Los Caminantes 2, 2010
Para mis hijas, Sacha y Norah.
Para mi mujer, Desirée, por tanto apoyo y amor.
Para mi familia, por estar siempre ahí, por ser como son.
Por Álvaro Fuentes
Los Caminantes, un título que cuando me enfrenté a él realmente no sabía qué me iba a encontrar. Tras una época de sequía en España del género zombi, este libro suponía una apuesta arriesgada y, el autor, Carlos, sin saberlo tenía una gran responsabilidad… darnos a los amantes del género algo que llevábamos esperando mucho tiempo. No sólo cumplió con creces lo que todos esperábamos, sino que lo superó y se sacó de la manga un universo donde los caminantes son unas criaturas terroríficas, donde los personajes hacen que sientas una empatía enorme hacia ellos, y donde hay un villano de esos que dejan huella.
Decir que ha revivido el género es algo obvio. Da un lavado de cara a los zombis y nos los muestra en una de las versiones más terroríficas que yo he visto: no son ni lentos ni rápidos, ni todo lo contrario… son "el zombi definitivo". Tienen todas las características de los lentos, pero pobre de ti si les das tiempo a que se fijen en tu persona, entonces se convierten en velocistas que avanzarán sin dudarlo a por su presa. Un detalle que tiene muy especial esta novela es que te describe las acciones que estos hacen cuando no están implicados en la acción, cuando se nos narra lo que ven los personajes al espiarlos. Ver su comportamiento hizo que se me pusieran los pelos de punta y que sus aullidos me acompañaran en alguna que otra pesadilla.
Los personajes… el otro gran acierto de la novela. Carlos crea un grupo compacto, totalmente creíble y que como ya he comentado, terminas empatizando con ellos. Cada uno tendrá su favorito, pero aun así el resto formará parte de nosotros como si de una gran familia se tratase.
Pero lo que marca la diferencia es el villano: el Padre Isidro. Un personaje por el cual es imposible sentir lástima y al que odiaremos cada vez más a medida que avancen las páginas. Creado de forma magistral por parte de Carlos, es el villano perfecto, se mueve por una creencia que hace que cualquier medio sea válido para llevar a buen término lo que él considera su misión. No tengo ninguna duda de que a la larga pasará a ser uno de los grandes malos que la literatura ha dado. Yo, por mi parte, lo odio con todas mis fuerzas.
¿Y quién es Carlos Sisí? Bueno, esta pregunta hace un año quizá fuera difícil de responder, pero a día de hoy ya no… y esa fama se la ha ganado con creces. Los Caminantes fue su primera novela y cualquiera que la haya leído se habrá dado cuenta del nivel que tiene escribiendo, y muchos nos preguntamos… ¿dónde has estado metido estos años? Aunque, como dice el refrán, "más vale tarde que nunca" y por suerte tenemos Carlos para rato.
Pero esto es un prólogo de Los Caminantes: Necrópolis, y por lo tanto tendría que comentaros algo sobre ella, pero… creo que lo mejor es que termine yo para que vosotros comencéis con el primer capítulo y veáis lo que ha preparado Carlos para vosotros esta vez. Eso sí, os diré que no tendréis respiro, que cuando las cosas se ponen mal suelen ir a peor, que hará que sintáis odio e impotencia, que os hará sentir miedo, y que cuando os despertéis a medianoche quién sabe si no tendréis delante la sonrisa perfecta del Padre Isidro delante de vosotros.
Sin más me despido, no sin antes dar las gracias a Carlos por hacernos vivir aquellas experiencias que los amantes del terror teníamos aletargadas desde hace tiempo. Gracias maestro.
Ahora, lector, comienza el viaje por el horror y suerte en tu camino.
