– Pero entonces, si hacemos una extrapolación, ya que el cerebro emite y recibe campos magnéticos, la idea de que el cerebro es capaz de percibir, digamos, la señal magnética de otro cerebro no es completamente descabellada, ¿no?
Liéna Rey alzó lentamente la cabeza y mostró una sonrisa, como si comprendiera, al fin, la razón secreta de mis extrañas preguntas.
– Usted quiere preguntarme si la telepatía tiene alguna credibilidad desde el punto de vista científico, ¿es así?
No respondí; sin embargo, sí, así era.
– Bueno, pues lo siento, pero no -dijo ella divertida-. La señal magnética del cerebro es demasiado débil como para que otro cerebro la reciba. Como les he dicho, el principio de las TMS es justamente, para emitir un campo eléctrico local en el interior del cerebro, el uso de un campo magnético demasiado fuerte, capaz de atravesar sin quedar demasiado atenuado, el cuero cabelludo y el cráneo. Y no hay que olvidar que, para que se pueda atravesar el cráneo, las bobinas se colocan muy cerca de la cabeza del sujeto. Sin embargo, si con ello lo dejo tranquilo, su pregunta no es tan descabellada como pudiera parecer. Citando de nuevo al famoso Persinger, éste publicó precisamente hace unos diez años otro artículo sobre la posibilidad de controlar cerebros a distancia… Consideraba, en teoría, claro, la posibilidad de manipular la conciencia a través de emisores magnéticos extremadamente sofisticados. Y se basaba en la presencia de magnetita en nuestro cerebro y, por tanto, en su supuesta sensibilidad hacia los campos magnéticos… Pero de ahí a imaginar que un cerebro pueda ser sensible a la actividad magnética, mínima, de otro cerebro, no, la verdad, eso en pura ciencia ficción.
– Pero -insistí- ¿no es posible que un cerebro manipulado por TMS se vuelva todavía más sensible a los campos magnéticos?
– Eso sería extraordinario -dijo ella a modo de respuesta.
Tal vez fuera verdad, pero toda mi vida era extraordinaria desde hacía varios días. Desde hacía muchos años.
Después de que Liéna Rey se fuera, Louvel me había propuesto que me volviera a dormir a la pequeña habitación. No me hice de rogar y me fui rápidamente a acostarme en el viejo y deshecho colchón. El día había sido muy rico en acontecimientos y descubrimientos. Necesitaba algo de espacio tanto como algo de descanso. No obstante, a pesar de todo lo que había tenido que encajar, no me costó nada dormir.
A primera hora de la mañana, después de que me despertaran unas conversaciones lejanas, me pasé unos minutos tumbado, preguntándome si los acontecimientos de la víspera (la muerte de Greg, la de Morrain, el descubrimiento del Protocolo 88) podrían haber sido simplemente elementos imaginarios de un sueño descabellado. Pero sabía perfectamente que no. En el mejor de los casos, todo eso sólo habría sido una pesadilla.
Cuando me reuní con los otros tres en la gran habitación central de las cuadras, comprendí enseguida, al verles la cara, que tenían alguna noticia que anunciarme.
– ¿Y bien? -pregunté, colocándome entre ellos en la mesa de reuniones.
Un recipiente con café y cruasanes estaban dispuestos sobre una gran bandeja negra.
– Vigo -empezó diciendo Louvel-, Lucie ha averiguado la identidad del comandante Laurens.
Los tres se me quedaron mirando con inquietud. Había en sus ojos, a su pesar, un matiz que conocía demasiado bien, y que traslucía compasión. No se lo podía reprochar. Durante mucho tiempo había sido el esquizofrénico oficial, por lo que estaba acostumbrado. Y sabía que, en su caso, esa compasión no era una señal de piedad, sino de una sincera amistad; pero yo no pedía que nadie me protegiera.
Me serví una taza de café.
– ¿Quién es? -pregunté con voz neutra.
Lucie se apresuró a responder, pero Louvel le quitó la palabra.
