– No.
¿Qué posibilidades había de que Isabel estuviera viva, de que alguien hubiera sobrevivido? No muchas, pensaba. En el caso de que alguien hubiera podido resistir al derrumbe habría quedado a merced de los zombis. Intentó recordar el momento en el que se produjeron las explosiones; ¿dónde habría estado ella? Con toda probabilidad en el huerto. Atisbó como pudo en la distancia intentado distinguir algo en el trozo que era visible, y cuando vio los cadáveres en el suelo su corazón se contrajo con un fuerte espasmo. Estaba demasiado lejos para distinguir las femeninas formas de Isabel entre ellos, bien fuera porque el ángulo no facilitaba reconocerlos o porque algo los cubría parcialmente, pero aún así, sintió que parte de su interior terminaba de derrumbarse. Creía que al menos uno de ellos era Alberto, aquel muchacho joven que ayudaba a Isabel.
Isabel… Isabel…
Branko se incorporó, no sin esfuerzo porque el sofá era bajo y su barriga prominente, arrojó la lata vacía a una esquina de la habitación y cogió otra de un paquete que habían colocado sobre un aparador.
– ¿Qué… qué me ocurrió? -preguntó Moses entonces. Empezaba a recordar vagamente. Había decidido ir a buscar a Isabel y a cualquier otro superviviente que quedara entre los restos del derrumbe, pero entonces… entonces…
– ¿Qué… quién me golpeó? -se giró sobre sí mismo para encarar a Branko y el hombre enjuto que tenía a su lado. Los miraba alternativamente a uno y a otro con creciente tensión.
– B-b-bueno… n-n-nosotros… -exclamó el hombre visiblemente nervioso.
Branko se apoyó sobre el aparador. Su rostro era de manifiesto desdén.
– Yo lo hice -dijo entonces. -Te salvé la vida.
– Tú… ¿qué? -preguntó Moses sintiendo que una furia inconmensurable crecía como una ola en su interior.
– Estabas fuera de ti. Tuve que pararte -contestó Branko con indiferencia, aparentemente más interesado en su lata que en su interlocutor. -Te hubieras ido directo a por esas cosas podridas de ahí fuera.
Moses apretó los dientes cerrando los puños hasta clavarse las uñas. En un infinitesimal instante, toda la profunda tristeza que empezaba a experimentar se encauzó, renovada, en un torrente de exacerbada cólera. Si Branko no le hubiera detenido, ¿quién sabe lo que habría encontrado, habría llegado a tiempo quizás, de salvar a alguien más?
– Eso no era de tu incumbencia -exclamó Moses con voz gélida, intentando controlarse. No conocía mucho a Branko, aunque recordaba haberle visto alguna vez por ahí ocupado con alguna tarea, sin embargo, algo en su actitud arrogante acentuaba poderosamente su creciente aversión. Deseaba lanzarse contra él y terminar con todo, dejarse llevar por el ansia de violencia que le embargaba, entregarse a una despiadada lluvia de golpes.
– Te he salvado la vida -dijo Branko abriendo mucho los ojos como si intentara hacerle comprender algo que le era demasiado obvio.
– ¡ERA MI JODIDA PRERROGATIVA! -gritó Moses, sintiendo que el labio inferior le temblaba.
Branko miró al Secretario con una forzada sonrisa en los labios, los ojos no acompañaban.
– Mira el moro de mierda, ¿qué coño significa eso?
Moses recibió el apelativo con sorpresa. Era marroquí de nacimiento, y su piel morena y sus rasgos recordaban los propios de los árabes, pero llevaba en España más tiempo del que podía recordar y su español era perfecto, sin ningún rastro de acento. Hacía muchísimo tiempo que nadie le llamaba moro, palabra que en Andalucía cobraba un matiz manifiestamente despectivo. De hecho, por un segundo le asaltaron vívidos recuerdos de la época en la que estuvo prisionero del alcohol y malgastaba su tiempo en la calle con gente de baja estopa. En esos ambientes las navajas bailaban rápidas cuando alguien se dirigía así a un magrebí.