Aunque ya no quedara mucha gente para llevar la cuenta del mes exacto, el gélido frío reinante denunciaba muy a las claras que corría el invierno. El lugar era la ciudad de Málaga, mucho tiempo después de la horrible pandemia que asoló todo el planeta desde Tombuctú hasta sus antípodas. Allí, el viento rugía colérico, arrastrando la inmundicia que cubría las calles de un lado a otro. A veces, soplaba tan fuerte que no era extraño ver sillas de plástico o contenedores siendo empujados sin destino ni propósito hacia uno u otro extremo. El aspecto era por tanto de desolación total, con unos barrios más afectados que otros y algunos que parecían reconstrucciones de pesadilla de ciudades agostadas por la guerra y las llamas. Los coches, abandonados o volcados, bloqueaban todas las calles; de noche, la ciudad dormía completamente a oscuras, mecida por un estertor sordo que llenaba el silencio de una ciudad muerta.
La pandemia que provocó semejante escenario fue inesperada, inexplicable, y tan completamente distinta de cualquier otra enfermedad jamás sufrida por la raza humana que casi provocó su absoluta y completa destrucción. Las vicisitudes de la evolución del ser humano desde que abandonó el mar hace millones de años hasta convertirse en pináculo de la vida en la Tierra quedó brutalmente interrumpida tras haber superado dramas, guerras, enfermedades y terribles catástrofes naturales. Nada era comparable; aquello lo superaba todo. Para empezar, la epidemia no provocaba que la gente muriese, sino todo lo contrario: los devolvía a la vida. Los muertos se revolvían en sus tumbas, volvían a levantarse al poco de morir y avanzaban torpemente, privados de todo intelecto y devueltos a un estado primitivo y animal donde la animosidad de todo acto consistía exclusivamente en buscar la aniquilación de los vivos, sin importar si éstos eran conocidos, amigos, familiares o amantes.
El hombre es un ser social y, como tal, había instaurado la base de su seguridad en el grupo afectivo tradicional formado por amigos, familia… el zombi se instalaba muy rápidamente en ese círculo a poco que se torcieran las cosas, y no todos tenían estómago para llevar a cabo la terrible decapitación si el atacante resultaba ser tu hijo, padre, o amante esposo. En muchísimos casos, el atacado, conmocionado, simplemente se rendía.
Estos escenarios terribles se repetían con pocas variaciones por todo el mundo. Pero así como es sabido que la guerra engendra héroes, una situación desesperada como la vivida por la Humanidad en aquellos días no fue menos. Por todas partes surgían grupos de supervivientes obcecados en conservar la vida, gente que ayudaba y gente que recibía ayuda, y se enfrentaban juntos al terror psicológico de aquél fenómeno en los lugares más dispares. En España, en la provincia de Lleida, un grupo de dieciséis personas resistían con bastante éxito en el embalse de Santa Ana: resultaba inaccesible para los zombis, tenían agua, pesca, caza y un suministro inagotable de energía eléctrica. Sin embargo, las miserias del alma humana provocaron una fuerte discusión interna por un asunto de celos y acabaron a tiros, reduciendo el grupo a sólo siete supervivientes que volvieron a escindirse en dos: los que se marchaban y los que se quedaban. Ninguno sobrevivió.
No mucho más al norte, en el pirineo Aragonés, un total de ochenta y cuatro supervivientes compartían un refugio en una casa rural en La Ribera. Funcionaron bien por un tiempo, y realmente casi lo consiguen, pero una noche cocinaron un jabalí que habían cazado esa misma tarde. Deambulaba demasiado cerca de la casa y lo abatieron fácilmente. Llenó la cocina de un aroma dulzón y profundo que hizo salivar a todos los que pasaban por allí, y fue presentado en varias bandejas con cebollas y patatas del huerto al que prodigaban mil cuidados. Pero resultó que el animal había estado mordisqueando el cadáver de un zombi olvidado en los alrededores, y la gran mayoría de los supervivientes murió a los pocos días aquejada de alta fiebre, sudores y horrendos dolores. Los vómitos eran espesos y llenos de bilis viscosa. Los que sobrevivieron, débiles y enfermos, fueron devorados por los compañeros que iban volviendo a la vida. El último de ellos murió de inanición encerrado en un cuarto de baño mientras fuera, incansables, el resto de sus compañeros golpeaba la puerta, día y noche.
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