Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– Sí, ¿verdad? Creo que sí que podríamos, pero es muy muy peligroso.

– Pero puede hacerse, si sabemos cómo.

Claro, claro que puede hacerse si nos hacemos sus amigos primero, ¿eh? Buen perro, primero amigos.

Hubo entonces unos segundos de silencio.

– ¿Qué dirán los niños, viejo? -preguntó de nuevo la voz aguda.

– Los niños -se contestó a sí mismo cambiando de nuevo la voz.

– … quién sabe qué dirán los niños, ¿eh, quién sabe?

– Podrían… podrían no saberlo.

– Podrían no saberlo, ¿eh? Los niños buenos mejor ignorantes, mejor sin saberlo, quizá prueben un poco si no saben -exclamó riendo pero sin levantar mucho la voz, lo que le confirió una cualidad que a Gabriel le pareció aterradora.

El cerebro del niño funcionaba ahora a toda velocidad bañado en la adrenalina que sus glándulas generaban en generosas cantidades. No se daba cuenta, pero sujetaba el pasamanos con tanta fuerza que sus dedos se habían quedado blancos. Las palabras del Hombre Andrajoso daban vueltas en su cabeza. ¿Quieren comerse a Gulich? pensaba con sentimientos de pánico y manifiesta aversión. Su mente dibujó escenas brumosas con el hombre y el perro en el exterior, mientras ellos eran retenidos dentro con cinta de embalaje tapándoles la boca. Gulich comía algo que le habían arrojado, y el hombre se acercaba por detrás con una pala de hierro, la levantaba sobre su cabeza y la descargaba con toda sus fuerzas sobre la cabeza del animal. El ruido se formó en su imaginación como una onomatopeya ridícula dibujada con letras de cómic, pero aún así se le erizó la piel en los brazos.

Era hora de irse aunque lo descubriera. Si conseguía abrir la puerta.

¿Y si Gulich se ha ido? preguntó una voz en su cabeza. No, se respondió al instante, Gulich no nos abandonaría aquí dentro. Estará fuera, esperando.

¿Y por qué no lo he oído en todo el día? volvió a preguntar la insidiosa voz. Porque es un buen perro como dice el loco, y los buenos perros esperan fuera de las casas y no ladran.

Pero en el fondo de su ser sin que pudiera evitarlo, albergaba la duda horrible. Al fin y al cabo Gulich llevaba con ellos apenas unos días. Incluso la vieja premisa de que las cosas que veía su hermana acababan cumpliéndose empezaba a flaquear en su atormentada confianza, después de todo no había sido una visión como las otras, más bien un sueño. Un sueño de una niña de ocho años, la edad en la que los escenarios oníricos se pueblan de cosas como los hombres del saco.

Volvió hacia la puerta y probó de nuevo a levantar el tablón esta vez afianzando ambos pies en el suelo. Utilizando ambas manos empujó con toda la fuerza de la que fue capaz, pero no consiguió moverlo tampoco esta vez. Apretó los dientes y volvió a intentarlo, pero también fue en vano. Cuando desistió le dolían las palmas, pero lo peor era la sensación de claustrofobia que le invadía, como si le faltara el aire. Había invertido apenas un minuto, pero se giró sobre sí mismo temiendo encontrarse con la silueta terrible y amenazante del Hombre Andrajoso. No ocurrió así sin embargo, la sala estaba tan silenciosa y vacía como lo había estado antes.

Quiso entonces probar con el tablón de arriba. Curiosamente, una vez hubo acercado una de las sillas, solo necesitó hacer un poco de presión para que el tablón se deslizase limpiamente fuera de su guía, el sonido débil de la fricción de la madera le imprimió nuevas esperanzas. Quizá lo consiguiera después de todo, si pudiera retirar ese maldito tablón. Pensaba en eso cuando, de pronto, recordó algo que le había dicho su padre una vez. No recordaba muy bien la historia que estaba detrás del concepto, pero la frase estuvo en su cabeza un tiempo y su memoria permanecía: dame una palanca y moveré el mundo.

