Por fin, la puerta se estremeció en medio del vaivén de las lenguas de fuego y cayó hacia atrás. Allí quedó apoyada sobre lo que parecía ser algún tipo de mueble, sin duda el que habían usado para bloquear la entrada. El fragor de la hoguera era inmenso y no se podía ver el interior. Pero el padre no tenía prisa, encontraba satisfacción en ver cómo las llamas evolucionaban devorándolo todo. Ojalá ardiera toda la planta, todo el maldito edificio. Una vez leyó que la Biblia contenía más de quinientas referencias al fuego, y de éstas noventa estaban relacionadas con Dios. La Palabra le decía que cuando Dios actúa es como un fuego consumidor. Y los pueblos serán como cal quemada, como espinos cortados serán quemados con fuego. Y así era, su Dios verdadero era un Dios de Fuego, ardiente como un incendio forestal y no como una llanura de hielo. A Él nunca se le asocia con la luz fría de la luna, sino con la luz radiante del Sol. Su morada es la fuente de luz de los soles nacientes, y las obras que Él hace las realiza con un deseo intenso y con un propósito apasionado.
Como las llamas, dijo fascinado por la fiereza cruel del incendio. Y en ese momento la mitad de la estantería se derrumbó levantando una explosión de cenizas incandescentes, livianos trozos de papel de los libros consumidos que llenaron la sala como extraños insectos luminosos. La puerta quedó por fin paralela al suelo dejando de constituir un obstáculo.
A través del humo, el padre Isidro veía ahora la confusa figura de dos hombres que esperaban a cierta distancia en el salón. Un odio sobrenatural se abrió camino en su mente, y sin darse tiempo a pensarlo, espoleado quizá por el virus Necrosum que excitaba las capas más primigenias del cerebro se lanzó hacia delante. Saltó los dos metros de brasas al rojo vivo a través de las llamas, y aterrizó al otro lado casi a cuatro patas con el bajo de la sotana humeante. De los orificios de su nariz escapaba lentamente el humo que inundaba completamente sus pulmones, y toda su cara estaba contraída por un rictus animal. Su postura recordaba la de un lobo.
El hombre más pequeño dejó escapar un grito de horror que acabó muriendo en su boca, silencioso incluso cuando ésta seguía abierta. El otro le apuntó rápidamente con una pequeña pistola, pero temblaba visiblemente y el disparo pasó volando a escasos centímetros de la cabeza del sacerdote. El tiro no se perdió sin embargo, cruzó el umbral donde las llamas todavía se debatían a media altura y alcanzó a uno de los zombis en el hombro. Éste trastabilló hacia su derecha y giró la cabeza hacia la entrada de la casa profiriendo un gruñido áspero. Los otros se volvieron a su vez, el gesto en sus caras aunque profundamente animal, denotaba sorpresa. El sonido del disparo les marcaba ahora el camino.
Branko volvió a disparar y esta vez le acertó en el pecho, en el lado izquierdo. La tela de la sotana tremoló brevemente a medida que la bala se abría paso a través de la tela rompiendo los tejidos muertos y quebrando el hueso. Pero el padre Isidro apenas lo acusó. Se puso en pie lentamente, una figura alta y delgada con los brazos extendidos hacia abajo y el cabello blanco, ahora grasiento y deslucido, pegado a las mejillas y la frente. La silueta contrastaba con el resplandor de las llamas.
Disparó una tercera bala que le atravesó el cuerpo a la altura del hígado mientras el padre Isidro acortaba cada vez más la distancia. El Secretario salió corriendo hacia el interior de la casa.
– No se puede matar lo que no vive -musitó el sacerdote.
Branko ya no pudo disparar más. El padre Isidro alargó las manos con rapidez y rodeó su cuello. La presión fue brutal, le desgarró los cartílagos de la laringe provocándole una severa hemorragia interna. Abrió la boca y dejó escapar un borbotón de sangre que salpicó a su asesino pero no le alivió, los pulmones se encharcaban.
Dejó caer el cuerpo sin vida. Ya sabía lo que ocurriría en un rato, lo había visto infinidad de veces. El proceso podía variar de unos minutos a una hora, pero el resultado era siempre el mismo, el impío volvía a la vida con los ojos blancos de la Marca del Señor.
