Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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De repente parecía que otra vez el Hombre Andrajoso recuperaba el estado de ánimo con el que los había recibido. De nuevo su conversación era animada y en un tono que se podría tildar de alegre. Alba pareció recibir el cambio con alivio, y otra vez su carita infantil parecía despejada de los nubarrones oscuros que acababan de cruzarla. Para Gabriel todo había sido tan rápido que estaba, si cabe, todavía más atemorizado. Demostraba muy a las claras que su anfitrión estaba desquiciado, chaveta como decía su padre, y aún con su corta edad se daba perfectamente cuenta de que tendría que extremar la precaución tanto con sus palabras como con sus hechos.

Sí, vale -dijo.

¡Muy, pero que muy bien! -exclamó el Hombre Andrajoso-. ¡Vamos entonces!

Los niños le siguieron, displicentes, a través de la sala hasta unas diminutas escaleras de madera que subían al piso de arriba. Los tablones estaban vencidos y pulidos por el roce, y al pisarlos crujían como protesta por el peso. Al llegar, detectaron que el olor era todavía peor, no ya a vertedero como en el piso de abajo sino a algo más penetrante. Gabriel lo había olido antes, era el olor dulzón, penetrante e intolerable de la muerte.

Vamos, vamos. ¡Venid por aquí!

Los condujo por un pasillo distribuidor hasta una habitación que se abría en el muro, a su derecha. El olor resultaba del todo hiriente, y sin ser del todo conscientes los niños entraron en la habitación respirando por la boca.

Fue lo primero que vieron. Era un hombre, vestido con una mugrienta camisa azul con manchas tan viejas y pronunciadas que se montaban unas sobre otras. Estaba sentado en una raída butaca de cuero de un color marrón desvaído, el cuero estaba cuarteado y colgaba a jirones por todas partes. El hombre parecía dormitar, con la cabeza pegada al cuello de forma que solo se le veía el cráneo desprovisto de pelo. Gabriel se fijó en la piel, de un color blanco casi larval, veteado de manchas que oscilaban entre el gris y el azul.

Sus piernas, vestidas apenas por un harapiento pantalón marrón, estaban recorridas por hilachos de restos de líquido que formaban un charco oscuro en el suelo a sus pies.

Pero entonces se fijó en algo más. Una sólida cuerda de esparto trenzado lo mantenía atado a la butaca por la cintura y el pecho, también las muñecas estaban sujetas por algo que parecía cinta de embalaje, gruesa y marrón.

– Hala -dijo Alba vivamente impresionada.

– Pobre viejo Israel -dijo el hombre en voz baja- cuando no subo a verle en muchos días, se queda dormido. Pero ¡que me condenen! Ya no tiene la conversación de antes, el viejo Israel.

Por… ¿por qué está atado? -preguntó Gabriel, también susurrando.

¡Ah, niño bueno quiere saber! Bien, ¡muy bien! Tuvimos algunos problemas el viejo Israel y yo. Estuvo muy enfermo, ¡oh, sí, mucho! Pero yo lo cuidé durante mucho tiempo, mucho, mucho. Una noche nos enfadamos ¡no sé porqué! El viejo quería matarme, de veras, así que lo sujeté y hablamos, vaya si hablamos, y pusimos las cartas sobre la mesa. Él no quería, pero caramba ya hablé yo por él. ¡Siempre lo hago!

El Hombre Andrajoso se acercó al hombre atado y dio una palmada ante su cara. Y entonces, como si le hubieran impuesto una descarga eléctrica, Israel se sacudió violentamente. Levantó la cabeza con la boca abierta mostrando los dientes y los ojos fijos en los niños. Los ojos eran de un color blanco neblinoso.

Gabriel, atendiendo un instinto protector inconsciente, pasó una mano por delante de su hermana. Reconocía perfectamente esa expresión colérica y, sobre todo, esos ojos inconfundibles. Era un muerto, una de esas cosas resucitadas, un zombi.

– Gaby -dijo Alba, cogiéndole del brazo fuertemente.

Mira, Israel ¡unos niños! -dijo el hombre.

