Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Branko iba a decir algo, pero el sonido que les llegaba de alguna parte de las plantas inferiores lo congeló en el sitio, era sin ningún género de duda la cantinela acuciante de los muertos vivientes.

– ¡Lo ve-veis! -exclamó el Secretario.

– ¡Han entrado por alguna parte! -dijo Branko apuntando al hueco de la escalera con la pistola. Se giró hacia Moses con los ojos inyectados de sangre, iracundos, y le cogió por la solapa del mono de trabajo-. ¡Creía que esto era seguro!

Moses se sacudió la mano de encima con un gesto violento.

– ¡No hubo TIEMPO! -bramó de repente.

– ¡Habría habido tiempo si no hubieras estado FOLLANDO con tu amiguita, moro de mierda!

Una oleada de rabia subió, cálida y vibrante, desde la base de su estómago hasta su cabeza donde explosionó como un globo demasiado lleno. Su corazón se aceleró, y por unos segundos su visión se volvió opaca y blanquecina. Moses levantó el brazo, lo llevó atrás y lo extendió con toda la fuerza de la que fue capaz alcanzando a Branko en plena cara. Éste retrocedió un par de pasos sangrando abundantemente por la nariz, rebotó contra el quicio de la puerta y se quedó de pie frente a Moses. Sus ojos reflejaban un estadio confuso entre ira y perplejidad.

Con una rapidez pasmosa, Moses se encontró con el cañón de la pistola apuntándole directamente en mitad del pecho.

– Adelante -dijo apretando los dientes- dispara. Todos los zombis del edificio estarán aquí en un instante. Y si ellos no acaban contigo lo haré yo cuando vuelva de la muerte. Te despedazaré con mis manos y te arrancaré esa estúpida cara de capullo que tienes.

Branko sonrió con la mitad de la boca.

– No, tienes razón. Un disparo sería demasiado piadoso para ti -y entonces se deslizó dentro de la vivienda sin dejar de apuntarle.

– Te quedas fuera, gilipollas ¡Apáñatelas con ellos!

Y Branko disparó. El sonido levantó un eco estruendoso que recorrió todo el rellano, rebotó por las paredes, y arrancó gritos enfurecidos en los pisos de abajo. Moses sintió que tiraban de él hacia atrás, y después cayó hacia un lado desplomándose en el suelo. La pierna no le sostenía. El dolor no le sobrevino hasta un poco después cuando Branko hubo cerrado la puerta violentamente, intenso, abrasador y palpitante. Le había dado en la zona del cuádriceps, y aunque al principio temió que le hubiera dado en la femoral pronto descartó esa posibilidad.

Los muertos aullaban, y sus voces arrastradas y lánguidas se escuchaban cada vez más cerca. Y él, ¿quería vivir? Todavía no lo había decidido del todo pero desde luego no quería morir de esa manera. De esa manera no. Los muertos muerden, desgarran, hunden sus manos en los estómagos calientes y arrancan los intestinos aún palpitantes.

Con salvajes punzadas de dolor, Moses se quitó el cinturón de alrededor de la cadera y lo apretó en la pierna por encima de la herida, a modo de torniquete. Luego aprovechó el roto del pantalón que había dejado la bala y terminó de rajar la pernera, con la que hizo una segunda ligadura. Ponerse en pie le trajo una picazón aguda que le hizo temblar, pero lo consiguió.

Y ahora, ¿a dónde iría? Pondría la mano en el fuego a que Branko y el Secretario habían empujado el mueble estantería para bloquear la puerta, pero de todos modos volver allí no era una opción. La escalera tampoco era una vía, los muertos la tenían copada y parecían ganar terreno a cada rato. Enfrentarse a ellos sin un arma y con una herida de bala tampoco figuraba en ninguna guía de supervivencia.

Y había otra cosa, un miedo que ganaba forma cada vez más en su interior. Creía saber cómo habían entrado los muertos en el edificio.

El Padre Isidro, se dijo. No apagamos la luz lo bastante rápido. Estuvo acechando, y viene. Ya viene.

