Su mente jugaba con esos conceptos cuando un ruido alto e inesperado le hizo dar un respingo en la cama. Tardó unos segundos en identificarlo, era el pestillo de la puerta. Se sentó en la cama sintiendo los intensos latidos del corazón en su pecho, pero la puerta permaneció cerrada.
Es Jukkar. Debe serlo.
Pero otro lado de su mente se entretenía creando oscuras tramas y sembrando la duda.
La confianza. La confianza hay que ganársela, y no se han creído una mierda de lo que les has contado. Aquí vienen, muchacho, aquí vienen. Así es como lo hacen. Por la noche, como con los militares.
Pero el pestillo crujió de nuevo y la puerta se abrió, chirriando ligeramente sobre sus viejos goznes. En el umbral apareció la conocida figura de Jukkar que llevaba un pequeño bote en la mano.
– ¡Jukkar! -exclamó en voz baja- pero… ¿cómo?
– ¡Clorofarma! -dijo el doctor, levantando el bote para que pudiera verlo. -Un grande clásico de película, ahora al servicio de La Resistance.
Y como si fuera una válvula de escape Juan rió de buena gana, deshaciendo al fin los nudos que se habían tejido en su interior desde que abandonara Carranque.
* * *
El camino parecía despejado, con las sombras pobladas del cricrí de los pájaros que dormitaban en las altas copas. Ninguno de los dos quiso tomar el arma que El Rata llevaba consigo, una especie de mini-Uzi por lo que podían decir. Ambos sabían, de todas formas, que no serían capaces de usarla si se presentaba la oportunidad.
Abandonaron el bungalow escudriñando la oscuridad con cierta ansiedad, las formas oscuras de los troncos se difuminaban y parecían perder consistencia a escasos metros, donde la noche se los tragaba. Jukkar respiraba pesadamente con la boca abierta, y hacía un ruido parecido al de un jabato, pero aún así bajaron los tres escalones del porche y se alejaron de la zona de edificios camino de la entrada principal. A medida que se alejaban, Aranda fue sintiéndose mejor.
Una vez llegaron al linde del camino descubrieron que podían ver con bastante facilidad. Ahora que las copas de los árboles no obstaculizaban el cielo, se encontraron con una preciosa y gigante luna llena en un firmamento cuajado de estrellas, y caminaron en silencio por el borde de la carretera intentando no hacer crujir la hojarasca. Por fin, cuando tuvieron la verja de entrada a la vista, Aranda se detuvo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jukkar con un susurro.
– Ssssh -cortó Aranda.
Creía haber visto algo por el rabillo del ojo. Miraba ahora a un punto indeterminado de la carretera haciendo trabajar a la vista periférica. Era algo que había descubierto en los primeros días de la infección zombi, cuando sobrevivía en el Rincón de la Victoria y la electricidad se apagó para no volver como la llama de una vela en un vendaval. Si miraba atentamente a un punto en la oscuridad, éste se emborronaba, pero los objetos circundantes parecían cobrar volumen.
Era lógico pensar que Paco había ordenado vigilar las entradas, sobre todo con un misterioso visitante dentro de las instalaciones. Una de las preguntas más recurrentes durante su entrevista regresaba continuamente a ese mismo punto. ¿Has venido solo, has encontrado a otros supervivientes, cómo has llevado la soledad estos tres meses?, ¿has venido en algún vehículo, de qué clase y dónde está?
Sin embargo, después de pasar casi dos minutos en silencio agazapados junto a la carretera amparados por el tronco de un árbol, se convencieron de que no había nadie junto a la verja y empezaron a caminar hacia ella.
Pasaron junto a la pequeña caseta de control agachados bajo las grandes ventanas, pese a que estaban tan oscuras y silenciosas como todo lo demás. Y por fin, se encontraron junto a la puerta deslizante.
