Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Me levanté de un salto, con los ojos vacíos, ya muy lejos de mí mismo.

Lucie se sobresaltó. Damien me miró consternado. Badji se puso en pie, dispuesto a todo.

Pero no estaba en su mano hacer nada.

Ningún hombre, ningún argumento, ninguna razón en el mundo habría podido detenerme ya, ni detener el proceso que había empezado.

Sin esperar, sin pronunciar ni una sola palabra, pues ninguna habría tenido sentido, me dirigí a la salida y cogí mi chaqueta, que estaba colgada en el perchero.

– ¡Vigo! -exclamó Louvel-. ¿Qué mosca le ha picado?

Pero yo ya había cerrado la puerta tras de mí.

Crucé el patio a toda velocidad. La razón ya no guiaba mis pasos, sino sólo el instinto, que me daba alas.

Fuera, el mundo tampoco existía. Los peatones ya no tenían rostro; la calle había perdido sus colores, sus ruidos; el cielo ya no estaba en el aire, y la tierra ya no estaba en el suelo. No había nada más, salvo yo y mi sed inmensa.

Eché a correr hacia delante, y mis pasos, como dotados de razón propia, me guiaron hasta el asiento de un gran taxi blanco.

Oí a lo lejos, en el aire, la voz ahogada del que una vez fue Vigo Ravel.

– Lléveme al Ministerio del Interior.

Durante todo el trayecto, mi conciencia siguió desmoronándose, deshaciéndose sobre mí y por debajo de mí. Me asaltaron ondas de emociones desencarnadas, recuerdos que quizá me pertenecieran; imágenes, sonidos y el florilegio de los últimos días, que ya no estaba seguro de haber vivido; mentiras y verdades, cuyo sabor se mezclaba tan bien, y, finalmente, dudas y, luego, certidumbres… Y dudas y dudas y más dudas todavía, y otra vez certidumbres, y, por fin, certidudas. Y a su derecha, señoras y señores, la célebre torre SEAM, que se hunde, y con ella, de nuevo las certidumbres. Vi el apartamento de mis falsos padres, sin orden ni concierto, mi cabeza al revés, en triángulo, mi brazo tatuado en otra extremidad, y después mis piernas pasearse por el Guernica; oí la frase de Reynald, y me convertí en brote. Y entonces, la pregunta: cuando uno está seguro de que una mentira es una mentira, ¿se convierte ésta en una certidumbre? Quiero decir: ¿puede uno confiar en las mentiras, con los ojos cerrados? Porque en tanto que verdades, de acuerdo, las mentiras no son muy creíbles; pero en tanto que mentiras, ¿se puede contar con ellas? Y después, como si eso no bastara, las voces se mezclaron. La voz de mi jefe, los reproches de Agnès, las de dos adultos que se destrozan en el asiento delantero de un coche verde; y después, como si eso siguiera sin ser suficiente, noté la mano de una desconocida que bajaba por mis caderas, en la parte de atrás de una discoteca, hasta llegar a mis piernas para comprobar si siento deseo, y de nuevo, como si siguiera sin ser suficiente, sentí el mismo dolor en el pecho, el taladro de la bala, y nos vi morir, a él y a mí, tú eres yo, en el sótano de la Défense.

Todo se extinguió y morí un poco.

Cuando el conductor del taxi me anunció que habíamos llegado, creo que se deslizaban lágrimas por mis mejillas, y me reí, porque eso se estaba convirtiendo en una costumbre; y el que yo fuera un hombre, y el que los hombres lloren cuando ya no existen, y aunque el Homo sapiens se pueda estar extinguiendo, no es una razón para dejar de llorar.

El taxista se detuvo frente a la Place Beauvau y se volvió hacia mí con el aspecto inquieto de un chófer que sabe que no se le va a pagar. Sostuve durante un instante su mirada, para estar seguro de que estaba allí, ya que me estaba mirando; después le di un billete.

Fuera, un soplo de viento me permitió volver en mí y de nuevo volví a ser sólo uno. Mi corazón se aceleró, y cada latido me acercó un poco más a la realidad. De repente, fui consciente de que todo aquello era ridículo; de que Farkas, sin duda, no era el único responsable de lo que me había pasado, y que enfrentarme a él probablemente no cambiaría nada en mi vida, ni en mi destino.

