Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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– ¡Qué grande y bueno parece! -exclamó el hombre ahora ya a apenas unos pasos de distancia. Gulich seguía gruñendo por lo bajo como un motor en ralentí, con las orejas en punta y el lomo ligeramente erizado.

Alba, que estaba ahora fijándose en el hombre que tenía delante, tenía también su propia opinión. No le gustaban sus manos renegridas, sobre todo en las uñas donde una línea negra de podredumbre perfilaba su contorno, eran largas y amarillas, llenas de surcos profundos como un fósil castigado por las inclemencias del viento y la lluvia. Y en su rostro la piel aparecía reseca y tirante sobre los pómulos, produciendo la macabra ilusión de que había sido retirada y vuelto a colocar de forma incorrecta.

– Gaby -dijo Alba en apenas un susurro.

– Pero vaya -exclamó entonces el hombre- dos niños pequeños ¿qué te parece, viejo? Y traen un perro, nada menos -se echó a reír pero la risa sonó algodonosa y apagada, como si luchara por abrirse paso entre unos bronquios demasiado obturados y le arrancó un acceso de tos.

Gabriel, con los ojos muy abiertos no acertó a decir nada. Aunque era posible que aquel hombre fuera un ingente, todavía tenía muy reciente su propia imagen en el espejo. ¿Acaso no había cambiado él también, quién sabe lo que ese nuevo mundo lleno de monstruos podía haber hecho en adultos que antes eran normales?

– ¿Estáis solos, eh, pequeños? ¿Solitos los dos? -continuó diciendo el hombre avanzando otro paso más.

Los dos niños se miraron pero de nuevo sin saber todavía qué responder.

– ¡Bueno, caramba! Qué niños tan buenos ¿y a dónde ibais, o acaso veníais, volvéis a casa, sí?

Por fin Gabriel consiguió romper el bloqueo que la nueva situación le había provocado.

– Sí señor, vamos a casa -dijo.

Alba le miró con una expresión de sorpresa en el rostro.

– ¡Muy, pero que muy bien! -dijo el hombre. -Los niños buenos van todos a casa.

– ¡Vamos a las montañas! -dijo Alba entonces pestañeando varias veces. No le gustaba el Hombre Andrajoso pero no quería volver a casa, quería continuar hacia el monte.

Gabriel sintió que el estómago se le endurecía, como aquella vez en la que la señorita Rebeca descubrió unos dibujos de un hombre y una mujer desnudos en su libreta de Conocimiento del Medio.

– Pero, oye a las montañas -exclamó el hombre cambiando la mirada de uno a otro- qué cosa. Eso está muy lejos, pero que muy lejos. Y es peligroso ¿has oído? Es muy peligroso para unos niños tan pequeños y un perro tan bueno. ¿Sabéis que hay cosas en el monte? Oh, vaya que sí, por eso ya no vamos por ese lado. Porque uno corre, pero las cosas corren más y no se cansan -rompió a reír de nuevo, y la risa brotó otra vez entre toses y carraspeos- no se cansan nunca, monte arriba y monte abajo.

– Tendremos cuidado -dijo Gabriel mirando hacia su izquierda por donde el sendero subía todavía unos metros y doblaba bruscamente a la izquierda. Allí al final había un pronunciado precipicio que conducía directamente a la autovía. Estaba tan cerca ya, y sin embargo ahora parecía tan lejano. Quiso estar allí, caminando otra vez entre las hierbas ralas con Gulich olisqueando el camino y Alba recogiendo todo tipo de maleza rastrera como si fueran las más hermosas flores.

– Te diré que haremos -dijo el hombre. -Entrad, tomaremos alguna cosilla, un poco de agua si queréis, y tengo cosas buenas para comer, ¿queréis cosas buenas? ¡claro, a todo el mundo le gusta! Pues entrad, ¡venid! y luego yo os ayudaré a llegar a casa, ¿eh? ¡os ayudaré!

