Salieron entonces del jardín y bajaron el pequeño terraplén entre las mimosas para incorporarse al camino. Antes de bajar la pendiente, los dos hermanos se volvieron a echar un último vistazo al que había sido su hogar. Allí quedaba Bob El Ahogado y el jardín, silencioso y aletargado por el invierno. El pequeño escondite entre los macizos se veía ahora extremadamente insignificante, apenas una abertura de un tamaño demasiado pequeño como para percibirse a simple vista.
No dijeron nada.
El principio del viaje comenzó en silencio. Ni siquiera Gulich parecía animado por el paseo y caminaba junto a ellos con las orejas gachas y el rabo a media asta. Eran las once y cuarto de la mañana, y el silencio que los rodeaba apenas se rompía por la fricción de las altas ramas de los viejos eucaliptos y el discurrir del agua en el pequeño riachuelo. Ésta ni siquiera era visible oculta por la desordenada maraña de juncos y arbustos que crecían frondosamente.
Al cabo de poco más de diez minutos el camino se vio súbitamente interrumpido por un pequeño barranco. Una sucia tubería salía de entre la tierra, cruzaba el precipicio sin más asideros, y volvía a internarse en la tierra al otro lado junto a una cañería de apenas un metro de diámetro que conformaba una boca de túnel. Encima del desnivel vieron la reja metálica, vieja y oxidada, de una pista de tenis.
– No me acordaba de esto -dijo Gabriel pensativo.
– ¿Qué pasa, Gaby?
– El club de tenis corta el camino, para llegar al otro lado tendremos que pasar por ahí.
Alba miró en la dirección que su hermano le señalaba, pero la boca desdentada de la cañería, lóbrega y profunda le inspiraba un gran desasosiego.
– ¡Pero Gaby!
– ¡Tenía que haber traído una linterna! -dijo entonces su hermano pasándose una mano por el cabello desaliñado.
– ¡No me gusta, Gaby!
– Pues no hay otro camino. Además no nos va a pasar nada, ¿verdad? porque tú lo viste, viste cómo llegábamos al monte.
Alba pensó en eso unos instantes, y aunque sabía que tenía razón, el miedo a la oscuridad grabado a fuego en el recuerdo ancestral de cuando el hombre vivía en las cavernas y la noche representaba un peligro mortal, afloró en su ánimo.
Gabriel examinó el terraplén lleno de barro y zarzas espinosas. En la parte más baja, unos matojos retorcidos formaban un entresijo inaccesible que hacía el acceso por ese lado imposible.
– Mira, voy a pasar yo primero y verás qué fácil -dijo Gabriel intentando sonar como su padre cuando intentaba convencerles de hacer algo que les infundía miedo.
Y efectivamente, el muchacho pasó por encima de la tubería sin mucho esfuerzo balanceando ambas manos como un funámbulo hasta que llegó al otro lado. Allí dio un pequeño salto hasta al suelo.
– ¡Venga, chulita! -exclamó.
Alba, sin embargo, no las tenía todas consigo. Principalmente porque la tubería era circular y su superficie estaba cubierta de manchas de humedad y verdín, aún así empezó a dar los primeros pasos titubeantes. Abajo le esperaba una caída de unos buenos cuatro metros, además de matorrales hostiles como una alambrada ensortijada de pinchos.
De repente la pequeña resbaló y cayó sobre la tubería, acabando montada a horcajadas y agarrada con las piernas y los brazos como si la abrazara. La tubería se sacudió con un crujido amenazador, levantando pequeñas nubes de polvo y tierra.
– ¡Alba! -gritó Gabriel.
La pequeña, una vez superado el susto inicial empezó a gimotear, demasiado asustada como para hacer nada. Estaba bloqueada y las piernas empezaban a temblar por la fuerza que ejercía para no voltearse y caer.
Aterrorizado, Gabriel intentó saltar para agarrarse de nuevo a la tubería e ir hasta ella pero era inútil, estaba demasiado alta y jamás podría abarcarla con los brazos para encaramarse de nuevo.
