* * *
Cenaron una especie de sopa cuyos ingredientes les eran desconocidos, pero estaba caliente y no muy mala del todo, y consiguieron acabársela entera. El Hombre Andrajoso canturreaba de aquí para allá, masticando una especie de hierba que había sacado de un bote. Qué era, no lo sabían, pero cuando les dedicaba una sonrisa los dientes destacaban bajo su barba con hilachos de un color verdoso.
Habían pasado la tarde escuchando sus historias. Gabriel comprendió muy pronto que le encantaba hablar y ser escuchado, y había esperado pacientemente a que se hiciera de noche sentado en su silla con Alba pegada a él. Su narración era caótica, retorcida por su incesante monólogo plagado de reiteraciones y preguntas formuladas más a sí mismo que a los niños, pero por lo que había podido entender cuando no estaba pensando en su plan, el Hombre Andrajoso había estado solo desde mucho antes de la infección. Había sido un indigente desde que perdiera a su mujer y su trabajo por razones que no se pronunciaron. Sumido en una depresión demoledora, acabó arrastrado a las calles donde terminó dedicando la mayor parte del día a permanecer tumbado en cualquier rincón, consumiendo envases de vino barato que pagaba con las monedas que recogía.
En Calahonda había conocido a Israel, un rumano con el que coincidió en la puerta de Mercadona. Israel había venido a España buscando cambiar su vida, pero se encontró de bruces con la crisis de la construcción y acabó consumiendo sus escasos ahorros desplazándose de aquí para allá en busca de un trabajo. No hubo suerte. Se cayeron bien desde el principio y compartieron los mendrugos que conseguían de tanto en cuando. La vida se hizo más llevadera aquellas semanas, y el Hombre Andrajoso dejó de hablar a solas y a murmurar entre dientes.
La infección zombi los movió cada vez más arriba, lejos de las zonas más urbanas. Cuando la policía dejó de atender las llamadas encontraron una casa que ocuparon casi una semana, antes de que los muertos los echaran de allí hacia el monte. Esa casa estaba vacía y lo bastante alejada, así que forzaron la cerradura y se asentaron. No les contó cómo cayó Israel, pero Gabriel supo que no había sabido superar su muerte, había eliminado con precisión quirúrgica todos los recuerdos referentes a ésta, e incluso había borrado el hecho de que tuvo que atarle para que no le atacara. Tampoco supo cuándo decidió hablar por él y entregarse a un fingido diálogo, pero la soledad es terrible cuando se sobrevive en una casa al pie de las montañas y la salud mental hace tiempo que se ha ido a pique.
Gabriel no sentía pena por aquel hombre. Todo lo que su mente bullía con febril efervescencia era su Plan de Fuga. Si la historia del Hombre Andrajoso le había conmovido en parte alguna, ese sentimiento desaparecía cada vez que miraba a su hermana, que en ese entorno de podredumbre le parecía todavía más pequeña de lo habitual. La niña no dejaba de mirar las escaleras de madera, temiendo sin duda que en cualquier momento bajase Israel, con los brazos levantados y los ojos blancos fijos en ella. Gabriel por otro lado, no creía al Hombre Andrajoso. No esperaba que fuera a acompañarles a ningún lado. Se resistía a pensar qué otras alternativas había, era como si cada vez que ese pensamiento fluía en su mente, se deslizara hacia el margen de la consciencia resultando imposible cazarlo.
De Gulich no sabían nada. No ladraba tras el umbral escuchando sus voces, no arañaba la puerta intentando que lo dejasen entrar. Confiaba, rezaba para que siguiera allí todavía. Sin él, el Plan de Fuga valía tanto como un hueso de aceituna.
Un rato más tarde Gabriel anunció que tenían sueño. Deseaba con todas sus energías que llegara el momento en el que la rutilante bombilla alimentada por una batería de coche se apagase. Y entonces la casa se quedaría en silencio, y él podría esperar, y esperar, a que la noche se hiciese vieja y el viejo loco durmiese profundamente.