Alba se debatía entre sentimientos encontrados. Era poco más del mediodía y aunque llevaban comida en la mochila negra con rayitas rojas de Gabriel, el estómago había respondido con un gruñido a la palabra "comer". Y había otra cosa, le gustase el Hombre Andrajoso o no era un adulto, y por lo general los adultos sabían ayudar a los niños en cosas complicadas como la que pretendían llevar a cabo. Su hermano había intentado serlo, ella lo sabía, pero no era lo mismo. Lo miró a los ojos intentado escrutar más allá de los iris brumosos que bailaban constantemente entre ella y su hermano, pero solo era una niña y, naturalmente, carecía de la experiencia que otorga la vida a la hora de asomarse al alma de alguien.

– Vale -dijo entonces insegura.

Gabriel quiso decir algo, pero el Hombre Andrajoso le interrumpió.

– ¡Muy, pero que muy bien! ¡Vamos, vamos, venid!

Y sin saber muy bien cómo, los niños se encontraron avanzando con paso indeciso hacia la casa que de repente no parecía la pintoresca casita blanca que daba un aire rural a la escena cuando paseaban con papá y mamá hacía como mil millones de años, sino una construcción de piedra y hierro cuya puerta era unas fauces abiertas.

– Vamos a dejar aquí fuera a tu perro, ¿de acuerdo? -dijo el hombre. -Buen perro, que cuida de los niños, ¿sí?

Gabriel dejó suelto el collar de Gulich que de repente parecía más interesado en olisquear con ceñuda concentración la pared de la casa que en cualquier otra cosa. Mantenía el rabo pegado al cuerpo, como cauteloso.

Y como succionados por una fuerza invisible atravesaron el umbral. El Hombre Andrajoso echó un último vistazo al perro antes de desaparecer tras los niños. Gulich, con el hocico impregnado de olores que traían sombras oscuras a su memoria, se volvió cobrando súbitamente consciencia de que había perdido de vista a los AMOS.

Era demasiado tarde. La puerta se había cerrado.

21. Atrapados

– Estamos bien jodidos -dijo Dozer, con la cara roja por el estrés. Junto a él, Susana asintió ceñuda.

Habían arrastrado una rudimentaria mesa de oficina de la primera planta y la habían volcado contra la puerta. Encajaba bien contra el primer peldaño de la escalera, aunque sabían que si los espectros se determinaban a entrar la barricada no resistiría.

Volvieron a subir. Allí, José y Uriguen daban vueltas examinando la sala sin terminar de decidir acercarse mucho a las ventanas protegidas por barras cruzadas. Se trataba del área de recepción de viajeros, una basta superficie con dos alturas y altos techo surcados por curvas estructuras de madera. La sala era diáfana a excepción de unos bancos y unos mostradores. Desde allí unas puertas de doble hoja daban acceso a los pasillos de enganche, unas pasarelas de hierro y cristal que conectaban con los barcos pero que ahora conducían a la nada.

La sala era testimonio de antiguos horrores. Cerca del extremo más alejado, varios cadáveres estaban dispuestos en varios ángulos sobre charcos de sangre reseca. Tres de ellos llevaban uniformes de la Policía Local y el resto eran civiles, una mujer y varios hombres. Alrededor había montones de casquillos de bala.

– Me pregunto qué historia hay detrás de esto -dijo José examinando los agujeros de bala que recorrían sus cuerpos por todas partes. Caminaba con la camiseta interior asomando por debajo del chaleco y puesta sobre la nariz, porque el olor estando tan cerca era en extremo espantoso.

– ¿Crees que esto pudo tener la culpa? -preguntó Uriguen señalando unos barriles pequeños.

– ¿Qué es?

Uriguen hizo rodar uno de los barriles con la bota de forma que el rótulo del frontal quedó visible.

– ¿Combustible marítimo?

– Es el que usan los barcos -dijo Uriguen. -No soy un puto detective, pero sospecho que esta gente se mató por estos bidones. Quién sabe qué tipo de embarcación querían alimentar para huir de aquí. ¿Te suena plausible, pecholobo?

– No me extrañaría. Supongo que historias así deben de darse por todo el mundo, incluso ahora mientras hablamos. Gente que se mata por una caja de chocolates, o un poco de agua -dijo José, pensativo.

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