Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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Extrajo los dedos y los agitó delante de sus ojos sin verlos.

El padre Isidro caminó entonces sin rumbo por el alcantarillado intentando comprender qué significaba todo eso. A ratos se debatía entre sentimientos encontrados, pensaba que herido de muerte estaba a punto de caer de bruces contra el suelo inmundo donde su vida se apagaría de una vez por todas, que probablemente el shock del disparo debía de haber causado alguna especie de insensibilidad en él. A duras penas notaba la sangre espesa y pegajosa sobre la piel bañándole su lánguido cuerpo. Luego, su mente escoraba a otra línea de pensamiento y resolvía que quizá ya había muerto y que aquella oscuridad intensa era una especie de limbo en el que deambularía para siempre jamás. Después de todo, ¿no le había vuelto a fallar a Él, no había tenido Él que ocuparse de la Ciudad Impía?

Condenado, sí. Vagaría por el purgatorio hasta que fuera digno de nuevo.

En un momento dado sin embargo, la claridad de la luz del Sol empezó a vislumbrarse en algún lugar indeterminado enfrente de él. La cloaca se le reveló terrenal y nauseabunda como siempre había sido, y entonces su esperanza volvió a resurgir aunque todavía tímida y frágil como la llama en una vela. Era apenas un tímido haz que se filtraba por el pequeño agujero circular que tenía una de las tapas en su centro, pero al trepar descubrió que retirarla no le requería ningún esfuerzo.

Volvió a salir fuera, esta vez en la calle, en el exterior del perímetro de la ciudad deportiva algo más al norte. Allí volvió a examinar sus dedos ensangrentados y la herida de bala en su pecho. Era como una boca monstruosa, oscura y profunda, y por primera vez en mucho tiempo el padre Isidro tuvo miedo. El Sol arrancaba destellos refulgentes en uno de los cristales de uno de los locales comerciales, estaba sucio por la lluvia y el polvo pero todavía era capaz de devolverle su propio reflejo. Se acercó temeroso y se contempló a través de las pequeñísimas gotitas de suciedad que lo cubrían.

Le costó bastante reconocerse a sí mismo. Estaba tan delgado, una burda caricatura de lo que fue un día antes de que Dios le encomendara su particular misión. Su sotana era un andrajo desgarrado y sucio, y sus ojos…

Padre Nuestro que estás en los Cielos.

Cerró los párpados y apartó el reflejo de su propio rostro interponiendo una mano en el cristal que cimbreó levemente en toda su extensión. Por fin, abrió los ojos de nuevo y se miró en el escaparate.

Eran blancos. Totalmente blancos, como los de todos los espectros que vagaban penitentes por las calles de la ciudad. Abrió la boca sin poder evitarlo y el rostro casi cadavérico y horrible que imitó su gesto en el cristal le recordó sin ningún género de duda al de los muertos.

Al de los resucitados.

Eso era lo que había pasado. Ahora lo sabía. Le habían disparado y en la oscuridad de la cloaca su corazón se había detenido. Pero entonces… entonces…

Levántate, Lázaro.

Dios Padre Todopoderoso había vuelto a traerlo a la vida.

Se desplomó cayendo arrodillado al suelo, de nuevo sin sentir dolor. Sus rodillas huesudas hicieron un sonido hueco como el de una clave musical. Hubiera llorado pero sus lagrimales no funcionaban como antaño, no eran importantes para Necrosum. Inundado hasta la médula por su exaltación religiosa, el padre Isidro lo desconocía todo sobre el virus, pero éste había actuado en su cuerpo como lo había hecho con todos los que se enfrentaban a la muerte, poniendo en marcha los viejos motores y encendiendo de nuevo las calderas. En su caso, el coma zombi había sido un tanto especial. Necrosum ya existía en sus venas en estado activo, como también estaba presente en su córtex cerebral y su sistema inmunológico pero latente, sometido, lo que le convertía en una vacuna andante. Por eso Necrosum no había tenido que reiniciar el cerebro, no había tenido que llevar a cabo la regresión al estado primitivo y salvaje que ocurría siempre. Como resultado, el padre Isidro había vuelto a la vida, sí, pero con su intelecto intacto.

