Cuando las puertas estuvieron abiertas de par en par, me puse en camino por el largo camino de grava, rodeado por plátanos. Algunas farolas, cerca del suelo, difundían una luz ámbar a intervalos regulares. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas. Una tranquilidad apabullante dominaba todo el espacio, rota únicamente por el ruido discreto de mis pasos sobre los pequeños guijarros blancos.
El pabellón, cuidadosamente iluminado, se perfiló al final del camino. Era una mezcla de cantera, piedras rosas y entramado normando, y se erguía con su altura de dos pisos sobre el delicado jardín. El techo de tejas rojas estaba salpicado por chimeneas y lúgubres buhardillas. Sólo había una ventana iluminada, la del primer piso, igual que la puerta de entrada. Dos lujosos coches negros estaban aparcados junto a la escalinata de piedra. Y seguía sin haber nadie a la vista. La calma opresiva del patio me ponía la piel de gallina.
Recorrí los últimos metros, y cada vez se acentuaba más la atmósfera macabra. Tenía el sentimiento de ser el títere de una obra fúnebre de teatro, espiado continuamente por un público invisible.
Cuando hube llegado al pie de la escalinata, subí uno a uno los peldaños grises, y después llamé a la puerta.
En ese momento, me pregunté si no estaba cometiendo una absurda imprudencia. ¿Estaba listo para enfrentarme a ese hombre? ¿Qué iba a sentir al verlo? ¿Odio? ¿Piedad? ¿Necesitaba justicia o venganza? ¿O, simplemente, quería ver un rostro tras toda aquella mascarada? ¿Sentía la necesidad de aguantarle la mirada a nuestro padre asesino, para liberarme de él, aunque fuera simbólicamente?
Pero, después de todo, él era quien me había convocado…
Cuando la puerta se abrió, no pude evitar que mi corazón se pusiera a palpitar mucho más fuerte. A pesar de mí, a pesar de mi determinación inconsciente, la angustia se hizo camino hasta lo más profundo de mi ser.
Un hombre joven, con traje oscuro, con planta de boxeador y cara de palo, apareció en el umbral de la puerta. Llevaba una especie de comunicador moderno, bastante grande, lleno de diodos y de botoncitos, y coronado por un fino micro.
– El señor ministro le espera -dijo con voz solemne.
Dio un paso atrás y me tendió un brazo para invitarme a entrar, de manera que quedó al descubierto el arma que llevaba sobre su pecho. Me quedé un instante en el porche, mirando de reojo el interior, turbado por la extravagante situación. El guardaespaldas, ya que no podía ser otra cosa, esperó, imperturbable, agarrando el puño de la puerta.
Entré, cada vez más nervioso. El matón cerró la puerta detrás de mí, me pidió que apartara los brazos del cuerpo y me registró. Sólo encontró mi teléfono móvil, que volvió a guardar en mi bolsillo después de haberlo inspeccionado minuciosamente.
Entonces, me llevó por una larga escalera de madera. Nuestros pasos resonaban entre las altas paredes blancas del pabellón. Subimos al primer piso, cruzamos un largo pasillo oscuro, después me abrió una puerta y me hizo pasar.
Di unos pasos en la habitación débilmente iluminada. Era un gran despacho, decorado con un fasto arrogante. Las paredes estaban forradas de madera oscura. En el suelo, relucían las placas de un magnífico parqué encerado. A la izquierda, había una gran biblioteca rebosante de libros antiguos; a la derecha, una elegante vitrina, una cómoda y toda una serie de objetos y pinturas que evocaban los placeres de la caza. En el centro de la habitación, había una magnífica mesa negra, Régence, adornada con bronces dorados, en la que había apiladas numerosas carpetas. A un lado y al otro, se habían instalado dos sillones tapizados, uno frente al otro.
En la otra esquina de la habitación, de pie frente a una gran ventana, un hombre me daba la espalda, con un vaso en la mano, y la mirada fija en el jardín del pabellón. Su impasibilidad resultaba algo ridicula, como si fuera parte de un guión escrito de antemano para un gran espectáculo, como una obra de teatro en la que quisieran hacerme entrar a la fuerza. Pero yo no estaba en absoluto dispuesto a ello. Me sentía mejor entre el público.
