Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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* * *

– Sssssh… -exclamó Branko intentando escuchar tras la puerta. Habían desplazado la estantería cargada de libros de forma que ahora obstaculizaba la entrada. El Secretario, a su lado, temblaba como una hoja al viento.

Estaba profundamente asustado. Al principio Branko le había parecido la persona adecuada a quien pegarse dadas las circunstancias. Era demasiado autoritario y, en ocasiones, un poco obtuso sí, pero ahora casi le daba tanto miedo como los mismísimos zombis, o ese escalofriante sacerdote del que tanto habían hablado. Su forma de enfrentarse a Moses le había resultado en extremo violenta, pero suponía que sus argumentos tenían cierto peso: nunca había pasado nada con el explosivo C4 y llevaba allí desde los primeros días de la fundación de Carranque. Sin embargo, lo del disparo le había hecho reconsiderar toda la situación. Podía entender un accidente, incluso si provocaba la destrucción del hogar de casi treinta personas y a ellos mismos por añadidura, pero un disparo a bocajarro era una cosa distinta, y abandonarlo a su suerte a los zombis era un acto de asesinato y crueldad intolerable.

Sin embargo, cuando cerró la puerta y le dio la orden de ayudarle a desplazar la estantería, a pesar de la oscuridad, vislumbró la locura en sus ojos. Supo en ese momento que si se hubiese negado, Branko no habría dudado en apretar el gatillo dos veces. Así era su Manual de Supervivencia, con sólo dos reglas pulcramente escritas; una era Yo, la otra, Los Demás.

– Hay alguien hablando ahí fuera -dijo Branko.

– ¿Mo-moses? -aventuró el Secretario.

– Moses está muerto. Así está.

Entonces el grito inesperado del padre Isidro les congeló la sangre en las venas. Estuvieron un rato escuchando la cacofonía disonante de gritos, un clamor atroz que parecía ir en crescendo. El Secretario miraba alrededor sintiendo que las piernas le flojeaban. Era consciente de que estaban atrapados, condenados en un brete. Si la rudimentaria barrera de la puerta caía, ¿qué alternativa quedaba? Su mente febril, dibujaba escenas en las que se arrojaba por el balcón perseguido por una horda de muertos que, presos de excitación, se tiraban tras él. Caía entre los espectros que esperaban abajo con las garras levantadas hacia él, y se estrellaba violentamente contra el suelo. Eso, pensaba, sería preferible a ser descuartizado lentamente en vida.

– P-pero ¿y s-si lo dejamos e-entrar, eh? -preguntó el Secretario con un hilo de voz. -Ya… ya debe de haber a-a-aprendido, ¿eh?

– Demasiado tarde -cortó Branko-. ¿No oyes? Ahí fuera está lleno de esos monstruos. Pero estate tranquilo coño, pareces una mujer. Aquí estamos a salvo, ¿no lo ves?

Pero el Secretario no lo veía. Si entre ellos dos habían movido la estantería, los muertos podrían desplazarla hasta la otra punta de la casa si se decidían a entrar. Y había otra cosa, ¿acaso no dijo Branko que escuchó una voz? Jamás se encontró con un solo zombi que dijera nada inteligible.

– Pe-pero… ¿y la voz, cre-crees que puede ser el cura?

– ¿Y qué si lo es? -dijo Branko- ¿no ves que tengo esta pistola? Le meteré una bala en el cuerpo, le mandaré con su Dios.

El Secretario no dijo nada, sintiendo que se encontraba en una especie de antesala del Infierno se sumió en sus propias reflexiones lúgubres sobre la situación. Branko también permaneció callado, escuchando en silencio cómo los muertos evolucionaban al otro lado de la puerta, apenas seis centímetros de hierro y madera. En un momento dado, escucharon un ruido acuoso, burbujeante. Branko frunció el ceño.

– ¿A-a qué huele? -preguntó el Secretario olisqueando el aire.

Branko lo sabía muy bien, y con un rápido movimiento de la mano se aseguró que la pistola estaba preparada.