– Padre -dijo con la voz rota. Sus pulmones estaban prácticamente vacíos, lo que confirió a su voz un deje terrorífico, pastoso y ronco. -A Ti me entrego…

Y a modo de respuesta divina, el último trozo de edificio aún en pie terminó por desmoronarse con un estrépito ensordecedor.

20. El viaje

Casi nunca hablaban de sus padres porque hacerlo los dejaba tristes y taciturnos, vivían el día a día y hasta entonces les había funcionado bien, pero desde que Alba había tenido aquella visión horrible sobre el nefasto futuro de aquellas personas se había apagado como una vela, justo como cuando papá y mamá salían en las conversaciones triviales que se daban en cualquier momento en los primeros días.

La pequeña había pasado una mala noche, una de las peores desde que vivían en el escondite. Había estado ensimismada y pensativa toda la tarde, con una expresión tan triste como Gabriel no recordaba haberle visto en toda su vida. Ni siquiera Gulich había conseguido arrancarle más que alguna débil sonrisa, y vaya si sabía que le pasaba algo, no se había apartado de su lado en ningún momento. Durante las horas de la madrugada había lloriqueado entre sueños y su hermano no había conseguido que dejara de hacerlo ni poniéndose a su lado. El muchacho, como todos los chicos de su edad solía demostrar poco sus sentimientos, pero aquella noche los sollozos quedos que parecía querer guardarse para ella le habían preocupado de veras.

Por la mañana Alba durmió hasta más tarde de lo habitual. Gabriel se asomó para verle su cara infantil y asegurarse de que estaba bien, pero al verla arropada en el edredón y los plásticos que usaban para la humedad, de repente se le antojó demasiado pequeña y delgada, tan frágil que tuvo un prematuro brote de sentimiento protector casi paternal.

Le preparó un desayuno especial a base de galletas de chocolate y leche en polvo que calentó en un cazo con ayuda de un camping gas. Le gustaba el agradable olor de la leche caliente porque le traía recuerdos de aquellas mañanas en casa, antes de ir al colegio. Le gustaba coger la taza con las manos y sentir el calor confortable y aún con su corta edad, apreciaba sobre todo el hecho de que todavía pudiera disfrutar de esas pequeñas cosas. De que algo, al menos, quedara.

Alba agradeció el desayuno con ojos somnolientos, demasiado dormida todavía como para devorar las galletas con la fruición con la que solía hacerlo, pero se embelesó en el viejo hábito de mojarlas en la taza hasta que quedaban blandas y deliciosas y la leche se chocolateaba ligeramente.

– Tenemos que irnos, Gaby -dijo al fin, todavía concentrada en llevarse la galleta a la boca antes de que cayera en la taza por el peso de la leche absorbida.

Gabriel la miró con curiosidad.

– ¿Irnos a dónde?

– A otro lugar.

El muchacho se revolvió en el montón de mantas sobre las que estaba sentado, súbitamente inquieto.

– ¿Has… ha sido la… tarta de coco?

Alba negó rápidamente con la cabeza.

– ¿Entonces? -preguntó.

Pero su hermana permaneció callada mirando el borde mordisqueado de la galleta. Gabriel esperó un largo rato, ya sin hambre, embargado por el desasosiego. Quería saber, pero el don de Alba lo confundía y le infundía un respeto tan profundo que le costaba mucho esfuerzo hablar sobre ello.

– No lo sé -dijo al fin con un tono neutro que Gabriel no supo interpretar.

– ¿Irnos a dónde? -preguntó de nuevo.

– No. Lo. Sé -contestó enfatizando cada palabra.

– Anda, tonta, que eres tonta -contestó Gabriel con cierto enfado convencido finalmente de que su hermana le tomaba el pelo.

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