Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Moses escuchaba con creciente horror. Intentaba recordar el momento en el que cogieron el explosivo, ¿quién lo había hecho, Dozer, Uriguen? No lo recordaba con claridad. Hablaban mucho sobre la forma de colocarlo y su potencia, pero ¿qué ocurrió realmente después de que pellizcaran una bola de aquella masa blanda parecida a plastilina, habían guardado el resto otra vez en su plástico? ¿Y los fulminantes, los habían vuelto a proteger bien?

Casi diría que no.

Oh Jesús, he matado a Isabel. La he matado yo.

Y entonces no pudo ya continuar de pie, buscó a tientas el sofá y se dejó caer en él con los ojos escociéndole por causa de las lágrimas que pugnaban por salir como un manantial.

* * *

Las horas pasaron sin sustancia, revoloteando alrededor de un Moses abatido y con el rostro refugiado en sus propias manos. Había permanecido así todo el tiempo sumido en lúgubres pensamientos de pérdida y culpa. Branko y el Secretario habían estado trayendo comida y algunos enseres de las viviendas de alrededor, y encontraron que el trabajo del Escuadrón de la Muerte era muy satisfactorio. Una de las casas estaba marcada con una X roja en la puerta, y a juzgar por el olor que se filtraba por los resquicios de la misma era donde habían reunido los cadáveres que se habían encontrado.

– ¿C-Cuándo volverán? -preguntó el Secretario entonces.

– ¿Quiénes, Dozer y su gente? -respondió Branko con una entonación hosca. -Me importa un huevo. No pienso dejar que nos jodan todo otra vez. Ahora esto es nuestro y haremos las cosas a nuestra manera. Créeme, viviremos más tiempo.

El Secretario abrió la boca como si quisiese decir algo, pero luego se lo pensó mejor y decidió no opinar nada.

Mientras tanto, Moses repasaba una y otra vez las últimas escenas vividas. Su mente era como una vieja cinta que rebobinaba y reproducía las mismas secuencias; el periplo por los subterráneos, la visión horrible del doctor con la jeringa asomando en uno de sus ojos, el edificio destruido y en llamas, los cadáveres del huerto…

Había algo mal en todo eso aunque todavía no había logrado identificar qué. Su mente bullía acicateada por brotes de dolor, y su corazón acusaba una profunda congoja como si una mano de hierro invisible intentara asfixiarlo.

Se incorporó del sofá sintiendo flojas las piernas, que le llevaron con pasos dubitativos hasta la gran vidriera. La tarde languidecía con sombras alargadas, y aunque la calle se encontraba ya en penumbras los edificios más altos refulgían con la luz dorada de los últimos rayos de Sol.

Miraba ahora los cuerpos caídos de los compañeros de Isabel. Definitivamente, uno de ellos era Alberto. Estaba tumbado en la zona de tierra donde cultivaban, y por la postura del cuerpo, casi se diría que había muerto en el mismo lugar donde estaba trabajando.

Pestañeó perplejo. ¿Cómo era posible? Observó los negros tiestos esparcidos en hilera que había al lado de otro de los cadáveres, como si hubiera estado transportándolos y los hubiera dejado caer al precipitarse contra el suelo. Moses arrugó la frente. No habían muerto por la explosión sin duda, ni por ninguna onda expansiva porque los tiestos eran de plástico fino y se hubieran esparcido como hojarasca en un vendaval. Pero tampoco los habían matado los muertos. Había visto multitud de escenas con víctimas de ataques zombi, y no eran así. Esa gente había caído al suelo como si de repente, se hubieran quedado dormidos, y tampoco había forma alguna de que esas cosas se hubieran acercado por detrás y les hubieran sorprendido. No hacían esas cosas. Y de todos modos, pensaba, quizá podrían haber acabado con uno de ellos pero no con cuatro.

No con cuatro.

Una chispa de esperanza brotó entonces de lo más profundo de su interior. ¿Cuántas personas solían trabajar en el huerto normalmente? Recordaba a Alberto aunque había otros que rotaban en días alternos, y había bastantes personas que dedicaban algunas horas a la semana a trabajar allí como terapia personal, para distraerse de sus quehaceres diarios.