– Usted tiene que ayudar -dijo Jukkar, examinando la altura de la puerta deslizante. Eran barras de hierro verticales, gruesas y sin filigranas, sin ningún punto intermedio donde apoyar el pie. Aranda le miró, debía medir un metro ochenta y pesar cerca de los cien kilos, de modo que hacer un cabestrillo con las manos probablemente no serviría de mucha ayuda.
Entonces, una voz que provenía de la izquierda les sobresaltó.
– Quizá esto ayude -era Sombra. Tenía el pie apoyado sobre un cajón de madera, del tipo que se usa para embalaje y transporte de mercancías.
– ¡Marcelo! -exclamó Jukkar sorprendido. Con su acento, su nombre sonaba a algo así como Merselo.
Aranda, instintivamente levantó las manos. Pero Sombra levantó las suyas también mostrando las palmas desnudas.
– No voy armado y no voy a deteneros -dijo.
Aranda y Jukkar se miraron, sin comprender.
– Quiero ir con vosotros -dijo después de soltar un largo suspiro. En la distancia, una gaviota graznó débilmente.
* * *
El Rata abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. Lo hizo como quien despierta de un profundo sueño y mira confundido el reloj, incapaz de decidir si es primera hora del día o mitad de la tarde. Pero no había ningún reloj. Por un breve instante se creyó todavía en su casa, un pequeño piso que había heredado de sus padres en el barrio de San Andrés. Trabajaba de basurero, siempre emplazado en la parte de atrás de los camiones, y había resultado uno de los trabajos más gratificantes de todos los que había tenido; ¡se encontraban tantas cosas interesantes en la basura! Pero luego la realidad volvió como un martillazo, destrozando la escena onírica que había formado en su mente en mil pedazos. Cada uno de esos trozos reflejaba ahora imágenes mezcladas de zombis con las bocas abiertas y las manos ensangrentadas, y la verdad de su situación se abrió paso en su mente. Ah, coño, pensó, todavía es esta mierda.
No tenía ni idea de cuánto había dormido ni cuánto faltaba aún para el amanecer, pero no recordaba haber caído dormido tan profundamente desde hacía más tiempo del que podía recordar. Había tenido un sueño extraño. Caminaba por un maltrecho puente de madera por una especie de pantano sombrío. Los charcos de lodo a su alrededor formaban pompas de aire que luego reventaban y dejaban escapar unas esporas del color del puré de patatas. Éstas se mecían en el aire, ingrávidas, y caían a su alrededor formando una espesa manta de aspecto fungoso. Cuando una de esas esporas caía sobre él, dejaba una mancha desvaída con úlceras sangrantes, como la piel que en ocasiones había visto en algunos de los muertos y él quería chillar, pero el único sonido que llegaba hasta sus oídos era el pof, pof de las burbujas en el barro.
Joder, qué sueño de mierda, pensó mientras se incorporaba en el sofá. Quería un poco de agua, pero no había traído ni una triste cantimplora consigo y todos los lugares donde conseguirla estaban a buena distancia. Ni de coña voy a dejar a éste solo, se dijo, Paco me cortaría mis jodidos huevos.
Se dio la vuelta y se quedó mirando con absoluta perplejidad la puerta de la habitación. Estaba abierta, y las sombras del interior le saludaron con una promesa de condenación. Se lanzó precipitadamente hacia el interior desplazando violentamente el sofá a su paso, pero la visión de la cama vacía le hizo darse la vuelta con la misma rapidez con la que llegó.
Me va a pelar, murmuraba su mente, me va a echar cal viva en la raja del culo y a tender mis tripas al Sol. Pero aún así, El Rata corrió fuera para dar la voz de alarma.
* * *
– Marcelo es de los mejores hombres aquí -exclamaba Jukkar en ese momento. Pero Aranda divagaba entre ideas muy diferentes.
Es demasiado fácil. Las cosas nunca son tan fáciles. Hasta la escapada con cloroformo parece sacada de Novelas de Detectives. Apuesto a que Marcelo es un topo. Quieren ver dónde voy, quieren que les lleve, que les lleve a Carranque para Dios sabe qué.
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