El tiroteo se recrudeció. El ruido de la carrera, el aliento del viento, las palpitaciones de mi sangre, el crepitar de las llamas, todo se mezclaba y me empujaba hacia la noche. De repente, noté un golpe violento en la espalda. El tipo me había atrapado. Se echó sobre mí y me tiró con firmeza al suelo. Sentí el metal frío de su arma en la sien.
– Si vuelves a intentar algo así, cerdo, date por muerto.
Detrás de nosotros, los tiros continuaban. Mi guardián se levantó, miró a su colega, que, a lo lejos, intentaba como podía responder al asalto. Me cogió por el cuello y me obligó a levantarme. Con el cañón de su pistola apretado contra mi espalda, me obligó a levantarme y me empujó delante de él, hacia el foso.
Se oyó entonces una nueva explosión. Me sobresalté. El segundo coche se levantó por encima del suelo en medio de un torbellino de llamas.
– ¡Muévete! -gritó el tipo, sin preocuparse por su colega, cuyo cuerpo debía de estar ahora hecho papilla en un cráter humeante.
El pitido en mis oídos se añadió al desorden indescriptible. Bajé a la zanja, me deslicé por la hierba, intentando no caerme. Los hombres que nos habían atacado (los colegas de Badji, que habían venido a sacarme de allí, de eso no había duda) no disparaban en nuestra dirección. Temían seguramente que me diera alguna bala perdida. Mi matón lo sabía y se aprovechaba de ello. Era su escudo humano. Por el momento.
Cuando hubimos subido al otro lado de la zanja, me hizo una señal para que me adentrara en el bosque. Miré de reojo a la carretera, para ver si los hombres de Badji nos seguían. Pero no tuve tiempo para asegurarme, mi cerbero me asestó un codazo en la mejilla.
– ¡Mira hacia delante, Luppo, y corre!
Con esas palabras, comprendí enseguida lo que debía hacer. Claro, debería haberlo adivinado mucho antes: un transcraneano. Un buen soldadito de Dermod de nueva generación, la que había aprendido a matar. Sin embargo, a pesar de lo que me había explicado Farkas, su presencia no había provocado en mí una crisis epiléptica… No oía ninguna voz en mi cabeza.
Noté de nuevo la punta de su arma en mi espalda y aceleré. A paso ligero, nos adentramos en el bosque como dos bestias acosadas. Enseguida, la luz de los dos coches en llamas hubo desaparecido completamente detrás de las hileras de grandes árboles, y no escuché más el ruido de nuestros propios pasos al aplastar la alfombra de hojas y ramas.
– ¡Detente ahí!
Me quedé inmóvil.
– ¡De rodillas, y las manos en la cabeza!
Eché una ojeada en su dirección. Su pistola seguía apuntándome. Me resigné dócilmente. Dio dos pasos hacia atrás para mantenerse a una distancia de seguridad y protegerse de cualquier ataque por mi parte. Sabía a quién se enfrentaba. Los secretos del combate cuerpo a cuerpo estaban grabados en alguna parte en el fondo de mi memoria. Estaba en alerta continua. Él debía de notarlo.
Con gesto seguro, cambió el cargador de su automática. No le quité los ojos de encima. Escruté su mirada, como si hubiera querido traspasarlo, pasar al otro lado y oír, por fin, sus pensamientos. Para elegir el mejor momento. Tenía que intentarlo. Concentrarme. Debía de haber un modo de leer en su cabeza.
De repente, lo vi sonreír, como si hubiera comprendido lo que iba a hacer.
– Ni en tus sueños -murmuró él, burlón, señalando su auricular.
Lo entendí enseguida. Dermod había cuidado todos los detalles de su puesta en escena. Esos aparatos que llevaban sus soldados no eran simples emisores-receptores. De alguna manera, impedían oír los pensamientos de los transcraneanos. Allí, en la oscuridad del bosque, yo era un hombre como cualquier otro. Un esclavo con cinco sentidos, nada más.
Apuntó de nuevo su arma hacia mí, después apretó su auricular.
– Raven 2 a Central, cambio.