¿Y no iba precisamente de eso todo el asunto? Necesitaba encontrar algo así para tratar de mover el tablón trabado, pero ahora que el atardecer había dado paso a la noche la oscuridad le impedía ver a su alrededor.

¡Tonto, las ventanas!

Con un brillo de esperanza en los ojos se acercó a una de las ventanas. Los postigos estaban cerrados, pero por fortuna no estaban tan duros como la recia madera de la puerta. Los abrió con infinito cuidado para evitar que las oxidadas bisagras chirriaran en el silencio sepulcral que los rodeaba, y la noche lo recibió llenándole los pulmones de un aire fresco y frío que agradeció profusamente. Sin embargo, la visión de una verja de hierro le golpeó como una bofetada en plena cara; era imposible escabullirse entre los hierros cruzados.

Tampoco había rastro alguno de Gulich. La ventana daba al lateral de la casa sin embargo, y se dijo que el perro probablemente estaría amodorrado junto a la puerta principal. Pensó en llamarlo, pero ¿de qué serviría eso? No había forma de que el perro pasara por los barrotes ni pudiera abrir la puerta, ¿y acaso su voz no atraería al Hombre Andrajoso?

Sintiéndose otra vez más acorralado Gabriel recorrió la habitación con la vista, buscando algo que pudiera servirle como palanca, algo que le fuera de utilidad. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y la luz de la luna llena que entraba por la ventana le ayudaba a reconocer los volúmenes de las cosas, anduvo por la habitación intentando discernir entre los numerosos objetos que poblaban las estanterías y los muebles. En ocasiones se ayudaba por el tacto, pero pasó bastante tiempo hasta que dio con algo.

Primero tropezó con ello, algo metálico que descansaba en el suelo y que al contacto con su pierna hizo un sonido tintineante, como una campana. Su joven corazón se disparó, bombeando sangre a su cabeza соn una fuerza inusitada y provocándole una sensación de calor inesperada, pero después de esperar unos instantes congelado en el sitio, decidió que el sonido no había llegado hasta el piso de arriba así como el monólogo del loco no era audible desde su posición. Entonces se agachó у соn manos temblorosas palpó lo que tenía delante. Era un soporte de hierro para los aperos de la chimenea, la pala y la escobilla no colgaban ya de su gancho pero el atizador estaba allí, y palpar su punta plana le produjo una sensación indescriptible. Era lo que estaba buscando.

Tenía que funcionar. Avanzó con bastante rapidez hasta la puerta y se sirvió de la vara de hierro para ayudarse. Aún a oscuras percibió el crujir de la madera, pero a la segunda acometida, sintió que el tablón se deslizaba por fin fuera de la guía.

Exultante de una incontenible alegría, Gabriel volvió a mirar por encima del hombro y otra vez la habitación queda y mortecina lo saludó. Retiró el tablón y lo colocó junto al otro, y por fin pudo abrir la puerta embriagado de una sensación de éxito y libertad como no la había experimentado en su corta vida.

Pero Gulich no estaba allí. Asomó la cabeza a la noche y buscó alrededor, pero en ninguna parte aparecía el mastín.

Se ha ido, pensó con amargura, ha vuelto allí de donde salió.

Sin embargo también ellos podían escapar ahora, así que volvió a entrar a la casa y se acercó a su hermana.

¡La mochila!

El pensamiento le atizó con un remarcado aire de urgencia, como si hubiera estado a punto de olvidar algo importante. No era tanto por la comida, en previsión de los días que tendrían que pasar por los caminos montañosos que bordeaban la autovía y las urbanizaciones de la costa, era algo más. Suponía que debía llevarla para que la visión de su hermana se cumpliera. Si lo hacía así probablemente verían un nuevo día, como en su sueño, caminando de nuevo por los caminos con Gulich a su lado. De manera que se giró hacia la mesa, metió dentro casi todas sus cosas y se la puso a la espalda.

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