Israel tenía la vista clavada en ellos, todavía con la boca abierta como un animal en actitud defensiva. Incapaz de mover ningún otro miembro de su cuerpo, inclinaba la cabeza a uno y otro lado como un gesto de desafío.

Y entonces la escena cobró un tinte todavía más surrealista cuando el Hombre Andrajoso se acuclilló junto al monstruo y empezó a hablar con voz de falsete.

– ¿Han venido unos buenos niños, a vernos, sí? Qué buenos niños. ¡Bienvenidos, bienvenidos!

– Ya han comido ellos, viejo -dijo ahora con voz normal, como respondiéndose a sí mismo.

– ¡Qué buenos! Tienen que comer, claro, para estar sanos.

El Hombre Andrajoso se incorporó entonces, sonriendo complacido. La expresión de sus ojos era de expectación casi infantil, como el de un niño que acaba de hacer alguna monería y espera el aplauso de su público.

Gabriel casi se sintió desfallecer. Si tenía alguna duda sobre la salud mental de aquel hombre se había desvanecido del todo. Repasaba a toda velocidad las cuerdas y las cintas intentando asegurarse de que el cadáver no se levantaría, al mismo tiempo miraba con concentración hipnótica la negra profundidad de su boca. Allí, el cielo del paladar estaba recubierto de un tejido necrótico que describía cráteres y terribles bultos.

– ¿Qué harán ahora los niños? -dijo el hombre con su tono de falsete. Se volvió para mirar al zombi, como si éste hubiese hablado.

¡Oh, hum! -exclamó de nuevo el hombre, como si tuviese que reflexionar sobre su propia pregunta. -Les he prometido, sí, que les acompañaríamos a donde van.

– ¿Y a dónde van esos niños tan pequeños? Son tan pequeños, en especial ella.

Alba, al sentirse aludida, cerró los ojos y se agarró con más fuerza al brazo de su hermano.

Dónde van, sí… ¿dónde van? A su casa, dicen. A su casa.

El cadáver tenía los dedos extendidos hacia ellos, pero no parecía hacer ningún otro movimiento.

– ¿Los acompañarás?

¡Sí, sí! Los acompañaré… pero mañana, mejor mañana cuando el día sea nuevo y el Sol brille, ¿eh? Ahora es muy tarde, demasiado tarde, y anochece tan pronto.

– ¡Dormirán aquí con nosotros!

¡Sí, eso harán!

Gabriel abrió la boca para decir algo, pero esa última parte de su infernal monólogo le había dejado la garganta seca y se vio incapaz de responder. Ahora más que nunca, se sentía atrapado. El pánico era como una bruma blancuzca que le velaba la vista y lo atenazaba contra el suelo impidiéndole moverse en medida alguna, hasta le parecía que se había olvidado de respirar.

No importaba, se dijo, más como auto convencimiento que otra cosa. Escaparían por la noche cuando el Señor Dos Voces durmiera entregado a sus paisajes oníricos de pesadilla. Ahora se trataba de seguirle la corriente, como decía su padre. Aparentar que todo iba bien, no contradecirle, no alterarle, eso era lo más importante. Si pudiera hacerle entender a su hermana, era posible que a mitad de la noche pudieran abrir la puerta de nuevo y entonces Gulich los protegería. Estaba seguro.

Alba, escucha -dijo dirigiéndose a su hermana- dormiremos aquí, ¿vale? Será divertido, y saldremos mañana, será estupendo, y este hombre nos ayudará. ¿Quieres?

¡No, Gaby no! -dijo la pequeña apretándole el brazo con más fuerza. Su mirada era una súplica completa y en sus ojos negros titilaba un deje de lágrimas.

¡No pasa nada, todo está bien! -dijo entonces Gabriel compungido por el ruego de su hermana.

Bien fuera por el estrés de la situación, o porque la niña había respirado sin quererlo una bocanada del aire cargado del olor a putrefacción, Alba reprimió una arcada.

Y allí, rodeados por los aplausos monocordes del Hombre Andrajoso, se abrazaron.

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