Recuerda… recuerda… ¿cuánta gente había aquella mañana?

Recordaba vagamente haber echado una mirada fugaz cuando caminaba con el doctor Rodríguez hacia la celda donde el padre Isidro -¡ese embustero! - languidecía. Y entonces, en un destello de la memoria le sobrevino una imagen borrosa y esquiva con varias personas trabajando. Al menos dos que hablaban entre sí cuyos nombres no conseguía evocar, y una tercera en la que creía haber reconocido a… ¿Ulises, Elíseo? El nombre se le escapaba, pero sí tenía recuerdos de haber hablado con él. Si la cuarta persona era Alberto ¿significaba eso que Isabel podía estar viva?

Abrió la puerta de la terraza y salió fuera para obtener una panorámica más amplia. Olía a humo y a ceniza, pero no se trataba del aroma delicioso de las chimeneas que perfuma el aire de las urbanizaciones en invierno, sino un olor más grosero y penetrante. Buscó con ojos desesperados por toda la superficie de Carranque. Cerca del huerto había numerosos puntos negros a los que su inquisitiva mirada no llegaba, y se maldijo por no llevar encima unos simples prismáticos. Tampoco pudo ver nada nuevo en ninguna otra parte. Barría con la vista cada zombi que vagaba sin rumbo por las pistas, buscando la camiseta de color beige que Isabel llevaba aquél día. La recordaba bien porque la había visto ponérsela aquella mañana cuando ocultó sus blancos pechos con una sonrisa provocativa mientras él seguía en la cama, desnudo. Pero no la encontró por ningún lado. Gracias a Dios no estaba entre las filas de los muertos vivientes.

De pronto, Branko irrumpió en la terraza.

– ¿¡Qué cojones HACES!? -gritó.

Moses se dio la vuelta confuso. Branko llevaba una pistola en la mano, aunque no le apuntaba directamente la tenía bajada como una prolongación de su brazo.

– ¿Qué?

– ¡Los ZOMBIS! ¿No te das cuenta? -gritó de nuevo-, ¡ahora sabrán dónde estamos!

Moses giró la cabeza y examinó la muchedumbre que se agolpaba abajo. Caminaban confusamente chocando entre sí, unos calle arriba y otros en dirección opuesta. Ninguno parecía haber reparado en él.

Pero el detalle de la pistola no se le escapó. No creía que la llevase por si tenía que usarla contra algún espectro. No, la llevaba por él. Lo supo con la certeza de quien sabe que después de la noche viene el día, pese a la excitación de lo que acababa de descubrir dedicó unos intensos segundos a ordenar sus pensamientos.

– Tienes razón, perdona. Volvamos dentro.

Una vez hubieron pasado al interior Branko cerró la puerta deslizante con desmedida fuerza.

– Escucha -le dijo- a partir de ahora vas a hacer lo que yo diga, ¿está claro? Yo voy a ocuparme de todo, y si quieres tirarte un pedo me pedirás permiso. Si quieres comer, pedirás permiso. Y si te pica el culo, te rascarás cuando yo te lo diga.

Durante un breve instante Moses recordó a su amigo el Cojo, cuando avanzaban juntos por la calle armados con una vara de hierro y apartaban a los zombis a base de empellones. Deseó tan intensamente que aún estuviera allí a su lado que sus dientes rechinaron. El cojo pondría a Branko en su sitio sin duda, pero ¿y él? Moses era un hombre alto y de cierta corpulencia y había vivido y tratado con gente de la calle. También había estado en la cárcel hacía ya bastante tiempo, y aunque allí dedicó todo su tiempo a cultivar su intelecto leyendo y aprendiendo en todos los cursos y actividades que se le presentaban, no faltaron las oportunidades donde la fuerza física eran los principales protagonistas de las tertulias que, a veces, se celebraban en el patio o la ducha. Detestaba hacerlo, pero si tenía que romper unos cuantos dientes sabía cómo hacerlo.

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