Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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En los exámenes médicos, los militares que se quejaban de ese famoso síndrome no presentaban ninguna particularidad. Por el contrario, durante las entrevistas se pudo identificar un conjunto de síntomas característicos. Síndromes cognitivos (perturbación de los mecanismos psicológicos), síndromes de confusión (desorganización del pensamiento) y de ataxia (descoordinación de movimientos), depresiones, astenia, trastornos del sueño y de la memoria… Ahora que conozco mejor el funcionamiento del Protocolo 88, me cuesta no ver la relación. Sé que tengo tendencia a ver analogías un poco por todas partes, pero a veces los vínculos son demasiado evidentes.

Entre las causas propuestas durante los años posteriores a la guerra, se ha citado la exposición probable a gases tóxicos (gas sarín o gas mostaza), pero también tratamientos preventivos, como vacunas o medicamentos, la exposición a los insecticidas y a los insectífugos organofosfóreos, el uranio empobrecido U238 de los obuses lanzados por los aviones, e incluso se han mencionado los collares antipiojos y antipulgas impregnados de dietiltoluamida…

Si se cree a Jean-Jacques Farkas, eso estaba lejos de la verdad… Pero, en la actualidad, la distancia que puede haber entre lo que se dice y la verdad ya no me sorprende tanto. La humanidad se dopa con mentiras desde hace milenios. No vamos a detenernos a estas alturas.

Es demasiado tarde para dar media vuelta.

86.

La puerta se abrió bruscamente detrás de mí. Me levanté de un salto y planté cara a los dos tipos que entraron. Uno de ellos era el matón que me había recibido en el piso inferior del pabellón. El otro, estaba casi seguro, era uno de esos tipos que me habían perseguido en la Défense. Ambos llevaban sus auriculares de alta tecnología, y tenían pinta de guardaespaldas presidenciales.

Supe enseguida que no serviría de nada luchar. En esa ocasión, no habría estado a la altura. Y ni siquiera tenía ganas de librar el menor combate.

Me volví hacia el ministro, resignado, y le dirigí una mirada burlona.

– Usted es lamentable, Farkas.

Dejó su vaso en la mesa y se fue hacia la ventana sin responder. Habría jurado que había decepción en su mirada. Quizá verdaderamente se había imaginado que iba a cambiar de bando, y volver a unirme a los suyos…

Los dos tipos me agarraron por los hombros y me empujaron fuera de la habitación. Por principios, me resistí un poco; pero no me dejaron ni un solo instante. En el fondo de mi ser, ya había abandonado.

Con paso rápido, me condujeron al pasillo, como un condenado a muerte que recorre la milla verde. Me hicieron bajar la escalera, después me empujaron fuera, a la noche estrellada, y me metieron en el asiento trasero de uno de los dos coches negros. Había un coche en su interior. Los dos colosos ocuparon su lugar a mi alrededor, cada uno a un lado, con una mano en el bolsillo, dispuestos a disparar al menor movimiento en falso.

– Vamos -ordenó el de mi derecha, a la vez que apretaba un botón de su comunicador.

Los faros del coche que estaba delante de nosotros se encendieron, después arrancó. Nuestro chófer encendió el nuestro y los dos coches se pusieron en marcha, uno detrás del otro, por el camino de grava. El crujido de los neumáticos resonó en el pequeño parque.

En ese instante, noté una vibración en mi bolsillo. El teléfono móvil que me había dado Louvel…

No reaccioné.

La gran verja negra se abrió con una lentitud teatral. Los coches avanzaron. Me volví y eché un último vistazo al pabellón. Vi a lo lejos la silueta inmóvil del ministro, la sombra de un conspirador irrisorio detrás de la ventana del primer piso. Me costaba creer que él pudiera librarse así. Pero así eran las cosas, ese tipo de cosas no caía nunca. Y después de todo, había obtenido lo que más me importaba, la sustancia original de mi síndrome de Copérnico: la verdad; la increíble verdad, sólo ella, pero completa.

