gente, a menos que la gente los moleste a ellos. En los pantanos hay presas más fáciles. Si ves alguno cuando me sumerja, avísame con un disparo.

El canal empezó a estrecharse hasta que llegamos a un punto por donde el bote apenas podía pasar. Noté que el fondo rozaba el tronco de un árbol hundido. Morphy apagó el motor e, impulsándonos con las manos y un par de remos de madera, seguimos adelante.

De pronto tuvimos la impresión de que quizás habíamos interpretado mal el plano, porque nos hallábamos ante una cortina de arroz silvestre, sus tallos altos y verdes semejaban hojas de cuchillos en el agua. Sólo se veía una brecha angosta, por donde únicamente habría pasado un niño. Morphy se encogió de hombros, volvió a poner en marcha el motor y enfiló hacia allá. A golpes de remo aparté los tallos de arroz mientras avanzábamos. Algo chapoteó cerca de nosotros, y una silueta oscura, semejante a una rata enorme, se deslizó a través del agua.

– Una nutria -dijo Morphy. Cuando el gran roedor se detuvo junto al tronco de un árbol y husmeó el aire, vi su hocico y sus bigotes-. Saben peor que el caimán. He oído decir que intentamos vender su carne a los chinos porque aquí nadie la quiere.

El arroz se mezcló con unas hierbas de tallo afilado que me cortaban las manos mientras me abría paso con el remo, y al cabo de un momento el bote salió a una especie de laguna formada por la gradual acumulación de depósitos de limo, rodeada principalmente por árboles del caucho y sauces que arrastraban sus ramas por el agua como si fueran dedos. En la margen oriental había tierra casi firme, cerca de unas talias, y se veían huellas de jabalíes, atraídos hasta allá por la posibilidad de alcanzar el arrurruz de las raíces de las talias. Más allá avisté los restos podridos de una lancha, probablemente de quienes habían abierto el canal en su día. El enorme motor V-8 había desaparecido y tenía agujeros en el casco.

Atamos el bote a un solitario arce rojo cubierto casi por completo de helechos de la resurrección y que parecía esperar a que las lluvias lo devolvieran a la vida. Morphy se quitó la ropa y se quedó sólo con un calzón Nike de ciclista, se embadurnó de grasa y se puso el traje de neopreno. Se calzó las aletas, se ciñó la botella de oxígeno y la probó.

– En esta zona la profundidad ronda entre tres y tres metros y medio a lo sumo, pero esta laguna es distinta -dijo-. Se nota en el reflejo de la luz en el agua. Es más profunda, seis metros o más.

En el agua flotaban hojas, palos y troncos, y sobre la superficie revoloteaban insectos. El agua era verde y oscura.

Morphy lavó las gafas en el agua y se volvió hacia mí.

– Nunca había imaginado que dedicaría mi día libre a buscar fantasmas en el pantano -comentó.

– Raymond Aguillard dice que vio a la chica en este lugar -contesté-. David Fontenot murió río arriba. Aquí hay algo. ¿Sabes qué estás buscando?

Asintió con la cabeza.

– Probablemente algún tipo de contenedor, pesado y sellado.

Morphy encendió la linterna, se colocó las gafas y empezó a respirar oxígeno de las botellas. Até un extremo de la cuerda de escalada a su cinturón y el otro al tronco del arce, tiré con fuerza para asegurar el nudo y le di una palmada en la espalda. Él alzó el pulgar y se adentró en el agua. A dos o tres metros de la orilla se sumergió y empecé a soltar cuerda.

Yo tenía poca experiencia con el submarinismo aparte de unas cuantas clases básicas que tomé en los cayos de Florida durante unas vacaciones que pasé con Susan. No envidiaba a Morphy, buceando en las aguas de aquel pantano. En la adolescencia, al llegar el verano, íbamos a nadar al río Saco, al sur de la ciudad de Portland. En aquellas aguas habitaban lucios largos y delgados, criaturas malévolas que conservaban algo de primigenias. Cuando te rozaban la pierna, no podías evitar acordarte de lo que contaban de ellos: que mordían a los niños pequeños o arrastraban al fondo del río a los perros que se echaban al agua a nadar.

Las aguas del pantano de Honey Island parecían otro mundo en comparación con el río Saco. Con sus lustrosas serpientes y sus tortugas mordedoras, Honey Island parecía mucho más salvaje que las aguas estancadas de Maine. Pero aquí también había pejelagartos y esturiones de morro corto, así como percas y lubinas y amias. Además de caimanes.

Pensé en todo esto mientras Morphy desaparecía bajo la superficie de la laguna, pero también pensé en la chica que quizás habían arrojado a aquellas aguas, donde criaturas cuyo nombre desconocía golpeaban el costado de su tumba mientras otras buscaban agujeros de óxido a través de los cuales acceder a la carne descompuesta del interior.

Morphy salió al cabo de cinco minutos, señaló la corta orilla del noreste y movió la cabeza en un gesto de negación. A continuación volvió a sumergirse y la cuerda, en el suelo, serpenteó hacia el sur. Al cabo de cinco minutos la cuerda empezó a ceder rápidamente. Morphy asomó de nuevo a la superficie, pero esta vez a cierta distancia del lugar donde la cuerda se metía en el agua. Nadó de regreso a la orilla, se quitó las gafas y la boquilla y, respirando de forma entrecortada, señaló hacia el lado sur de la laguna.

– Allí hay un par de cajas metálicas, más o menos de metro veinte de largo, sesenta centímetros de ancho y unos cuarenta centímetros de alto -explicó-. Una está vacía y la otra cerrada con un candado. A unos cien metros hay unos cuantos barriles de petróleo con una flor de lis roja estampada. Pertenecen a la desaparecida compañía de productos químicos Brevis, que tenía la fábrica a las afueras de West Baton Rouge hasta que, en 1989, un incendio provocó la quiebra. Eso es todo. Allí abajo no hay nada más.

Miré hacia el extremo de la laguna, donde gruesas raíces se entreveían bajo el agua.

– ¿Podríamos sacar la caja con la cuerda? -pregunté.

– Podríamos, pero es una caja pesada y, si se abre mientras la izamos, se destruirá lo que haya dentro. Tendremos que llevar el bote hasta allá e intentar levantarla.

Pese a la sombra que proporcionaban los árboles de la orilla, empezaba a hacer mucho calor. Morphy sacó dos botellas de agua mineral de la nevera y bebimos sentados en la orilla. Después nos subimos los dos al bote y fuimos hasta donde él había indicado.

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