– ¡Sí, sí, los niños descansan! Se acuestan temprano y tienen sueños preciosos. ¡A descansar!
El Hombre Andrajoso subió entonces por las escaleras, y por primera vez se quedaron los dos a solas. Gabriel notaba una notable presión en el pecho y las sienes, y apremiado por la sensación de urgencia se levantó despacio de la silla para tratar de probar el tablón que bloqueaba la puerta. No pudo moverlo con una sola mano sin embargo, y entonces decidió emplear las dos. Tampoco así pudo levantarlo, pero no quería arriesgarse a que su anfitrión le sorprendiese trasteando y volvió a su asiento. La mirada de su hermana era de tremenda decepción.
Apenas se había sentado cuando el hombre apareció haciendo crujir los viejos escalones. Acarreaba en los brazos una buena pila de mantas.
– La noche es fría, muy muy fría, ¡pero los niños duermen calientes si se les abriga bien!
Dejó las mantas en el suelo a un lado de la habitación y las dejó extendidas. Gabriel las examinó afligido, pues estaban también llenas de manchas de una apariencia en extremo desagradable, pero sin embargo ayudó a su hermana a taparse con ellas y se tumbó a su lado. La inquietud lo recorría de pies a cabeza manteniendo tensos todos los músculos de su cuerpo. Se acercaba el momento de saber qué haría el Hombre Andrajoso, presumiblemente tendría una habitación en el piso de arriba, pero ¿y si cogía la silla la arrimaba a la puerta y se sentaba en ella para dormitar dando cabezazos toda la noche, qué oportunidades tendría entonces?
Pero, por fortuna, no fue así.
– ¡Dormid! Ea, a dormir, mañana veremos. Sí, mañana veremos -y quitando las pinzas de la batería de coche trajo la oscuridad a la habitación. Ahora, en contraste con las tinieblas que reinaban en la sala, la luz crepuscular del día que acababa contrastaba a través de las troneras cada vez más apagada y tenue. Por fin, el Hombre Andrajoso desapareció escaleras arriba.
Gabriel suspiró.
– Gaby -susurró Alba.
– Sssh, duérmete -dijo Gabriel en voz baja. -Yo me ocupo de todo.
Y la pequeña, confortada quizá por la seguridad que destilaba el tono de su hermano, se dio la vuelta y cayó en el sueño que tanto necesitaba.
Gabriel permaneció acurrucado con los ojos abiertos de par en par brillando en la sombra. Desde el piso de arriba llegaba ahora un pequeño resplandor, aunque mucho más débil, como el de la llama de una vela lejana. Esperó durante un espacio de tiempo que se le antojó eterno, aguardando a que la luz acabase sucumbiendo a la noche. Agudizaba el oído constantemente, en ocasiones a expensas de aguantar la respiración, esperando quizá percibir unos ronquidos distantes que le indicasen que el momento había llegado.
Pero nada de eso parecía ocurrir.
Por fin, tras comprobar que la respiración de su hermana era la propia de alguien en sueño profundo, el muchacho retiró las mantas con infinito cuidado y se aventuró a ponerse en pie. Pensó en acercarse primero a las escaleras para asegurarse de que el Hombre Andrajoso no le sorprendería en plena faena, pero llegar hasta allí resultó toda una odisea, caminaba extremando las precauciones a cada paso como si avanzara entre alimañas dormidas. A medida que se acercaba más y más, el murmullo apenas audible de unas voces empezó a llegar hasta sus oídos. Por un breve instante se congeló en el sitio incapaz de determinar qué significaba aquello, pero luego recordó la escena vivida con Israel, ahora ya brumosa y descolorida en su mente y descubrió de qué se trataba. Era, naturalmente, el Señor Dos Voces.
– … de aquella vez? -decía en su voz de falsete.
– ¡Sí, sí, cómo olvidar aquella vez!
– Pues podríamos… podríamos tener otro.
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