El guardaespaldas cerró la puerta detrás de mí.
– Siéntese, Vigo.
Reconocí la voz ronca y seca del ministro.
Me quedé quieto. El hombre se volvió, dio algunos pasos hacia delante y dejó su vaso en la mesa. A pesar del peso de sus sesenta años, todavía tenía el aspecto rígido de un joven oficial. El cráneo desprovisto de pelo, sus profundos ojos azules inquisitivos y sus rectas arrugas hacían que sus rasgos parecieran más severos.
Pareció que mi obstinación le divertía y se sentó en el sillón que había frente a mí. Apoyó los brazos y cruzó las piernas en un gesto exagerado.
– Vamos, siéntese, se lo ruego.
En ese instante, sentí hacia ese hombre un odio mucho más violento de lo que había imaginado. Una aversión instintiva, casi innata.
– ¿Por qué me ha hecho usted venir aquí? -solté sin enmascarar el desprecio que sentía.
– Usted era quien quería verme, Vigo.
– Yo no me llamo Vigo.
El ministro me mostró una amplia sonrisa.
– ¿Prefiere Il Luppo?
– No prefiero nada.
– Vamos, siéntese -repitió él-. Usted quería verme; por tanto, hablemos.
– No he venido a hablar. He venido a verle la cara. Quería ver de cerca el rostro de un hombre como usted.
– ¿Y entonces? ¿Le gusto? -dijo, mofándose.
Su arrogancia era exasperante. Debía de sentirse intocable, pero su risa ya no me interesaba. En el fondo, había conseguido lo que había ido a buscar: el objeto, concreto, de mi más profundo desprecio.
– ¿Qué le parezco? -insistió.
– Viejo.
Di media vuelta y me volví hacia la puerta.
– ¡Espere, Vigo! ¡Vigo! Ya que ha venido hasta aquí, dígame, al menos, lo que quiere…
No respondí y me apoyé en el pomo de la puerta.
– ¿Es dinero lo que quiere? Chantajearme, ¿no?
Mi mano se quedó quieta. Sin duda, debería haberme ido en ese instante, no entrar en su juego y abandonarlo con su miserable orgullo. Pero fue más fuerte que yo. Y me giré.
– ¿Hacerle chantaje? Pero ¿qué se cree, Farkas? ¿Que todo se puede comprar, incluso el silencio? ¿Dinero? No necesito dinero, señor Farkas; he conseguido algo más valioso, la verdad.
Se echó a reír de nuevo.
– ¿La verdad? ¡Usted no sabe ni una décima parte de la verdad, Vigo!
Volví al centro de la habitación, me apoyé en el respaldo de un sillón y lo miré directamente a los ojos.
– Muy bien. Le escucho -dije.
Hizo un gesto de alegría. Quizá pensaba que me había vencido.
– Perfecto. ¿Qué quiere usted saber?
– Me parece que ya sé todo lo que necesito.
– Está muy lejos de hacerlo.
– Entonces, dígame lo que necesitaría saber.
Él hizo una pausa, bebió un sorbo de coñac y después se acomodó en su sillón.
– Lo más importante, Vigo, que debe usted entender, por difícil que pueda parecerle, es que usted fue uno de los primeros voluntarios, y recalco lo de voluntarios, para participar en el Protocolo 88. Si sus amigos piratas hubieran continuado revisando los discos duros de Dermod, se habrían topado con una copia de numerosos papeles que usted firmó en la época, cuando usted era… un joven y prometedor soldado.
– ¿Me ofrecí voluntario a que hurgaran en mi cerebro?
– ¡Vamos! No diga tonterías. Nadie hizo eso. Su cerebro funciona mejor que el de la mayoría de sus conciudadanos.
– ¿Me ofrecí voluntario para perder la memoria? -continué, como si él no hubiera respondido-. ¿Para que cambiaran mi identidad y me endosaran a unos falsos padres?
– Sí. Usted había aceptado todas las consecuencias posibles del Protocolo 88, Vigo. Todas. Incluida la muerte. Y además, si usted está todavía vivo, a día de hoy, es probablemente gracias a mí.
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