Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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– No, un hospital, sin más.

El rostro de Farkas se borra lentamente.

– Pero… ¿qué ha pasado? ¿Cómo?

– Shhh…

Ella pone un dedo sobre mis labios.

– Descanse, ya tendrá tiempo para hacer esas preguntas más tarde. Por ahora, está aquí.

Querría decirle que no tengo ganas de perder el tiempo. Que necesito saber. Pero las fuerzas me flaquean. No tengo ganas de pelear. No más por la verdad, en todo caso.

Por otra cosa, quizá. Por la pequeña bombilla que se balancea, tal vez. El filamento incandescente que crepita.

El tiempo pasa. Mi habitación de hospital se dibuja a mi alrededor. Las barras de metal sobre la cama. Un carro médico. La pequeña bolsa transparente de un gotero que me proporciona un poco de vida, gota a gota.

Y el tiempo sigue pasando, y el silencio.

Muevo un dedo del pie. Una mano. Percibo el flujo de sangre por mis venas, que se esfuerza.

Más tarde, por la noche, cuando la luz ha desaparecido tras un tragaluz en el rabillo de mi ojo, un timbre suena y mi corazón se anima.

Con dificultad, inclino un poco la cabeza. Veo en una mesa alta, cerca de mi cama, un teléfono blanco. El timbre sigue sonando. Contengo la respiración. Aprieto los dientes, después estiro la mano hacia la mesita de noche. Mis dedos se estiran, se ponen rígidos. Mi brazo tiembla. La campana aguda insiste. Me inclino todavía más. Tiro con todas mis fuerzas.

Descuelgo.

– ¿Diga?

Es una voz de hombre. Suelto un suspiro. La pequeña bombilla se apaga en el fondo de mi cabeza.

– ¿Señor Ravel?

Trago saliva. Pienso en soltar el auricular. ¿Tengo ganas de hablar con otra persona? ¿Cualquier otra?

– Sí.

No reconozco mi propia voz, tan débil y gutural.

– Buenos días, señor Ravel, le habla el señor Blenod.

Me quedo mudo. Mi lento cerebro descompone la información. Se-ñor Ble-nod. Me cuesta creerlo, comprenderlo.

– ¿Ha visto los informativos?

No estoy seguro de entender, ni siquiera estoy seguro de que esa conversación esté teniendo lugar. Quizá sea un sueño. Sin duda, me habrán dado calmantes. Mi cerebro está haciendo de las suyas, y se cuenta historias que no tienen sentido, y me entra la duda. Aparto el auricular del teléfono y lo miro. Lo pego a mi oreja de nuevo.

– No…

– Mi cliente, Gérard Reynald, ha sido declarado culpable. Los expertos psiquiátricos han declarado que, a pesar de su estado, era responsable de sus actos en el momento de los hechos. Ha sido condenado a cadena perpetua, pero me ha pedido que le llamara. Como no soy rencoroso, a pesar del buen gancho de derecha que me regaló el otro día, quería darle las gracias de su parte.

– ¿Darme las gracias?

– Sí. Cuando vea los informativos, Vigo, lo entenderá. El Protocolo 88 abre todos los telediarios. Los arrestos se suceden uno tras otro. Esta mañana, ha sido el de Farkas. Los demás caerán tras él.

– Ya veo… Se lo agradezco.

– De nada, sólo estoy cumpliendo con mi promesa. Y además, usted necesita un abogado, señor Ravel… Quizá volvamos a vernos. Mientras tanto, le deseo una pronta recuperación.

Él cuelga. Me quedo durante unos segundos más con el auricular pegado a la oreja, perplejo. No sé si debo reír o llorar. Reír porque, al parecer, Lucie y Damien nos han vengado, y porque todo está bien. Es delicioso. Pero llorar también, llorar por Reynald, por mí, que todavía no somos hombres del mañana, y tampoco lo somos del ayer. Huérfanos para siempre, colgados, adelantados, inadaptados para siempre, con nuestros cerebros heridos, en su humanidad. Brotes para siempre, que no podrán jamás florecer.

Cierro los ojos. Ni río ni lloro. Y busco el sueño, que no llega.

Los minutos pasan, largos y penosos, y la noche me rechaza. Entonces, mis párpados se abren de nuevo. Miro mi reloj. Mi viejo Hamilton. Las cuatro cifras siguen parpadeando. 88.88. Suspiro.