– Vigo, se trata del tipo que es el responsable de sus problemas neurológicos. Comprendo que tenga ganas de saberlo. Y de todos modos, la verdad saldrá a la luz tarde o temprano.
Vamos a asegurarnos de ello, pero es totalmente necesario que…
– ¿Quién es? -insistí, mirando fijamente a Lucie.
La joven dejó su cruasán frente a ella y buscó alguna señal en la mirada de Louvel. Él se encogió de hombros. Sabía que no cedería.
– De acuerdo -soltó Lucie-, no me ha costado averiguar que Laurens era un nombre bastante común. En Francia, hay muchos hombres con ese nombre, e incluso hay varios artistas y políticos que se llaman así. Pero resulta que ése es también el nombre de una pequeña ciudad en Hérault, Vigo. Entonces, al intentar cruzar todas las informaciones, me he topado con la biografía del tipo que era director de la DGSE, en 1988…
– ¿Y?
– Nació en Laurens.
– ¿Y quién era el director de la DGSE en 1988? -pregunté, con las manos cruzadas delante de mí.
La joven suspiró.
– Un antiguo militar, oficial del ejército de tierra, que sirvió, o más bien debería decir arrasó, en Argelia, y que se recicló para trabajar en los servicios secretos, antes de hacer una brillante carrera política…
– ¿Quién es? -volví a insistir.
– Jean-Jacques Farkas -murmuró ella-, el actual ministro de Interior.
Las imágenes volvieron a mi mente de inmediato, olas de recuerdos que formaban un caleidoscopio: el apartamento de mis padres, el sofá, la pequeña televisión…, después, por fin, temblorosa en medio de la pantalla, la imagen del ministro concediendo entrevistas después de los atentados del 8 de agosto. «Jean-Jacques Farkas esta mañana ha afirmado que varias células de Al-Qaeda llevan mucho tiempo infiltradas en la capital y que es muy probable que sean las responsables de estos actos terroristas.» Volví a ver su rostro, en el que apenas se disimulaba la mentira. Farkas. Las seis letras aparecieron una tras otra ante mí: F-A-R-K-A-S. E, instantáneamente, una alarma pareció dispararse en mi cabeza.
El mundo empezó a tambalearse a mi alrededor. Parecía que la gravedad había desaparecido de repente. Los rostros de mis tres compañeros se volvieron inconsistentes. Mis propias manos, con las que me agarraba a la mesa como para evitar que la realidad se deshiciera, se hicieron borrosas. Toda mi visión se nubló, y el ruido del mundo se extinguió lentamente para dejar su lugar al grito estridente de una sirena imaginaria.
Pero no pensé en nada. No se alzó ningún murmullo de entre las sombras. Aquélla no era una crisis normal. Era un recuerdo que se abría camino a la fuerza a través de los meandros de mi confusa memoria. Era una verdad que se había convertido en tumor. Un vestigio recubierto por el polvo de la negación. Era una dolorosa confesión de mi memoria. Una prueba. Arriba, al final del túnel, esas seis letras ardían con el resplandor cruel de la trivialidad. FARKAS. Y, aunque no podía conseguir aferrarme al menor recuerdo, supe, en mi interior, que él era el odioso responsable que esperaba desde hace tiempo para satisfacer mi profundo deseo de justicia.
La frase de Reynald resonó en mis tímpanos: «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3». Ahora, cada palabra adquiría su sentido. Los brotes transcraneanos éramos nosotros, las veinte cobayas del Protocolo 88; los aprendices de brujos eran ellos, el doctor Guillaume y su ejército de neurocientíficos deshonestos. El padre asesino era él, el comandante Laurens, alias Jean-Jacques Farkas, como una firma en la parte inferior de un documento.
Bruscamente, las cosas se me presentaron como una realidad ineluctable. Me convertí en esclavo de un sentimiento tan grande que me sobrepasaba, aunque me resultara ajeno. Fue como si mi cuerpo estuviera sometido a una sola fuerza, incontrolable, que no era más que una voluntad pura, una necesidad tiránica que no tendría fin hasta que se hubiera satisfecho.
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