– Hay un problema -dijo-, hay un buen montón de zombis en el agua y a cada rato que pasa hay más. Se caen los muy gilipollas, y se quedan ahí intentando mantenerse a flote. Es como, bueno, es un espectáculo enfermizo.
– Coño, no lo había pensado -dijo Dozer chasqueando la lengua.
Permanecieron callados unos momentos, reflexionando sobre eso.
– Aún así, habrá que intentarlo -dijo Uriguen quien llevaba un rato callado. -Yo me quedaré. Creo que puedo saltar y subir a la barca con la suficiente rapidez como para que ninguno de esos hijos de puta pueda atraparme. Al fin y al cabo, vosotros podéis darme cobertura desde la barca, ¿no?
Dozer pestañeó, y supo en un instante porqué Uriguen se mostraba voluntario para esa empresa. Ya no era el Uriguen despreocupado y bromista que solía ser, no desde que su error en la apreciación del muro del parking casi les cuesta la vida a todos. Había sospechado, quizá de un modo no del todo consciente que albergaba sentimientos de culpa, pero ahora lo sabía. Le miró con ojos apreciativos.
– Podemos echarlo a suertes, tío -dijo al fin.
– No, seré yo -contestó.
– Podemos echarlo a suertes a ver quién se hace la pajilla más corta, pecholobo -exclamó José intentando distender, detectando con suspicacia lo que estaba ocurriendo.
Pero sólo él rió la gracia.
– Es mejor que lo haga yo. En serio.
– Un momento -dijo Susana entonces-, ¿y si no hay barcas?
– Todos los barcos -empezó a decir Dozer pero José le cortó.
– Ya, pero… ¿y si las usaron? Por lo que sabemos el barco podría estar vacío.
– Bueno -contestó Dozer encogiéndose de hombros- entonces volveremos aquí otra vez y pensaremos en otra cosa.
Estuvieron de acuerdo en eso a falta de una idea mejor. La puerta que daba acceso al tubo de conexión para pasajeros, aunque estaba cerrada, no resultó un problema porque la cerradura cedió con un solo disparo; el engranaje entero salió despedido hacia fuera, humeante, y rebotó hasta tres veces sobre la pasarela antes de caer.
– Listo -dijo Uriguen saliendo al exterior. Allí arriba el viento soplaba con fuerza, y en el cielo unas nubes oscuras empezaban a formarse tapando parcialmente el Sol-. ¡Qué frío del carajo, coño!
Avanzó hasta el final, arropado por el estrepitoso clamor de los muertos que vociferaban a apenas seis metros por debajo de él. Uriguen se asomó brevemente y descubrió que las caras enervantes de los muertos estaban giradas hacia él, furiosas, proyectando sus garras en el aire intentando asirle. Luego, terminó de recorrer la distancia que le separaba del final y disparó hasta cuatro veces al aire.
– ¡EH, HIJOS DE PUTA! -gritó con toda la potencia que fue capaz-. ¡AQUÍ ESTOY, VAMOS!
La horda de zombis intensificó el clamor de sus inhumanos alaridos. Saltaban sobre sí mismos intentando llegar hasta donde estaba, totalmente fuera de sí. Sorprendido, Uriguen observó que de tanto en cuando, alguno de ellos se enzarzaba en una pelea con otro espectro que tenía al lado. El que estaba mirando acababa de hundir los dedos en las cuencas oculares de su enemigo, hizo tanta presión que en un instante acabó con la cabeza en la mano, arrancándola de cuajo del cuerpo de su víctima. Uriguen se estremeció y buscó el hierro de la barandilla para sujetarse, demasiado temeroso por unos segundos de caer abajo. No había visto nunca una congregación de zombis tan masificada.
– Bueno -dijo Dozer-. Ahora nos toca a nosotros.
Se dirigieron a buen paso hacia la escalera que conducía a la salida, revisando los cargadores y desbloqueando los seguros de los rifles.
Una vez que hubieron retirado la mesa de escritorio esperaron todavía unos momentos antes de abrir la puerta para dar tiempo a los zombis a retirarse. Fue Dozer quien pegó el oído en un intento de escuchar si había ruido fuera. Por fin, abrió con exquisito cuidado.