Ya está.

Estoy de nuevo postrado en una cama, tan despojado de mí mismo como lo estaba en aquel hotel sin nombre, y sigo hundido por completo en la hora que no existe. La intemporalidad inerte en la que me hundieron los atentados.

Dudo.

Miro de nuevo mi reloj. Adivino las formas sanguinolentas que proyecta intermitentemente en mi cara deshecha.

Mi deseo flota y farfulla. Baila un tango con las cuatro cifras rojas.

¿Volver a ponerlo en hora? ¿Decidirme y volver a un aquí y a un ahora? ¿Olvidarlo a él, y convertirme en mí? ¿Reencarnarme?

¿O bien dejarlo así, parpadeando para siempre, extraerme ad vital aeternam de los segundos, las horas y los años? Y esperar a que las pilas se gasten. La libertad.

De repente, me sobresalto.

La puerta se abre. Vuelvo la cabeza con dificultad.

Es Justine, la enfermera. Oigo el traqueteo de sus pasos. Me trae un vaso de agua y un medicamento. No sé muy bien cuál. Me da igual. Bebo y trago.

Y entonces, ahí, bruscamente, una voz en mi cabeza. Un murmullo de sombra.

«No te preocupes, Vigo, te va a llamar.»

La enfermera me acaricia la cabeza. Me sonríe y se va, discreta, como un sueño.

La puerta se cierra. El tiempo parece extinguirse, callarse. Y un instante después, el teléfono suena, de nuevo.

La sangre palpita en todas mis arterias.

Vuelvo la mirada, lentamente, hacia la mesita. El timbre inunda toda la habitación. Amenaza con detenerse, como el último bip de un cardiograma.

Mi mano se crispa. Frota las sábanas. Después, se levanta, se alarga, lucha. Busca el camino. Todos mis dedos tiemblan, me desobedecen; además, tal vez no tenga ganas de descolgar.

¿Louvel? ¿Lucie? Alguien le habría dicho que por fin me había despertado. Pero ya no espero nada. Sólo querría volver a dormirme. Dejarme acunar por la despreocupación del sueño. Tal vez más.

Y el timbre continúa, me invade y me impacienta. Una barrera cae. Un muro de Berlín. Extiendo la mano. Descuelgo.

– ¿Diga?

Nadie responde.

Pero lo sé. Ese silencio lo conozco ya. Es la mano de una madre sobre la cabeza de un niño dormido. Esa respiración, el corazón que la hace posible. Es un corazón que habría podido pertenecerme.

Finalmente, el mundo desaparece a mi alrededor. Los recuerdos, los lamentos, las dudas: ya no queda nada, nada excepto la voz que espero.

– Soy yo -dice ella al fin.

Noto que me cae una lágrima, que me calienta los párpados. Se me hace un nudo en la garganta. Querría hablar, pero me falta el aliento. Mis labios se abren para dejar escapar un sollozo.

– Tus amigos me han llamado. Estoy al corriente.

De nuevo, silencio. Los segundos se agarran y, como las piernas que se niegan a correr en un sueño, las palabras me faltan.

– Entonces, has llegado hasta el final… Lo has logrado. ¿Cómo te sientes?

– Solo.

Los sollozos que oigo no son los míos. Es Agnès la que llora.

– Te echo de menos -murmuro.

– Yo a ti también.

Cierro los ojos con todas mis fuerzas, como si quisiera conservar ese instante para siempre.

– Crees que…

Ella balbucea, escoge sus palabras.

– Crees que deberíamos…

– Sí.

– Te he echado tanto de menos, Vigo.

Abro los ojos. Miro la blancura inmaculada del techo, un horizonte virgen, infinito.

– No me llamo Vigo.

Adivino la sonrisa de su rostro, en medio de las lágrimas, y el sabor salado en sus labios.

– Es verdad -dice ella en voz baja-. ¿Y cómo te tenemos que llamar a partir de ahora?

Dudo. Busco. Y desde lo más profundo de mi memoria, más allá de ella, me llega una respuesta.

– ¿Hay algún nombre árabe que quiera decir «esperanza»?

Ella se queda en silencio durante un instante, sorprendida sin duda.

– Pues, sí… Amel, creo.

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