El pabellón desapareció tras los árboles.

Solté un suspiro, me incliné hacia atrás y cogí el teléfono móvil de mi bolsillo.

El matón de mi derecha me lo arrancó de las manos, pero demasiado tarde. Tuve tiempo de leer el mensaje de texto del móvil que acababa de recibir.

Él leyó el mensaje también y frunció el ceño. Le miré con desolación.

«Estamos aquí. Firmado: SpHiNx.»

Él se puso enseguida la mano en el auricular.

– ¡Tenemos un problema!

Lo que pasó entonces fue tan repentino y violento que sólo obtuve una imagen confusa y parcial.

Empezó con una deflagración enorme y después hubo un resplandor, y como una gigantesca bola de fuego cuya imagen deslumbrante se reflejó en el parabrisas de nuestro coche. Restos en llamas empezaron a caer alrededor de nosotros, como las lenguas naranja de un gran volcán, e inmediatamente descubrí detrás de un velo de humo la carcasa del primer coche, en llamas, destrozado y volcado de lado.

Un hombre, con el cuerpo devorado por las llamas, salió gritando del chasis negruzco, antes de derrumbarse por completo, y quedarse inmóvil con la cara en el suelo.

Todo ocurrió en apenas unos segundos. Nuestro chófer dio un violento frenazo. Me sentí absorbido por el vacío. Instintivamente, el tipo de la derecha me retuvo por el pecho. El coche derrapó en la calzada, después se paró brutalmente al lado del foso. Enseguida, unas sombras surgieron de todas partes, a nuestro alrededor. Distinguí, entonces, a unos hombres armados, con pasamontañas, que avanzaban, furtivamente, hacia nuestro coche.

El chófer soltó un grito de pánico. Él se volvió hacia nosotros, con los ojos abiertos de par en par. Después, se oyó una detonación, violenta, un ruido sordo de cristal roto. En el mismo instante, la cabeza de nuestro conductor fue proyectada hacia atrás, vomitando sobre mi rostro borbotones de sangre espesa.

Los tipos que estaban a mi lado hundieron sus manos en sus chaquetas y sacaron sus revólveres. A mi derecha, el matón abrió enérgicamente su puerta, se inclinó hacia fuera y pegó dos tiros en dirección a los asaltantes, después me cogió por el hombro y me obligó a seguirlo. Me resistí. Tiró tan fuerte que me caí detrás de él, fuera del vehículo. Mi hombro golpeó el suelo. Solté un grito de dolor. Agachado detrás de la puerta, me sujetaba con una mano y, con la otra, apuntaba con su arma hacia las sombras móviles que se acercaban a nosotros. La confusión era total. No habría sabido decir cuántos hombres nos rodeaban ni a qué distancia se hallaban ahora.

Hubo un nuevo intercambio de disparos. Detonaciones brutales, el silbido de las balas que salían de todas partes. El segundo tipo salió del coche, por el otro lado, e intentó cubrir a su colega disparando a cubierto a ciegas. Tras levantarme, intenté evaluar la situación. Estimé que debía de haber, al menos, cinco o seis hombres apostados en semicírculo frente a nosotros. Los tiros surgían de todos los flancos. Los tiros aumentaron de intensidad, acompañados de destellos resplandecientes. Las explosiones se mezclaron con gritos de estupor con el ruido de los cristales rotos y el de la chapa acribillada por las balas.

La urgencia y el peligro me despejaron, y aproveché la confusión para intentar desembarazarme de mi guardián. Con un gesto brusco, aparté su brazo, después me lancé hacia atrás y le doblé las piernas. Él perdió el equilibrio.

Era ahora o nunca.

Mi corazón latía tan rápido que parecía que se me iba a salir del pecho. Me puse a correr con todas mis fuerzas en dirección contraria, lejos de aquel infierno de metal y fuego. Mis pies se deslizaban sobre el asfalto. El incendio que había a mi espalda dibujaba sombras danzantes en la pequeña carretera, como un ejército de fantasmas que me perseguía.

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