Frenético, se dio la vuelta y empujó la puerta de otra de las viviendas que se abrió con facilidad. La puerta del recibidor había desaparecido, y en lugar de ésta habían hecho construir un arco de ladrillo visto que le daba un aire moruno. El salón, desprovisto de cortinas, estaba iluminado por la luz que venía de la terraza.

Moses, acusando una grave cojera, buscó alrededor intentando encontrar algo que pudiera servirle como arma. No tuvo suerte sin embargo. Los sofás sólo tenían cómodos cojines, los estantes, delicadas piezas de decoración; los cajones manteles y servilletas de tela, papeles y documentos y un papel de celofán con corazones adhesivos en cuyo interior encontró una preciosa talla de un perro. En la cocina tampoco encontró ostentosos cuchillos, y en la caja de herramientas del armario de la entrada no pudo hallar ni un triste martillo.

Estoy desarmado, jodido, y encerrado como un perro, se dijo.

Y fuera, en el rellano, una voz rota y cruel rompió el silencio.

* * *

– ¡Arriba, más arriba, estúpidos!

El padre Isidro se desesperaba. Conducía sus ejércitos de muertos vivientes hacia la Victoria Final pero no sin un esfuerzo considerable. Los empujaba por las escaleras, pero tropezaban entre ellos y se daban vuelta o caían rodando torpemente con los brazos y las piernas lacios. El sonido del disparo -al menos creía que había sido un disparo, si alguna vez había oído uno- los había puesto tensos, pero no era suficiente.

– ¡Arriba, más arriba! -repitió.

Un zombi se giró hacia él y le gritó en la cara con las venas del cuello hinchadas. Su piel tenía el color de los troncos de los eucaliptos surcada por miles de venas, y sus ojos maliciosos eran de un color blanco intenso. El padre Isidro le dio con el codo en la cara, y el monstruo retrocedió un par de pasos con la boca formando un círculo de sorpresa.

Necesitaba que terminaran el recorrido de la escalera, apenas unos escalones más, un rellano y luego otro tramo, y estarían en el primer piso. Dónde se ocultaban no lo sabía, pero si algo tenía era tiempo. Todo el tiempo del mundo sospechaba. Sentía el exquisito poder sobrenatural de la inmortalidad recorriendo sus venas, y al contrario que los impíos ni siquiera sentía el fastidioso gusano del hambre, o la sed. Nunca había comido demasiado, pero pensar en comida le provocaba ahora un manifiesto rechazo.

Acercó su rostro a uno de los espectros y le gritó al oído. El muerto se puso tenso y sus puños se cerraron, abriendo la boca como sorprendido en mitad de un grito, pero sin decir nada. Lo empujó con un fuerte empellón y empezó a sacudirse, moviendo los brazos como si quisiese quitarse una nube de insectos de encima. A su alrededor se produjo el fenómeno que el padre Isidro ansiaba: los muertos empezaron a excitarse buscando alrededor, sacudiendo las cabezas con las fauces preparadas para morder.

– ¡ARRIBA, SUBID! -gritaba el padre Isidro. Levantó los brazos entre sus huestes como lo haría un líder entre la multitud, y los muertos alzaron sus voces montando una algarabía estridente. La excitación recorrió la hilera de zombis contagiándose unos a otros, y finalmente empezaron a subir los últimos escalones; los muertos marchaban.

Cuando el rellano estuvo por fin invadido el padre Isidro se acercó a la primera de las puertas y probó a empujarla, la hoja giró suavemente revelando el interior sombrío y solitario. No están ahí, pensó el padre Isidro, porque siempre se encierran. Construyen barricadas, se esconden. Siempre escondidos, ratas, fariseos.

Probó con la puerta de al lado y sonrió inmensamente cuando encontró resistencia, pese a que la cerradura estaba desencajada dentro de su caja de madera, como si alguien la hubiera violentado.

Cerrada por dentro. He aquí el misterio que el Señor me muestra.

Sin embargo no intentó nada inmediatamente. No volvería a fracasar. El señor, al fin y al cabo, proporcionaba una infinidad de diferentes senderos para sacar a las ratas de sus madrigueras.

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