Pero pasada la sorpresa, Moses, que había aprendido por las malas a bucear en el alma humana y capturar su esencia, se dio cuenta de algo más. Si no lo supiese diría que Branko no había venido de Carranque. Su actitud no correspondía con el espíritu que allí se respiraba. Allí nadie se comportaba así, allí nadie insultaba a nadie. Era algo que le había llamado poderosamente la atención, pero a medida que pasaban las semanas había ido acostumbrándose a la armonía natural de la comunidad. Regado además por el dulce sentimiento de amor que había estado compartiendo con Isabel, la vida había cobrado de nuevo el olor cálido y dulce que tienen los días de principios de verano, y él había acabado aceptándolo todo como natural.
Es por la situación, se dijo mentalmente recuperando poco a poco la calma. Es sólo por el estrés de la situación.
Respiró hondo antes de contestar.
– ¿Y el Escuadrón, volvió ya?
– No -dijo Branko con un brillo en los ojos.
Se volvió de nuevo a mirar por la ventana. Al fijarse en uno de los espectros, de pronto, recordó algo más.
– ¡El sacerdote! -exclamó.
Branko lo miró con una ceja levantada.
– Ese hijo de puta -continuó diciendo Moses-… asesinó al doctor Rodríguez, y escapó.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Branko repentinamente interesado.
– Fue momentos antes de las explosiones, ¡no! primero hubo una explosión, cuando Rodríguez y yo estábamos con él parecía tan anciano e inútil el hijo de puta, así que los dejé solos mientras fui a ver qué pasaba.
Branko soltó un sonoro bufido.
– Y mató al doctor y escapó -dijo.
– Sí -contestó Moses, preguntándose por primera vez si su decisión había sido la correcta.
– ¿El padre hizo volar el edificio? -preguntó entonces el Secretario.
– No… no… la primera explosión ocurrió cuando el padre estaba delante de mí, y el doctor Rodríguez aún estaba vivo. Creo que el cabrón aprovechó la oportunidad.
– Yo tengo mi propia teoría -dijo entonces Branko.
– ¿Cual? -preguntó Moses.
– Creo que fuisteis vosotros.
Moses pestañeó sin comprender. De repente se encontró mirando a los dos hombres, apostados a su alrededor como -ahora lo veía- dos carceleros.
– ¿Nosotros, quiénes? ¿cómo…? -balbuceó.
– Sí, sí -dijo Branko despacio. -Vosotros. Con los explosivos de los cojones. No sé qué clase de pifia hicisteis con ese explosivo plástico, amigo, pero creo que la cagasteis a base de bien. Lo dejasteis inestable, mal tapado quizá, incluso se os ocurrió dejarlo con los fulminantes puestos, ¿eh?
Moses sintió un repentino dolor de cabeza creciendo en su interior como un cáncer, los oídos le zumbaban.
– Eso es ridículo.
– Y una polla, ridículo -cortó Branko. -Suma dos y dos moro de mierda, ¿y qué te da? A mí la cuenta me sale con explosiones como la copa de un pino. A mí me sale el puto edificio saltando por los aires.
– No, guardamos todo en su sitio -dijo Moses, pero su voz era ahora un hilo delgado y débil consumida por el germen de la duda.
– Llevábamos tres putos meses sobreviviendo, moro de los cojones. Habíamos superado lo más difícil. Estábamos a punto de encontrar la manera de conseguir poder pasear entre esos zombis hasta que a Juan Aranda se le ocurrió nombrarte Jefe de Seguridad. ¡Ja! Ni siquiera preguntó si había alguien más capacitado para el puesto ¡Joder! ¿Sabías que yo tuve mi propia empresa de escoltas? Pues sí, puto maricón de mierda. Yo sí SÉ de seguridad. Pero nadie me preguntó, tuvo que ser el genio alcohólico que había paseado su culo de moro por la cárcel el que se encargase de eso.
– Espera -intentó decir Moses con la voz rota.
– ¡CÁLLATE! -gritó Branko. La lata que llevaba en la mano se arrugó con la presión de su mano, y el líquido amarillento rebosó y cayó al suelo. -¿Y qué hace el genio alcohólico para mejorar la seguridad? Rompe una PUTA PARED con un explosivo que no ha visto en su puta vida y nos pone a todos en peligro, ¡bravo! -batió palmas con la lata aún en la mano de manera que el líquido salía despedido con cada embestida- y mira qué coincidencia, un par de días después ¡PUUUM! salta todo por los aires. Sin explicación. ¡FUISTEIS VOSOTROS!
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