Había caminantes por supuesto, pero en un número mucho menor que en el otro extremo. Aliviado Dozer abrió la puerta, el plan había funcionado.
La vieja maquinaria de combate se puso en marcha. Salieron con rapidez, cubriendo cada uno de los flancos. Sabían que el ruido de los disparos volvería a atraer a unos cuantos, así que no se detenían. Cuando habían recorrido casi la mitad del trayecto se produjo un momento de tensión, una caterva de zombis salió corriendo del hueco entre dos hileras de contenedores a demasiada poca distancia de ellos. José estaba cubriendo el otro flanco y ni siquiera los vio.
– ¡AQUÍ! -gritó Susana.
José se volvió con tremenda rapidez, pero los espectros estaban ya encima de Dozer. Incapaz de disparar contra ellos por no tener ya ángulo posible, el gigantón rechazó al primero de ellos con un contundente golpe de culata que lo envió rápidamente al suelo. Susana erró su ráfaga, que arrancó nubes de sangre del pecho de otro de ellos. No acabó con él, pero detuvo su avance el tiempo suficiente para que José desde su posición le acertara en la cabeza.
El resto cayó también bajo su implacable puntería.
– ¡Vamos, vamos! -les animó Dozer continuando hacia el barco.
Pronto llegaron al punto donde el Clipper Breeze había entretejido su bulbo de proa con el muelle. Allí, encontrar un camino hacia el interior resultó más fácil de lo que Dozer había temido mientras corrían. Lo cierto era que la perspectiva variaba mucho, y el fenomenal amasijo de metal les impresionó pese a lo acuciante de la situación. Se escabulleron ágilmente por entre mamparos vencidos y muy pronto estaban trepando por entre los restos hacia el interior. Cuando José miró hacia atrás, le complació ver que sus perseguidores carecían de la coordinación necesaria para seguirles; les gritaban y golpeaban los restos del barco con las venas del cuello formando gruesos canalones, pero eran incapaces de seguirles.
– Hijo de puta de mierda -soltó José cuando estuvieron arriba, en una especie de corredor que nacía allí mismo y se internaba en el barco. Aunque estaban en buena forma, resoplaban trabajosamente.
– ¡Lo hemos hecho! -dijo Dozer, respirando por la boca e inclinado sobre sí mismo con ambas manos apoyadas en las rodillas.
A lo lejos, amortiguado en parte por la vociferante masa de muertos vivientes, se escuchaban todavía los gritos de Uriguen acompañados de tanto en cuando por algún disparo.
– Ese cabrón va a quedarse ronco -comentó José.
Y como para aliviar el estrés, Susana y Dozer rieron de buena gana.
La pequeña charla entre Paco y Aranda no fue tan mal como había temido en un principio. Fue un interrogatorio en toda regla, y hubo cuestiones sobre las que se regresó una y otra vez quizá para intentar pillar a Juan en una contradicción. Pero a Juan le sobraban tablas e inteligencia para no ser cogido en una mentira una vez la había inventado, y después de un par de horas Paco quedó bastante convencido de la historia que Juan fue enhebrando poco a poco. No todo fue inventado por cierto, en ocasiones utilizaba porciones de las experiencias que Susana o cualquiera de los otros supervivientes de Carranque le habían contado en uno u otro momento, y las aderezaba con elementos de su propia cosecha.
En algún momento, Paco le preguntó a qué podría dedicarse si decidían que les gustaba y podía quedarse allí, pero Juan detectó inmediatamente un cambio apenas perceptible en su tono de voz, y la diferencia sustancial entre su sonrisa y la de sus ojos que no acompañaba. Paco era el líder, y era evidente que le gustaba serlo, sin duda había detectado que Juan tenía dotes de mando y lo último que a Juan le convenía era hacerle creer que tenía delante a un competidor. Apenas percibió eso, Aranda sugirió que le encantaría encargarse de cualquier tarea sencilla que quisieran darle y que no representara mucha responsabilidad. No llevaba bien tener responsabilidades. Que era un hombre sencillo y solitario y que lo único que quería era tener tiempo para escribir sus memorias sobre el Apocalipsis, por lo que pudiera llegar en el futuro.
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