Y sin embargo, necesitaba verlo.

Necesitaba mirar de frente al rostro de mi destrucción. Mirar en el espejo.

Incapaz de renunciar, porque ya había llegado demasiado lejos para dar marcha atrás, me encaminé directamente hacia la entrada del Ministerio del Interior. Entré en el viejo edificio de piedra blanca, pasé bajo el pórtico de seguridad. No llevaba nada encima que fuera de metal. El vigilante me dejó entrar tras saludarme. Ni siquiera temía que pudieran reconocerme. En el fondo, me burlaba de lo que podría pasarme, ahora. Al menos, si me cogían, ya no tendría que escoger mi destino por mí mismo. Alguien lo haría por mí, y la cuestión del porvenir ya no tendría ni la menor importancia. De todos modos, yo no era Vigo Ravel.

– Buenos días. Quiero ver a Farkas.

La recepcionista, incrédula, se quedó boquiabierta.

– ¿Perdón?

– ¿Dónde está su oficina?

El colega que estaba a su lado intentó reprimir una carcajada.

– Lo siento, pero el señor ministro no recibe así, sin más. ¿Por qué razón? Puedo guiarle al servicio que se encarga de…

– No. Es a Farkas a quien quiero ver. ¡Ahora!

La recepcionista borró definitivamente la sonrisa de su rostro. Observé a un lado a los dos policías que se acercaban lentamente, alertados por el tono de mi voz.

– Oiga, señor -dijo la joven con una dosis insoportable de condescendencia-, esto es lo que le propongo: dirija una instancia a su gabinete, en la que explique el motivo de su demanda, y…

– No -la interrumpí furioso-, usted no lo entiende. ¡Tengo que verlo de inmediato!

Noté entonces la mano de un policía sobre mi brazo.

– ¿Algún problema, señor?

– ¡Quiero ver al ministro!

El policía frunció el ceño. Yo mismo me di cuenta de lo ridículo de mi reclamación; sin embargo, no conseguía renunciar a ella, como si se lo debiera a una parte de mi ser. Era indudable que había alcanzado el grado de desesperación en el que el mundo deja de tener sentido hasta el punto de que se está dispuesto a lanzarse a cualquier abismo, con tal de que eso acelere la caída.

– Veo que quiere usted salir, señor -murmuró el policía, a la vez que señalaba la puerta que había detrás de él.

– ¡Déjeme en paz! -dije, liberándome el brazo.

Me precipité hacia la recepcionista y cogí el auricular de su teléfono.

– ¡Llámelo! ¡Dígale que es sobre el Protocolo 88! ¡Dígale que quiero hablarle del Protocolo 88!

En esa ocasión, la mano del policía se mostró más firme. Me agarró por el brazo y me empujó hacia atrás. Me debatí, pero su colega llegó enseguida para prestarle ayuda.

– ¡Quiero ver al ministro! ¡Dígaselo! ¡Háblele del Protocolo 88! -repetí con una voz que ni siquiera yo reconocía.

Los dos policías me levantaron del suelo y me llevaron hacia la entrada.

– ¡Venga! Te vas a calmar, valiente, y te vas a ir tranquilamente a tu casa.

Intenté liberarme en vano. Cuando estuvimos fuera, uno de los dos policías me agarró por el hombro.

– Bueno, desaparezca enseguida o tendré que arrestarlo, ¿está claro?

No respondí. Me faltaba el aliento y tenía la mirada perdida. Ni siquiera le oía.

– Vamos, váyase, y considérese afortunado porque no le detengamos.

Me tomaba por un desequilibrado, por un simple desequilibrado.

El policía me empujó hacia atrás y me desafió con la mirada. Solté un suspiro. Sabía perfectamente que ya no servía de nada quedarme allá. De hecho, ni siquiera había creído ni por un instante poder llevar a buen puerto ese acto desesperado. Era como un adolescente que se hubiera cortado las venas con un cuchillo de plástico.

Di algunos pasos, me alejé del ministerio, después me dejé caer en un banco, fuera del campo de visión de los dos policías, que seguramente se habrían quedado fuera.

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