Con su pequeño corazón latiendo a pleno rendimiento, Alba cerró los ojos preparándose para la caída. Las manos resbalaban y sentía que, poco a poco, iba escorando hacia uno de los lados sin que pareciera que pudiese hacer nada para impedirlo. Pero entonces sintió que algo tironeaba de ella hacia arriba, un tirón fuerte y enérgico que la transportó hacia delante por la tubería. Abrió los ojos y vio la tubería evolucionar bajo su vista dejando atrás las manchas de color verde oscuro. Desde su posición, Gabriel no pudo evitar quedarse súbitamente congelado, se trataba de Gulich que había cogido a la pequeña por el cuello de su abrigo y la transportaba a la seguridad del otro lado. Sus patas traseras resbalaban peligrosamente en la superficie de la tubería, y ésta se bamboleaba arriba y abajo como si estuviera a punto de quebrarse, sin embargo eso no detuvo al animal. Embargada por la emoción, Alba emitió un chillido quedo y monótono como una bocina, hasta que el perro llegó al final de la tubería y la dejó caer cuidadosamente en brazos de su hermano.
– ¡Atiza! -exclamó Gabriel cuando la pequeña puso los pies de nuevo en el suelo. En su semblante no quedaba ni rastro de la angustia que acababa de sufrir, tan impresionada estaba por lo que su perrito acababa de hacer.
Gulich saltó ágilmente al suelo donde resbaló brevemente levantando una pequeña nube de tierra. Jadeaba profundamente dejando colgar una enorme lengua rosada a un lado.
– ¡Gaby, el perrito!
– Buen perro… ¡buen perro, sí, buen perro! -dijo Gabriel acariciándole la enorme cabeza por primera vez.
¡Cómo celebraron los niños el fastuoso rescate! Saltaban sobre sus propios pies y daban vueltas alrededor del mastín prodigándole mil caricias. Gulich movía el rabo con un ritmo frenético, contento de haber hecho algo bueno para los AMOS. Sabía que no eran AMOS como los otros, éstos eran cachorros, demasiado jóvenes como para CASTIGAR lo que le gustaba bastante. Mejor aún, todavía eran capaces de proporcionar COMIDA, así que por lo a él concernía tendría que CUIDAR de ellos más de lo que al principio había pensado. No era que le importase, esos AMOS eran buenos, eran buenos para YO.
– ¡Ya solo queda lo más fácil! -dijo entonces Gabriel con fingido entusiasmo, quería aprovechar la disyuntiva de la celebración para convencer a la pequeña Alba de atravesar el túnel.
Era en verdad una abertura inmunda que se adentraba en la loma como la caverna de un dragón. Su parte más baja estaba impregnada de un líquido espeso y oscuro cuajado de materias irreconocibles que habían adquirido el mismo aspecto. Una de ellas parecía ser una especie de piña, pero aplastada y de un aspecto blando.
Al menos, al fondo se discernía de nuevo un círculo de luz.
Aún con grandes protestas Alba accedió finalmente a entrar en el túnel a condición de ir al lado de su perro. Gulich entró en la cañería sin problemas olisqueando el suelo con detenimiento, había una miríada de olores diferentes, todos sutiles y dispuestos en capas superpuestas que fue explorando con deleite. Algunos hablaban de animales muertos, carne demasiado pasada para sugerirle COMIDA, pero otros tenían olores fuertes y embriagadores que le gustaban: a madera, a tierra, a hojas de árboles. Alba sin embargo, avanzaba con las manos recogidas en el regazo sin atreverse a tocar las paredes que tenían un tacto pringoso y frío.
A mitad del túnel tuvieron que sortear una vieja bicicleta que había quedado trabada. Los hierros, algo retorcidos, despuntaban en todas direcciones como oxidadas lanzas. En la única rueda que le quedaba, los radios conformaban una peligrosa maraña que asemejaba una barrera hostil. Cruzaron con cuidado, sin apenas visibilidad, cosa que les resultó tanto más fácil gracias a su tamaño. Gulich en cambio consiguió atravesar haciendo un estrépito importante, los hierros raspaban contra las paredes describiendo un chirrido enervante y la mayor parte de su estructura afectada por el óxido, terminó por ceder y partirse en dos.
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