En ese momento pasaron varios zombis a su lado corriendo frenéticos hacia el interior. Aún había fuego, pero las llamas eran ya bajas y las atravesaron corriendo, estimulados por los ruidos de los disparos. Se perdieron por el pasillo, donde sorprendieron al Secretario a punto de tirarse por la ventana del dormitorio, junto a la cama donde Rafael, aún en estado de shock, miraba al techo mientras contaba con los dedos. Les mordieron y arrancaron pedazos de su cuerpo mientras gritaban llevados a las puertas de la locura, superados por un dolor inenarrable.
El padre Isidro se limpió la sangre de la cara pasando el antebrazo con un gesto distraído y miró al cadáver que acababa de sojuzgar. Ladeó la cabeza para buscar su mirada, después hizo la señal de la cruz pasando su mano por delante de su cara.
– Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Y otra vez, sin darse cuenta, chascó los dientes.
* * *
Moses se había escondido primero en el cuarto de baño, pero otra vez supuso que una puerta cerrada sería la mejor forma de indicarle al sacerdote demente que alguien se ocultaba, y decidió entonces meterse debajo de la cama del dormitorio. No sabía si sus zombis podrían olerle, pero había demasiadas viviendas en el bloque para que el padre buscara en todas las camas, no sólo encima, sino también debajo.
Y tenía miedo. Al oler el humo y escuchar los disparos y los gritos de los muertos, supo que quería vivir. A pesar de todo, todavía había un hueco para la esperanza, y la esperanza tenía por nombre Juan Aranda. Cuando él regresase podría examinar los cuerpos y averiguar quizá cómo habían muerto. Podría buscar el cuerpo de Isabel si estaba por algún lado. Y si no estaba, no le haría ningún favor estando muerto. Tendría que buscarla.
Vivir. Vivir. Se llenó los pulmones de vida, ahora que todavía el aire no se había enrarecido tanto por el humo. La pierna le dolía, y la pernera que había atado alrededor de la herida a modo de torniquete estaba ensangrentada, pero la adrenalina recorría su cuerpo y sabía que eso tenía cierto efecto analgésico. Lo peor vendría después.
La sangre, ¿dejé sangre en la entrada, habrá un rastro que pueda seguir hasta aquí?
No lo recordaba, pero en la oscuridad de la habitación Moses juntó las manos y cerró los ojos rezando a Dios para que le protegiera, que protegiera a Isabel y a todos los suyos, y rezó para que el Escuadrón regresara pronto.
Por favor, Dios, por favor… haz que regresen y protégelos.
Pero en el piso de al lado los muertos aullaron como los perros que barruntan la muerte, y Moses rompió a llorar.
Cuando Alba y Gabriel entraron en la casa una súbita sensación de repulsa los invadió. Se trataba de un antro en extremo oscuro, pues todas las ventanas estaban cerradas con sus postigos echados y la única luz se filtraba por unas troneras ubicadas en las paredes, cerca del techo. En el centro de la habitación predominaba una mesa de madera abarrotada de basura, latas abiertas y platos con restos de comida formando pilas inestables, bolsas de plástico que rezumaban un icor de apariencia pringosa y envases de cartón y cristal de varias formas y tamaños, todos abiertos y vacíos, algunos volcados. Los muebles, en su mayoría estanterías, estaban también llenos de objetos de toda clase: una talla de madera de algo que parecía alguna suerte de tótem indio, un jarrón agrietado al que le faltaba un trozo, un pequeño zorro disecado en actitud amenazante. En una de las esquinas sumidas en penumbras, había un cementerio de baterías de coche apiladas de cualquier manera, algunas abolladas, otras habían rezumado y corroído las que tenían debajo. Alba, abrumada por lo que veía, se fijó especialmente en varias muñecas de porcelana con sus caritas blancas tiznadas de suciedad y los ojos en extremo abiertos. No eran bonitas se dijo, aquellos ojos parecían ocultar un grito en sus frías gargantas, y bajo sus sonrisas congeladas asomaban, terribles, unos diminutos dientes blancos.
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