– No… no… ¡no! -dijo el Hombre Andrajoso, tirando con violencia de los niños. Un estallido de dolor de un cegador blanco resplandeciente pareció nacer de la muñeca de Gabriel, quien giró el brazo como pudo para no ofrecer resistencia.
– ¡No, por favor! -exclamó, sintiéndose transportado contra su voluntad.
– ¡VIENEN! -soltó el loco empezando a trotar de vuelta a la casa cargando con un niño en cada mano. Miraba atrás a cada poco, temiendo que en cualquier momento la oscuridad engendrara unos ojos blancos llenos de odio.
– ¡Corred, CORRED!
Cuando los estremecedores berridos volvieron a escucharse mucho más cerca, Gabriel empezó a mover las piernas como atendiendo un acto reflejo. Su cerebro se debatía sin solución, el Hombre Andrajoso era malo y ni siquiera se atrevía a imaginar lo que les sucedería a él y a su hermana una vez se hubiera comido al perro (niños buenos, tan tan buenos) pero los monstruos eran todavía peor, sabía muy bien lo que les hacían a las personas. Sentía que quizá, ahora que el loco estaba concentrado en correr a la velocidad suficiente para llegar a la casa podría dar un inesperado tirón y verse libre, pero entonces, ¿qué pasaría con Alba? Imaginó una escena en la que el Andrajoso se adentraba en la casa con ella en brazos y cerraba la puerta tras de sí, dejándole a él en la oscuridad y el frío nocturnos a merced de los monstruos que se acercaban, lentos pero inexorables.
Por fin, a escasos metros de la puerta atendiendo un súbito arrebato Gabriel se decidió. Era posible que los monstruos les cogieran, pero también era posible que no, el campo era grande y había salidas posibles en todas direcciones. Y si se metían dentro… bueno, si se metían dentro estaban condenados de todas maneras. De forma que apretó el puño y con los ojos cerrados tiró con todas las fuerzas. Como esperaba, experimentó un trallazo de dolor que ascendió hasta el hombro, pero la mano del loco estaba sudorosa y consiguió liberarse.
Para su sorpresa, su captor le dedicó apenas una mirada de desconcierto y no hizo intento alguno por volver a atraparlo, continuó avanzando arrastrando a Alba hacia el umbral. Gabriel se tiró entonces al suelo y cogió a su hermana de las caderas. En esos pocos segundos de confusión, el muchacho tuvo todavía tiempo de fijarse en la expresión extraña de su hermana: ausente, como si no estuviera realmente allí.
El Hombre Andrajoso resopló pesadamente intentando todavía tirar de la niña con el peso extra de su hermano, pero de algún lugar cercano llegó entonces el gruñido bronco e inconfundible de los muertos, y desistió.
– ¡Fuera, FUERA, FUERA! -gritó a la oscuridad, y tras cerrar la puerta con un golpe sordo desapareció en el interior.
Gabriel se quedó inmóvil esperando, con la frente cubierta de un sudor frío. Ni siquiera se atrevía a mirar atrás, allí donde los muertos sin duda evolucionaban hacia ellos, con las manos extendidas y las bocas abiertas, inmundas y hediondas.
Buscó la mirada de Alba pero su hermana no estaba allí. Estaba en otro lugar, inmersa en algún mundo privado construido con emergencia para escapar de la realidad. Un jardín maravilloso lleno de flores, probablemente. Sabía que no podría cargarla, no con el corazón latiendo aceleradamente como lo hacía ahora, no con los brazos doloridos y laxos después de la cantidad de adrenalina que los había recorrido momentos antes. Así que se arrastró sobre ella, con los ojos bañados en lágrimas y el labio inferior tembloroso cubriéndola con su cuerpo.
Y entonces un gruñido cercano, acuoso y atroz, le sobresaltó. Ya están aquí, pensó, como dijo el loco. Ya están aquí.
Cerró los ojos y abrazó el cuerpo inerte de su hermana.
25. La traición del Capitán Díez
– Está bien -dijo Dozer, asegurándose de que la linterna anclada a su fusil estaba en perfectas condiciones- mejor que hagamos esto rápido.