Con las manos sobre la cabeza, intenté mirar discretamente al otro lado del bosque, buscando a los hombres de Badji. Pero nada se movía. Ni una sombra, ni un ruido. Sin duda, nos habían perdido el rastro. Me había quedado solo y sólo contaba con mis propias fuerzas, o más exactamente, estaba solo con el enemigo.
El mercenario repitió su llamada.
– Raven 2 a Central, cambio.
Sentí que me caían gotas de sudor por la frente. Sin ser plenamente consciente, o sin confesármelo, el miedo empezó a adueñarse de mí. Un temor instintivo, aguzado por el olor evidente a muerte, de que se acercaba el final. No veía cómo salir de aquella situación. Qué feliz vuelta de tuerca podría sacarme de allí. Aunque hubiera querido convencerme de que tampoco tenía mucha importancia, que en el fondo quería morir allí, una parte de mí se hundía, impotente, en un profundo pánico.
No tenía tantas prisas por morir. No era tan curioso.
– Nos han atacado al salir del pabellón. He podido sacar al rehén. Estamos en el bosque, fuera del fuego. Cambio.
Silencio. La respuesta le llegó a través del auricular, débil como un susurro. No pude distinguirla.
– ¿Y qué hago con él? Cambio.
Levanté la mirada hacia él, para intentar adivinar por su rostro la respuesta que estaba escuchando.
– ¿Aquí? -preguntó él, sosteniéndome la mirada-. Bien. Entendido. Corto.
Apretó una vez más su comunicador.
– Vuélvete, de cara al árbol.
Todo mi cuerpo se crispó, como si él mismo se negara a ceder. Sin duda, temía las intenciones de mi adversario, o más bien, la orden que había recibido. Me había llegado la hora.
Después de todas las batallas, las huidas, las interminables carreras, después de todo el camino recorrido, los descubrimientos, iba a morir allí, bajo la mirada centenaria de árboles indiferentes. Ése era, pues, el precio de la verdad, el castigo de quien había querido saber. Era Prometeo entregado al águila. Así, no habría disfrutado mucho tiempo del sabor del conocimiento; pero al menos no moría en la duda. Había obtenido mi respuesta, mi recompensa. Me podían quitar la vida, pero no mi certidumbre. Ésas fueron, en todo caso, las palabras de consuelo que me susurré en mi último aliento, con la esperanza de que, además, Louvel podría ofrecer al mundo la verdad que me iba a costar la vida.
– ¡Vuélvete, desgraciado!
Al ver que seguía sin moverme, el mercenario se acercó para darme una patada en plena cara.
Era mi última oportunidad, mi última ventana. Un último intento.
Con un gesto brusco, esquivé su golpe y le atrapé el pie al vuelo. Lo tiré violentamente al suelo, y él perdió el equilibrio. Me tiré encima de él, con todas mis fuerzas y centrándome en el arma que llevaba en la mano derecha. Tumbado sobre él, le sujeté la muñeca contra el suelo con una mano, mientras con la rodilla le inmovilizaba el otro brazo. Me erguí y le asesté un puñetazo en plena cara. Su cabeza encajó el golpe. Él soltó un gruñido. No le di tiempo para recuperarse e intenté desarmarlo golpeándole la muñeca contra el suelo dos veces. La segunda fue la buena.
Su mano se dio con una piedra, y el dolor le hizo abrir el puño y perder el arma. Pero había conseguido, al mismo tiempo, liberar su otro brazo, y me golpeó, a su vez, sin que pudiera parar el ataque. Su puño me alcanzó en plena sien. Mi visión se enturbió y sólo vi un resplandor blanco. Fue como si mi cerebro se hubiera paseado por mi cráneo. Creí que iba a perder el conocimiento.
Con un movimiento de la cintura, me hizo pasar por encima de él. Rodé en medio de las hojas muertas. Al levantar la cabeza, vi que se ponía de pie. Extendí la mano para coger la pistola que estaba delante de él. Enseguida, le dio una patada y la envió a unos metros de distancia. Intenté hacerle la zancadilla, pero se dejó caer él mismo sobre mí y me agarró la garganta.
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