* * *

El padre Isidro sabía lo que buscaba, y suponía que no sería difícil encontrarlo en cualquiera de las casas de alrededor. En efecto, en una pequeña alacena encontró una garrafa de cinco litros de aceite, y en otra parte halló varios botes de disolvente de pintura, aguarrás, perfumes y acetona. También localizó un trozo de papel y una vieja caja de cerillas en uno de los cajones de la cocina; mucho más de lo que necesitaba para su plan.

Una vez más le complació comprobar cuánto peso podía cargar. Aunque los envases eran, sobre todo, aparatosos, descubrió que podía llevar casi todo en un solo viaje, incluso agarrando la garrafa de cinco litros por el asa de plástico con apenas unos dedos. Lo transportó todo junto a la puerta y allí se aseguró de impregnar bien toda la superficie de la hoja. La garrafa de aceite produjo un ruido acuoso, burbujeante.

Por último, prendió una cerilla y la aplicó al papel que había arrugado formando una tira alargada. Una vez la llama se apoderó de su punta lo acercó a la puerta. No ardió inmediatamente, pero cuando lo hizo, toda su superficie se incendió con una fuerza devastadora. Las llamas lamieron la superficie, agrietando y ennegreciendo la lámina embellecedora y penetrando en la madera. Las jambas se combaron en poco tiempo convertidas en una lámina oscura recorrida por estrías de fuego, y saltaron de sus enganches como si fuesen delgados brazos que imploran clemencia. Las bisagras crujieron comprimiéndose por efecto del calor, y un humo denso y gris empezó a llenarlo todo.

El padre Isidro no se sorprendió de que el humo ni siquiera le hiciera lagrimear.

– Los pecadores se asombraron en Sión -dijo, embriagado por el olor a combustibles y a madera- el espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará en las llamas eternas?

Entre la niebla gris cargada de volutas incandescentes que brillaban ingrávidas en el aire, los muertos parecían entregados a algún baile ritual. Y a modo de respuesta a la cita del sacerdote, aullaron con un lamento agudo y prolongado.

Empezaron a notar el calor casi inmediatamente emanando en suaves ondas desde la puerta. Apenas se hubieron apartado unos pasos, el líquido que se había colado bajo la rendija se incendió con una llamarada azul y fría. Se abrazó a la estantería y empezó a ennegrecer los bordes de los libros arrugando sus esquinas. Pequeñas láminas retorcidas de ceniza comenzaron a ascender perezosamente.

El Secretario entró en pánico. Se llevó ambas manos a la boca mientras retrocedía hipnotizado por las llamas. ¡Agua! decía Branko, ¡hay que apagarlo! Pero no tenían agua, los grifos hacía mucho tiempo que habían soltado su última gota y el único líquido que había en la casa eran algunos zumos y latas de refresco.

Se preparó para el fin. El humo, denso y opaco, se filtraba por cada rendija escapando hacia el interior y ascendiendo hacia el techo donde empezó a llenar la habitación rápidamente, un palio ceniciento y ominoso siempre en movimiento, con la textura gris de una gigantesca y vieja tela de araña. La madera crujió amenazadoramente.

Se retiraron al salón, donde descorrieron la puerta de la terraza para renovar el aire. Branko se asomó brevemente buscando desesperadamente una vía de escape, pero aunque la distancia no era mucha la calle estaba atestada de zombis. Incluso si sobrevivía de alguna forma a la caída quedaría a merced de sus dientes y garras.

– Les haremos frente, ¡aún tengo la pistola! -dijo Branko, pero su voz a oídos del Secretario contenía ya un deje de locura. ¿Cuántas balas podía tener, cinco, menos aún? Con suerte podría detener a unos cuantos, pero el resto pasaría por encima pisando los cuerpos abatidos.

Con lágrimas en los ojos se dispuso a aceptar su destino.

Era el fin.

* * *

El padre Isidro alimentaba las llamas arrojando el contenido de los botes que tenía. Cuando el chorro tocaba la columna de fuego el siseo era estruendoso y el incendio redoblaba su intensidad, oscureciendo el techo con el color negro de la tizne.

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