Encendieron las linternas y se prepararon para avanzar por el pasillo. Aún con el estruendoso clamor lejano de los espectros, los estertores de muerte del barco llegaban hasta sus oídos: hierros que protestaban desde algún lugar chirriando de forma ominosa en la oscuridad, planchas a lo largo de la herida línea de flotación que terminaban reventando y producían un crujido terrible.
Caminaron por el pasillo, inclinado como todo el barco unos catorce grados. Cada pocos metros había instaladas unas pequeñas luces de emergencia, y constataron sorprendidos que todavía eran capaces de arrojar una pálida luz anaranjada sobre la escena. Eso les ayudaba a ver mejor, cosa que interiormente todos celebraron.
– Buscad la primera salida que veáis hacia arriba… -dijo Dozer- las barcas de emergencia estarán en cubierta.
– ¡El Capitán Obvio ataca de nuevo! -exclamó José. Sin embargo, el ambiente tétrico que les rodeaba no animó a nadie a reír la broma.
Cuando doblaron la esquina del pasillo que venían siguiendo sin embargo, el aire volvió a enrarecerse, preñado del olor dulce y sofocante que conocían ya tan bien. Susana fue la primera en ajustarse la mascarilla que habían traído desde Carranque, y los demás la imitaron.
A pocos metros, localizaron la causa de la pestilencia.
– Bueno… ahora ya sabemos -dijo Dozer.
A sus pies se encontraban los cadáveres de dos hombres de color tendidos boca abajo en el suelo. Uno de ellos tenía el cráneo convertido en una masa indescriptible de trozos de hueso y pulpa cerebral, como si alguien le hubiera golpeado con un pesado martillo; al segundo le habían separado la cabeza con algún objeto cortante y la sangre había manado abundante formando un charco que la luz mortecina de las linternas le daba el aspecto del plástico.
– Parece que alguien comprendió que la única forma de pararlos es dándoles en la cabeza -dijo José.
– En cualquier caso está claro que alguien sabe, o supo, manejarse con estas cosas -comentó Susana. -¿Veremos supervivientes?
– Quién sabe, de todas maneras pongamos todos los ojos en esto -exclamó Dozer.
Caminaron en silencio siguiendo el corredor, que era estrecho y de paredes metálicas. El aspecto era del todo funcional sin ningún elemento estético, varias tuberías seguían su línea cerca del techo. En algún momento se encontraron con una encrucijada, una bifurcación de la que nacían corredores en todas direcciones.
– ¿Os habéis fijado? -preguntó José.
– ¿En qué? -dijo Dozer.
– No hay ni un extintor en su sitio, faltan todos.
Iluminó las guías de sujeción de la pared desnudas para que los demás lo viesen.
– ¿No hay ninguno? -quiso saber Susana.
José echó la mirada al pasillo que acababan de recorrer y negó con la cabeza.
– Probablemente no sea nada -comentó Dozer.
Continuaron de frente avanzando con prudencia. Cuando quisieron darse cuenta, el lejano murmullo de los espectros se había apagado completamente y se enfrentaban a la desapacible quietud del barco. Ninguno lo dijo, pero el aire traía un zumbido sordo demasiado sutil como para identificarlo.
Antes de localizar la escalera que ascendía a cubierta, encontraron nuevos indicios de horrores pasados. Rastros de sangre en paredes y suelo, y también una pistola sin balas en el cargador, una Glock 26 subcompacta de las que pueden llevarse cómodamente en una tobillera. Uno de los rastros de sangre conducía a una puerta que estaba cerrada por dentro. El mamparo era de hierro y supieron de inmediato que nunca podrían forzarla.
Las escaleras les condujeron directamente al primer nivel de la superestructura, ya en cubierta. Allí, la inclinación del barco parecía mayor porque tenían la línea del horizonte marino a la vista y estaba definitivamente torcida con respecto a la cubierta. La estancia que tenían inmediatamente a la derecha parecía un comedor, o quizá una cafetería, pero presentaba un aspecto de total abandono con bandejas metálicas tiradas por todas partes, envases, cajas de cartón además de vasos, cubiertos y una buena colección de basura irreconocible. Algunos de los gruesos cristales, diseñados para resistir las embestidas de las olas más violentas, estaban agrietados y llenos de estrías como si alguien se hubiera ensañado con ellos.
Читать дальше